Letras
Las Tres Leyes de la (literatura) Robótica
¿Qué es un escritor robótico y cómo debería regirse su conducta?
Iban Zaldúa 21/05/2021
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Una de las noticias de la pasada “Semana del Libro” (a la industria editorial se le hacía corto un único Día del Libro) ha sido la sesión de firmas a distancia protagonizada este martes en Barcelona por Isabel Allende: en ella, desde su casa de San Rafael (California), dedicó y firmó libros a sus lectores por medio de un brazo robótico, que reproducía al milímetro los movimientos que la chilena realizaba en una tableta, a miles de kilómetros de distancia.
Reconozco que he tenido que hacer ingentes esfuerzos para NO ver una metáfora o un símbolo en todo eso.
He fracasado en el intento.
Cuando oigo algo sobre Isabel Allende no puedo evitar acordarme de Roberto Bolaño, y cómo la llamó “escribidora” la primera vez que amenazaron con concederle el Premio Nacional de Literatura chileno, en 2002, y aún y todo decía preferirla a otros candidatos, porque “su glamour de sudamericana en California, sus imitaciones de García Márquez, su indudable valentía, su ejercicio de la literatura que va de lo kitsch a lo patético y que de alguna manera la asemeja, en versión criolla y políticamente correcta, a la autora de El valle de las muñecas, resulta, aunque parezca difícil, muy superior a la literatura de funcionarios natos de Skármeta y Teitelboim” (“Sobre la literatura, el Premio Nacional de Literatura y los raros consuelos del oficio”, in Entre paréntesis. Ensayos, artículos y discursos (1998-2003), ed. de Ignacio Echevarría, Anagrama 2004).
Toma.
Bolaño, desde luego, no consiguió nada con su panfleto: aquel año fue Daniel Teitelboim quien ganó el Premio Nacional. E Isabel Allende lo hizo la siguiente vez que la nominaron, en 2010, aunque Bolaño no pudo saberlo: para entonces llevaba unos cuantos años muerto.
Allende no se lo perdonó, claro: es posible que un escritor o una escritora olvide un elogio que le hayan hecho, pero JAMÁS olvida una afrenta. Aunque sea una pequeña objeción en las últimas dos líneas de una reseña sobre su libro publicada en la hoja parroquial de una barriada de extrarradio en una ciudad de provincias, a cientos o miles de kilómetros del lugar en que el escritor o la escritora reside. O una mención casual, no demasiado positiva, en un blog sobre cocina neozelandesa. En 2003, con Bolaño recién fallecido, Allende declaró que “cuando surgió la posibilidad de que me dieran el Premio Nacional de literatura en Chile en 2002, se dijeron cosas horrendas”, y que Bolaño le “tenía un odio parido. Fue uno de los que dijo las peores cosas”. Ante la pregunta de la periodista sobre si había leído alguno de los libros de Bolaño, la autora respondió: “Eché una mirada a un par de libros y me aburrió espantosamente”. Enmarcó aquel episodio en “una oleada de odio, de envidia. Se dijeron cosas espantosas. La gente que las dijo fueron otros escritores fracasados, que no venden ni un solo libro. Pero no me dolió nada”.
Ya. Qué va.
En todo caso no creo que sea casualidad que Isabel Allende, precisamente, haya sido una de las escritoras elegidas para probar ese gran avance de la tecnología literaria en que sin duda va a convertirse el Brazo Robot Firmador. Que, a fin de cuentas, no es más que un recordatorio de que es posible que las novelas y, sobre todo, los best sellers, sean obra, en un futuro no tan lejano, de inteligencias artificiales quizá no tan alejadas del espíritu de los algoritmos de Amazon, Google o Spotify. Si es que algunos libros que están circulando actualmente no lo son ya…
Y, divagando, me he acabado acordando, cómo no, de aquellas Tres Leyes de la Robótica que formuló en su día el escritor de ciencia-ficción Isaac Asimov, famoso por sus series sobre robots positrónicos (como los relatos incluidos en el volumen Yo, robot), su trilogía Fundación y su labor como divulgador científico. Y también, como se va sabiendo últimamente, por ser un baboso, una de cuyas costumbres era acosar a las mujeres con las que se relacionaba en conferencias y convenciones de fans. Desgraciadamente.
Cualquier aficionado a la ciencia-ficción se acordará de aquellas tres leyes, que a Asimov le servían como marco para que los robots de sus cuentos y novelas se las saltaran todo el rato de forma más o menos imaginativa. Pero como quizá no hayas leído nunca a Asimov, y también por si acaso, aquí están las susodichas leyes:
1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño.
