Réplica
¿Para qué sirven las estrellas del rock de la filosofía?
¿Qué significa ser un filósofo ‘famoso’? ¿En qué se diferencia de un ‘intelectual público’? El autor sale al paso de algunas consideraciones volcadas por Ramón Mistral en su artículo ‘Los filósofos y la internacionalización de su oficio’
Asier Arias 10/07/2021
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Días atrás, Ramón Mistral daba comienzo a una serie de artículos sobre pensadores españoles con una reseña de ¿Para qué sirve realmente la ética?, de Adela Cortina. Su juiciosa y en muchos tramos descacharrante autopsia del textito de Cortina promete una serie del mayor interés. No obstante, Mistral ponía el primer ladrillo de esta serie también en estas páginas, cuando se quejaba hace unos meses de la escasa “proyección internacional” de la filosofía española.
Su queja estaba trufada de sugerencias interesantes y propósitos loables (así, por ejemplo, claro está que sería de agradecer que fuera traduciéndose a otras lenguas la obra, pongamos por caso, de Manuel Sacristán, que tantas horas dedicó él mismo a la traducción). Adicionalmente, Mistral sumaba a su queja una razonable crítica de la endogamia académica, bien que introduciendo en ella una serie de extremos que invitaban a dar algunos saltos, peculiares pero elocuentes, del mundo académico al de las relaciones públicas.
La idea de la que partía era la de que existen dos clases de filósofos: los que hacen carrera al calor del hogar y los que se aventuran a salir al mundo. Para ilustrar esta distinción nos invitaba a considerar el contraste entre la trayectoria de una serie de pensadores que han logrado atraer sobre sí la atención de propios y ajenos, convirtiéndose en figuras de la cultura pop (Zîzêk, Butler, Derrida), y la de “los nuestros”, que no han sabido colocarse a la vista en ese mercado.
Desconfío de la idea del filósofo a secas del mismo modo que desconfío de la idea del biólogo a secas
Voy a dejar en lo sucesivo de lado la cuestión nacional, central en la queja de Mistral, para ocuparme de la de la fama y las relaciones públicas. Las preguntas en torno a las que me propongo merodear serán así las relativas, por una parte, al significado de “filósofo famoso” y, por otra, a los motivos por los que asumimos con tanta frecuencia que debe diferir del significado de “biólogo famoso”.
Mistral expresa su preferencia por “los que lo intentan”: los que tratan de hacerse famosos, conquistar “lectores relevantes” y ganar “visibilidad en el espacio público”. No pretendo convencer a nadie de que todo eso son frivolidades, pero seré claro desde el principio: yo prefiero a los que trabajan en casa. No obstante, me refiero a una casa muy distinta de la nacional: la de la especialidad. Desconfío de la idea del filósofo a secas del mismo modo que desconfío de la idea del biólogo a secas. Se trata de una mera apreciación personal, pero el trabajo que ha tendido a resultarme de mayor utilidad ha sido siempre el de especialistas en esta o aquella área específica de la lógica, la filosofía del lenguaje o la filosofía de la ciencia. Sospecho que tampoco los biólogos logran sacar demasiado partido del trabajo de ningún biólogo a secas, entre otras cosas porque, hasta donde sé, hace tiempo que no abundan.
Preguntémonos, pues, qué es eso de un “filósofo famoso”. En principio, algo un tanto inespecífico, hasta que le ponemos el apellido. Una filósofa de la ciencia famosa es ya algo más definido: una especialista en una de las ramas de la filosofía que se da el caso de que ha alcanzado el reconocimiento de sus pares. Cuando falta el apellido, recomiendo las cautelas.
En otras palabras, existen las áreas de especialidad, y un filósofo tiene tantas posibilidades como una bióloga de cubrir con solvencia toda la disciplina –con todo, ¡ay!, ¿cómo no mirar con extrañeza al especialista que pasa toda su vida intelectual dando vueltas en su despacho?; ¿cómo abandonar el ideal platónico de la filosofía como visión de conjunto?–.
Bien es cierto que de cuando en cuando surgen aún figuras que tratan de avanzar hacia el sueño nostálgico del sistema. Puede que en su caso quepa hablar todavía de filósofos a secas, pero lo habitual es que antes de lanzarse hacia sus sistemas fueran ya filósofos de –pasaron lustros, por ejemplo, desde que Bunge comenzó a ser reconocido por el resto de los filósofos de la ciencia hasta que empezó a redactar su Treatise–.
Cuando de lo que se trata es de filósofos (a secas) famosos, lo que he solido encontrar han sido escritores que dividen su tiempo entre la autopromoción y la producción de textos oscuros
Los hay, por cierto, que recorren el camino inverso: después de hacerse famosos como filósofos a secas escriben textos acerca de áreas particulares de la filosofía –los que Markus Gabriel ha publicado recientemente sobre filosofía de la mente dan cuenta de que este camino es mejor recorrerlo en la otra dirección: revuelo en la prensa generalista acompañado de silencio en los círculos especializados–.
