Sanación
Contra la vida establecida
Monte Verità, cerca de Ascona (Suiza), fue durante décadas la capital internacional de la utopía y la contracultura
Esther Peñas 26/06/2021
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Hubo un tiempo en el que fue posible la convivencia entre todo tipo de excéntricos, parias del consumismo, extravagantes, objetores de la mercancía, estrafalarios, partisanos de las normas, matutes del hartazgo urbano, hastiados de convencionalismos burgueses. Artistas. Perdularios. El emplazamiento era un vórtice magnético ubicado justo en la falla geológica que separa Europa de África: el Monte Monescia, desde cuya cumbre se contempla el paisaje de la costa suiza del lago Maggiore. Esa vista aún hoy en día repara. Reconcilia. Intercede.
Hasta allí fue Bakunin, abatido, en retirada de decepciones varias. Hasta allí llegó Thoreau, patrón laico de inconformistas e inadaptados. Basta un lugar, un topos, para convocar la utopía y que el sueño tome cuerpo de vigilia. Y las constelaciones se alinearon para sorpresa de los hombres. El austriaco Henri Oedenkoven, heredero de un potentado comerciante belga, compró el terreno, situado en Ascona. Junto a él, la pianista y feminista alemana Ida Hoffman. Se habían conocido en el sanatorio naturista de Velves. A la pareja se une Karl Gräser, militar refractario a la propiedad privada y aspirante a desertor, y su hermano Gustav, un chiflado que iba siempre descalzo o en sandalias, con túnicas y su libreta de versos improvisados. Oedekoven resignifica el lugar bautizándolo como Monte Verità.
Comienza a funcionar el sanatorio, balneario, casa de salud, centro de espiritualidad, acaso dispensario. No tardó en convertirse en epicentro de la contracultura, como un lugar en el que el hombre se modela a través del paisaje natural. Lo llamaron Cooperativa Vegetariana Monte Verità.
Y tan pronto como arranca la aventura, los hermanos Gräser se apean de ella. Frente a Oedekoven y Hoffman, se oponían en sacar rédito de aquello, aunque se quedan a vivir en los alrededores.
Los anarquistas Erich Mühsam y Raphael Friedeberg fueron unos de los primeros huéspedes del Monte Verità y dos espléndidos embajadores de la colonia, pese a la retranca con la que criticaron sus dietas veganas y la postura integrista en defensa del vegetarianismo.
La mayoría de los visitantes eran alemanes y suizos, pero hubo mucho americano y ruso. Se alojaban en cabañas individuales y disponían de un espacio común con comedor, biblioteca y salón de música. Los pasantes se beneficiaban asimismo de zonas deportivas con duchas al aire libre y sobre todo sol, mucho sol. No es España, pero pareciera. Así que se estimuló el nudismo. Hesse lo practicó allí mismo. Hermann Hesse, que años después (1946) recogería el Nobel de Literatura.
Allí Hesse, que combatía sus crisis matrimoniales con dosis de aire puro suizo, que combatía las dosis de aire puro suizo con alcohol, departía con Gustav Gräser, ya convertido en anacoreta en el que muchos veían la encarnación de san Francisco de Asís asumiendo los valores y principios propugnados por Wilman y Nietzsche. Allí Hesse conoció a quienes serían dos amigos hasta que sus cuerpos ya no dieran sombra: los dadaístas Hugo Ball y Emmy Hennings, quienes también pasaron largas temporadas en el Monte Verità. Allí Hesse perdió a su mujer, la fotógrafa Mia Bernoulli, que se prendó enfurecidamente de otro asiduo a la comuna, Otto Gross, discípulo aventajado de Freud y maestro precoz de otro hereje, Wilhelm Reich. Gross, quizás lo sepan, terminó sus días enajenado por las drogas, las poluciones (nocturnas y no) y la pobreza extrema.
Lo cuenta todo Ulrike Voswinckel en el libro que da título a esta pieza, Contra la vida establecida (El Paseo editorial).
La nómina de personalidades que pasó por la colonia es tan extensa como significativa. Por ejemplo, el maestro húngaro de danza moderna Rudolf von Laban impartía cursos de verano, propiciando la improvisación y creatividad de sus alumnos. Esta actividad, el baile, cobraba especial relevancia en agosto, cuando se celebraba la ‘Fiesta solar’, donde los bailes rituales derivaban en reuniones casi druídicas y esotéricas, presididas por los dadaístas.
Freud, Kafka, H.D. Lawrence, Carl G. Jung, Paul Klee, Isadora Duncan, Max Weber, Rudolf Steiner o Rilke vivieron allí. También Else Lasker-Schüler, la poeta de los rocambolescos pseudónimos (Príncipe Tino de Bagdad o Jusuf de Teba sirvan de muestra). Los nazis quemaron sus libros. Le retiraron la nacionalidad alemana. Pero ella era poeta. Nada iguala eso. “Mi gozo gime como el clamor de un mártir / Y se desata y se libra de sus ataduras” (leemos en Estigia, Tres Molins).
¿Y cómo iba a faltar en este falansterio de personalidades dispares el agitador profesional Aleister Crowley? La prensa lo calificaba como “el hombre más depravado del mundo”. Como superlativo es imbatible, la verdad. Manejó a su antojo (a golpe de rituales inauditos) a una de las bandas más virtuosas del rock, Led Zeppelin y apareció en ese parnaso en que se convirtió la portada del Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band. Un tipo cuya leyenda adquirió el tamaño de epopeya.
Amigo de Crowley otro asiduo a la colonia, Theodor Reuss, cantante de ópera y reportero de guerra, impulsó el concilio rosacruciano dotando al Monte de un aire espiritual que inspiró a Daphne Du Maurier su novela homónima, Monte Verità (publicada también por El Paseo), una breve pero intensísima historia de mujeres que se sienten fatalmente atraídas por un monte, al que se entregan hasta el extremo, como voluntariosas novicias en pos de la gacela: “Así, pensé, era como los hombres rezaban al principio de los tiempos, y como rezarían al final. No hay credo, no hay salvador, no hay divinidad. Sólo el sol, que da luz y vida, Así es como ha sido siempre, desde el comienzo de todo”.
Una de las residentes que más hizo por la fama del lugar fue Marianne von Werefkin, la inmensa pintora expresionista que rebatió la abstracción de Kandinski con sus pinceles. Residirá en el Monte Verità hasta su muerte, 1938, aunque para entonces el proyecto utópico había cerrado los ojos. En un principio, la vegetación se apoderó de sus instalaciones. Hubiera sido un objetivo fabuloso para entusiastas del abandono (urbex, se dicen). Después, fue vendido al barón Von der Heydt, que tenía una idea más crematística de lo que debía de albergar el lugar. No tardó en convertirlo en un hotel de lujo al estilo Bauhaus. A su muerte, el monte pasó a manos del cantón de Tesino.
Hoy, en plena postmodernidad, el Monte Verità ha recuperado su antiguo nombre, Monte Monescia, y alberga un festival de jazz y seminarios de las universidades de Lucerna y Zúrich. Peter Sloterdijk desarrolló su teoría de las esferas para hablar allí mismo de por qué fracasan las utopías. A veces, las constelaciones se alinean para hacer sonar en los lugares una mueca doliente.
Hubo un tiempo en el que fue posible la convivencia entre todo tipo de excéntricos, parias del consumismo, extravagantes, objetores de la mercancía, estrafalarios, partisanos de las normas, matutes del hartazgo urbano, hastiados de convencionalismos burgueses. Artistas. Perdularios. El emplazamiento era un...
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