2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes estén en oposición con la primera Ley.
3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o la segunda Ley.
[Extraídas del encabezamiento de la recopilación Yo, robot, Edhasa 1980, 5ª ed., trad. de Manuel Bosch Barrett].
Y teniendo en cuenta hacia dónde se dirige, con o sin brazos mecánicos, la robotización de la literatura, se me ocurre, basándome muy libremente en las de Asimov, que estas podrían ser las tres leyes de la (literatura) robótica.
1ª Ley
Un escritor robótico no debe poner en cuestión el mercado literario ni, por su inacción, dejar que el mercado literario sufra el mínimo rasguño. Todo lo contrario, tiene que contribuir todo lo que pueda a su crecimiento. Debe producir, producir y producir, incluso después de muerto, algo de lo que ya se encargará, rescatando todos los inéditos que pueda y «redimensionando» su obra anterior, la familia o el conjunto de los herederos legales del escritor robótico1.
2ª Ley
Un escritor robótico debe cumplir, en la medida de lo posible, y siempre procurando el placer del lector (que no es lo mismo que su entretenimiento), las normas dictadas por el buen gusto literario, a excepción de aquellas que entren en conflicto con la primera Ley. Lo que conllevará que dicha medida de lo posible resulte, seguramente, muy estrecha, y lo que se imponga sea, salvo en contadas excepciones, la literatura más banal y comercial2.
3ª Ley
Un escritor robótico debe velar por su literatura nacional, a la que cualquiera que se dedique a la escritura representa consciente o inconscientemente, queriendo o sin querer3. Aunque siempre en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la primera o con la segunda Ley. De forma que, efectivamente, al final serán las consideraciones individuales las que se impondrán. Porque la República de las Letras es la jungla, amiguis, y la competencia, despiadada4.
(Vale, la analogía parecía mejor en mi cabeza, cuando hice la primera asociación de ideas... Pero al menos me ha servido para condensar algunas de las inquietudes que me llevaron a escribir los textos que reúno en Panfletario...).
¿Que si soy muy pesado con eso del mercado, la literatura comercial y los profesionales de la escritura? Puede ser. Pero me parece significativo que todas las noticias de agencia sobre la firma robótica de Isabel Allende incluyeran, sin excepción, la mención al precio del brazo mecánico usado en Barcelona (786,50 euros, incluyendo el “starter ki”, sea eso lo que sea).
Que es la principal razón por la que, con mucho pesar, y como era mi intención, no he podido procurarme uno para la sesión de firmas de hoy.
De todas formas, ¡feliz día del libro! (que no deja de ser una invención de carácter publicitario, destinada a movilizar, en un momento histórico dado, el mercado literario en un país con bajos índices de lectura, y que se ha convertido en un pequeño circo en el que las editoriales, las librerías, las autoras y los autores y las y los lectores participamos con más o menos ganas… Pero bueno, eso ya es otro tema…).
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Notas:
1. En este aspecto, paradójicamente, es dudoso que ni siquiera la familia de Isabel Allende vaya a superar, cuando llegue el momento, a la de Roberto Bolaño, en lo que a tirar de herencia literaria e «inéditos» se refiere…
2. Tal y como demuestran, una y otra vez, los expositores de cualquier cadena de librerías, o las colas que se forman para las firmas en Sant Jordi o en la Feria del Libro de Durango. Para la eterna envidia de los autores (ja ja) «de culto».
3. Patricio Pron escribió lo siguiente, en ese sentido: «A menudo, supongo que ya lo sabe, los escritores somos solo una denominación de origen, debido a la idea completamente errónea de que nosotros y nuestros libros pueden, y quizá deban, representar un país, una región, una identidad de alguna índole». Es una cita que ya he usado en otras ocasiones, pero nunca está de más.
4. La siguiente ecuación tiene todos los visos de ser cierta, por lo que he podido observar: cuanto más arriba en la escala trófica del éxito literario se encuentra el escritor o la escritora en cuestión, menos se escuda en su literatura nacional, sea esta la que sea, y menos cita (para bien) a sus compatriotas (a no ser que sean escritores ya fallecidos). Y viceversa.
Una de las noticias de la pasada “Semana del Libro” (a la industria editorial se le hacía corto un único Día del Libro) ha sido la sesión de firmas a distancia protagonizada este martes en Barcelona por Isabel Allende: en ella, desde su casa de San Rafael (California), dedicó y firmó libros a sus lectores por...
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