Así pues, yo prefiero a los que trabajan en casa, pero ya digo que hablo de una casa bien diferente de la nacional. Cuando falta el apellido, el de, cuando de lo que se trata es de filósofos (a secas) famosos, lo que he solido encontrar han sido –sí, dramatizaré un poco– escritores que dividen su tiempo entre la autopromoción y la producción de textos oscuros. Los ejemplos que escoge Mistral (Zîzêk, Butler, Derrida) son ciertamente elocuentes a este respecto.
Anotemos de pasada que existen razones de peso para la señalada oscuridad. Noam Chomsky las captó muy bien en una sucinta descripción del oficio de estrella del rock de la filosofía francesa: si tu intención es la de acaparar dobles páginas en Le Monde necesitas tener algo excitante que decir cada dos semanas; pero como las investigaciones serias conducen a ideas excitantes una o dos veces al siglo, para seguir en el candelero solo te queda el recurso a las cosas vistosas pero sin demasiado sentido. John Searle le preguntó en una ocasión a Michel Foucault por qué escribía de forma tan oscura si era capaz de hablar con claridad. Foucault, como para confirmar la descripción de Chomsky, le explicó que, para que te tomen en serio en Francia, al menos el 10% de lo que escribes tiene que ser incomprensible. Cuando Searle le preguntó a Pierre Bourdieu qué pensaba de ese porcentaje, éste le confió que se trataba, a su juicio, de una estimación demasiado baja. Quizá todo esto esté muy bien, y probablemente guarde, como intuye Chomsky, una relación directa con la fama de los filósofos famosos, pero cuesta advertir la que cabría entender que guarda con la filosofía –aquello de que “la claridad es la cortesía del filósofo” como melodía de fondo–.
Los que trabajan despacio y meticulosamente en casa –en mi sentido de “casa”– pueden prescindir de la autopromoción, y también de la oscuridad. Si su trabajo es relevante serán leídos –y apreciados– por sus colegas en las principales revistas académicas, que constituyen el medio adecuado para la difusión del conocimiento especializado. El propósito de los hebdomadarios pop, sobra decirlo, es otro.
En este sentido, no sólo prefiero a los que trabajan en casa, sino de hecho a los que se hacen famosos a pesar de sí mismos, a aquellos cuya fama debe atribuirse exclusivamente al valor de sus contribuciones, a los que trabajan de forma brillante y obsesiva, pero ni siquiera hubieran conseguido una plaza como profesor si otros no se hubieran tomado la molestia de procurársela. Casos como el de Frege, Wittgenstein o Gödel nos proporcionan el estereotipo de esta combinación de torpeza mundana, genialidad y obsesión. Con este estereotipo, pinto de negro lo que Mistral pinta de blanco: por el camino –en el mundo real– queda la gama de grises.
Mistral prefiere a “los que lo intentan”, y es evidente que no se refiere a los que intentan, meramente, hacerse famosos, sino a los que tienen el arrojo de exponerse a la crítica, tratando de tener impacto y ser discutidos por las grandes figuras de la disciplina. Pero, ¿qué hay de especial en la filosofía? ¿Resulta digerible la idea de que un físico o un biólogo haya de buscar ese impacto en su comunidad a través de los focos de los grandes medios o, ya puestos, los de YouTube o las redes sociales? Ése es el camino de la fama de los escritores, no el de la relevancia académica. Es normal que un escritor busque lectores por cualquier medio. Los lectores de cualquiera que pretenda hacer un trabajo académico serio deben buscarse en otros sitios: cuando se tiene algo importante que decir, se encuentran con facilidad.
Preguntémonos, pues, si hay algo que debamos desearles a las biólogas en el ámbito de las relaciones públicas. ¿Contamos con algún motivo para pedirles que se promocionen con eficacia como figuras de la cultura pop? La pregunta resulta en sí misma extraña, porque si algo nos cupiera desearles en algún ámbito, en algún sentido análogo al de las relaciones públicas, sería, como indicábamos, relevancia en su comunidad: que logren publicar en las revistas más prestigiosas en sus áreas y alcancen por esa vía el reconocimiento de sus pares –anotemos al margen que nada obliga a sacar de esta manga una carta blanca para hacer la vista gorda con cuanto de objetable efectivamente hay en la industria de las publicaciones académicas: harina de otro costal–.
Podría replicarse que la filosofía es diferente de la biología –o de cualquier otra disciplina– en un nada desdeñable sentido, porque ella habla de las cosas importantes de la vida, las que siempre han preocupado al ser humano, y por eso los filósofos deben dirigirse al público general y tratar de establecer dialogo con él. La réplica trasluciría, no obstante, una concepción ciertamente sui géneris de la filosofía, de las cosas importantes de la vida y del propio ser humano, entre otras cosas porque es obvio que no sólo la filosofía se ocupa de “las cosas importantes de la vida”: hay, sin ir más lejos, un amplio debate en biología en torno al origen de la vida, y es dudoso que el público general lo encuentre menos interesante que las deconstrucciones constructivistas de Zîzêk, Butler o Derrida. Los detalles técnicos del debate en torno al origen de la vida, del mismo modo que los detalles técnicos de la mayoría de las discusiones en cualquier área de la filosofía, son pasto de los especialistas, y si bien es siempre de agradecer el esfuerzo por divulgarlos, no es sencillo trazar vínculos significativos entre ese esfuerzo y la autopromoción como figura de la cultura pop.
