Creatividad
En defensa del aburrimiento (contra la captura del tiempo)
Un mundo que no hace del derecho al tiempo una prioridad es un universo dopado, ansioso y al borde del colapso nervioso
Cibrán Sierra Vázquez 17/06/2021
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Con frecuencia se suele decir que la música es una de las expresiones primigenias del espíritu humano, y semejante aseveración no es descabellada. Los antropólogos nos han enseñado que, por decirlo de algún modo, hasta los neandertales cantaban rap –parafraseando el título del conocido ensayo de Steven Mithen–, en tanto en cuanto la necesidad de expresarse a través de patrones rítmicos vinculados a expresiones que podríamos llamar protolingüísticas surge de manera instintiva en todas aquellas formas de vida con un desarrollo cerebral avanzado. Música y lenguaje son, de algún modo, hijas ambas de la necesidad cerebral de expresarse, de comunicarse. El lenguaje se asocia a la transmisión de conceptos y la música a la manipulación del sonido, al cual, de hecho, se refiere la mayoría de la gente cuando intenta buscar una definición personal de música, como si éste fuera el ingrediente básico y fundamental con el que se construye cualquier estructura digna de ser llamada musical. Sin embargo, y en contra de lo que habitualmente se dice, la verdadera materia prima de la música no es el sonido: es el tiempo. El tiempo es lo que dota de sentido a una serie determinada de sonidos y lo que teje la trama que los convierte en un significante aprehensible y que, por tanto, genera interés y es digno de ser escuchado, repetido y sentido corporalmente (danzado). De hecho, cualquier sonido puede ser susceptible de ser considerado musical, siempre y cuando esté hilvanado en la lógica del tiempo.
¿Y por qué es esto importante, allende los territorios del pensamiento musical? Porque nos está enseñando que en las manifestaciones culturales (es decir, no naturales) primigenias de la humanidad, es el tiempo el que dota de sentido a la experiencia, y que es en el tiempo donde la experiencia se incuba y se convierte en conocimiento, en imaginación y, en última instancia, en placer y en felicidad. Es, precisamente, esa consciencia del papel fundamental que desempeña el paso del tiempo para la felicidad humana la que está siendo sacudida en nuestros días por una cultura que enaltece lo perenne frente a lo caduco, que nos exige conseguir en cada acción de nuestro día a día cotidiano la perfección de una foto fija y altamente retocada, que busca inmortalizar el dinamismo de cada gestualidad artística en contenedores inmutables, y que se empeña testarudamente en enlatar y hacer reproducible y viral el río que Heráclito nos enseñó que era constantemente cambiante. La música, una vez más, nos ofrece el ejemplo perfecto: la obsesión insoportable que hoy se vive en las salas de conciertos por grabarlo todo, por retransmitirlo todo (qué necesidad habrá, por cierto, de decir streaming, cuando retransmisión es una palabra tan descriptivamente completa), por convertir un acto único en un bucle insaciable y enfermizo de repetición mediáticamente vendible, está matando la capacidad de que la comunicación que se da entre músicos y oyentes, en el espacio íntimo de la sala que comparten, sea algo que nunca cruzará el umbral finito del tiempo compartido, y que –precisamente por eso, por ser irrepetible– la experiencia que proporciona puede ubicarse en la lógica del límite, del riesgo, en la periferia del desastre –parafraseando a Nikolaus Harnoncourt– donde nace el verdadero arte y donde, finalmente, adquiere la posibilidad de ser eterna, al habitar únicamente la memoria y mudar junto a ella en la alfarería del tiempo. La naturaleza de la música nos enseña, por tanto, el sinsentido del machacón runrún de nuestros días, que nos hace perder la cabeza en cuanto una experiencia no es retransmitida por las redes sociales, no es enlatada en una foto, una story, un tiktok o un vídeo de YouTube. Una obsesión por que nuestra vida sea refrendada por “me gustas” y otras formas de aprobación viral, y que acaba desembocando en una carrera desenfrenada por generar un tiempo fuera del propio tiempo en una huída hacia adelante peligrosísima, porque al desear congelar lo incongelable, hacer perfección de lo imperfecto, sólo genera cada vez más y más traumas, ansiedades y severos problemas para disociar lo realmente existente del reflejo que realmente no existe al otro lado del espejo.
Es, por tanto, políticamente fundamental, hoy más que nunca, reivindicar la verdadera naturaleza de la experiencia humana y buscar sus raíces en nuestra relación con el tiempo. Los humanos necesitamos reconciliarnos con su contemplación, sin proyectar en ella nada más que la admiración de los tejidos que el propio tiempo va hilvanando a su paso, tal y como ocurre con la escucha radical de una experiencia musical única. Un mundo que no hace del derecho al tiempo una prioridad es un universo dopado, ansioso y al borde del colapso nervioso. Una sociedad que secuestra y captura el tiempo, e impone a su ciudadanía un ritmo tan frenético que no permite la escucha del silencio y, en él, la posibilidad de reconciliarse con la imaginación propia, los deseos y los sueños es una sociedad psicópata que acabará por castrar nuestra posibilidad de entendernos los unos a los otros, porque no sólo no tendremos tiempo para entendernos a nosotros mismos, sino que no concebiremos nada más allá de la ficción deforme y anfetamínica que los demás van creando como ansiolítico virtual para su supervivencia. Una persona sin capacidad de disponer de tiempo para sí mismo y para –literalmente– aburrirse, es una persona condenada a no vivir su vida, a no desarrollar sus talentos, su pensamiento crítico y su creatividad, porque el aburrimiento, como decía Walter Benjamin “es el pájaro de ensueño que incuba el huevo de la experiencia”. Reivindicar el aburrimiento es pues, hoy, urgente y revolucionario. No tener que estar constantemente disponible, sometido a imperativos laborales sin horarios, sin tener que responder a ningún WhatsApp, a un correo electrónico, subir una foto a redes, colgar un tweet, contarle al mundo lo que haces, reaccionar a lo que hacen los demás... todo esto parece un imposible en nuestros días para la gran mayoría de la ciudadanía y por ello es imperativo, por nuestra propia salud y por nuestro bienestar colectivo, empezar a ponerle barreras, desde la práctica política y la acción cultural, a este alud suicida.
La cultura del tiempo es la cultura del cuidado de uno mismo, la capacidad de esculpir tu bienestar para poder así revertirlo a la sociedad. Y para ello debemos exigir a nuestros representantes que empiecen a poner sobre la mesa, urgentemente, medidas fundamentales para hacer posible una sociedad de individuos que disponen de tiempo para cuidar de sí mismos y que, por tanto, pueden hacer de la ética de los cuidados un programa político de existencia en comunidad. En la música, sólo la escucha radical del tiempo que nunca se repite puede esculpir la auténtica emoción del sonido. En la vida, el derecho al tiempo, al aburrimiento, es la garantía esencial de que, al volver a ser verdaderos gestores de un tiempo auténticamente propio, nos reconciliemos con nuestro bienestar, con nuestras dudas e inquietudes críticas y, al conocernos y querernos un poco más, vacunados contra la ansiedad y la irreflexión irracional, podamos trabajar generosamente por un mundo mejor para los que nos rodean.
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Cibrán Sierra Vázquez es Catedrático de la Universidad Mozarteum de Salzburgo y Violinista del Cuarteto Quiroga, Premio Nacional de Música
Con frecuencia se suele decir que la música es una de las expresiones primigenias del espíritu humano, y semejante aseveración no es descabellada. Los antropólogos nos han enseñado que, por decirlo de algún modo, hasta los neandertales cantaban rap –parafraseando el título del conocido ensayo de Steven Mithen–,...
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