Sea como fuere, y volviendo a eso de “las cosas importantes de la vida”, la idea de que es prioritariamente la filosofía la que se ocupa de ellas deprecia la curiosidad humana en lugar de ensalzar la naturaleza de los temas de los que se ocupa la filosofía. El registro histórico da cuenta del interés popular, espontáneo y autodidacta, por esos temas fundamentales de los que se ocupa esta o aquella rama de la filosofía, pero también esta o aquella de las matemáticas, la física, la historia, la economía o la biología. Da asimismo cuenta ese registro de una ingente cantidad de iniciativas de pedagogía, activismo y divulgación: textos como las Matemáticas para los millones, de Hogben; o instituciones como Ciencia para el pueblo, en los Estados Unidos de la era Vietnam (con antecedentes más radicales al otro lado del Atlántico en figuras como las de John D. Bernal o John B. S. Haldane) nos hablan de esa encomiable tarea. Pero no es nada tan encomiable como esto lo que se les pide hoy a nuestros filósofos: de lo que se trata es de que se hagan famosos.
Hay algunos filósofos que son también intelectuales públicos, pero un filósofo no tiene por qué ser un intelectual público, ni mucho menos una figura de la cultura pop
Es más que probable que a peticiones como ésta subyazga la confusión entre intelectual público y filósofo. En la primera categoría cae cualquiera que tenga algo significativo que decir acerca de cuestiones de interés general. En la segunda, especialistas en las diferentes ramas de la filosofía. Hay algunos filósofos que son también intelectuales públicos, pero un filósofo no tiene por qué ser un intelectual público, ni mucho menos una figura de la cultura pop (una estrella del rock de la filosofía).
Cabría, en cualquier caso, aducir una razón por la que las filósofas y filósofos debieran tratar de hacer de sí mismos figuras de la cultura pop: “el ágora es el lugar de la discusión filosófica”. La idea es bonita, pero pretender que algo así como un plebiscito determine la relevancia del trabajo del filósofo tiene tanto sentido como pretender que haga lo propio con el del genetista: se trata de cuestiones que se dirimen en otros lugares. Análogamente, si el filósofo tiene algo que aportar al ágora no será gracias a ninguna clase de conocimiento especial que no esté al alcance de cualquier otro intelectual público o, de hecho, de cualquiera. Los filósofos, en tanto filósofos, tienen más o menos lo mismo que ofrecerle al ágora que los astronautas en tanto astronautas.
La idea de que existen “especialistas” que, en virtud de alguna clase de conocimiento especializado, son “los mejores jueces de los intereses de las mayorías” (Harold Laswell) y deben por tanto orientar la toma de decisiones sociales se encuentra, por extraño que pueda resultar, en el mismo núcleo de las concepciones de la democracia que dominaron el siglo XX, tanto en el “campo socialista” como en el capitalista (el “partido de vanguardia” de Lenin, los “hombres responsables” de Lippmann). El elitismo de esta doctrina aparece de algún modo reflejado en la idea de que el filósofo pueda tener, en tanto filósofo, algo especial que aportar al ágora. No lo tiene, y tampoco, por cierto, el politólogo, la socióloga o el economista. Todos estos reflejos de la doctrina original pierden sustancia ante el hecho de que la historia del pensamiento social no ha producido aún ninguna teoría social –en el sentido estricto de la palabra “teoría”–, y es poco probable que llegue a hacerlo algún día.
Los que yo prefiero no son los que buscan “lectores relevantes”, sino los que hablan de forma inteligible sobre problemas concretos con personas comunes
Cuando se trata de tomar decisiones acerca del mejor modo de construir un determinado cacharro conviene escuchar al especialista, porque la física ofrece a la ingeniería muy buenas orientaciones, basadas en muy buenas teorías. Cuando de lo que se trata es de tomar decisiones en el confuso mundo del ágora, lo que conviene escuchar es la voz de nuestras compañeras y compañeros, mirar de reojo a los “especialistas” y con recelo a las “teorías”, porque, en rigor, insistamos, no las hay: no hay ninguna teoría especializada que sea necesario comprender para luchar por la justicia social, y se despilfarran así demasiadas energías tratando de elaborar “teorías”, particularmente cuando el conato se envuelve en esa prosa incomprensible tan incomprensiblemente en boga durante los últimos cincuenta años –“teorías” y prosas que han contagiado de gestos superfluos a una importante proporción de intelectuales en la “izquierda radical”, entretenidos en la tarea de criticar de nuevo esta o aquella indefinida enormidad metafísica antes que comprometidos con la tarea de tratar de comprender y ayudar a comprender el orden institucional vigente (y, decisivamente hoy, su encaje dentro de los límites biofísicos del sistema Tierra).
Por suerte, una conciencia moral sana es lo único que hace falta para participar de forma cabal en el confuso mundo del ágora. Por desgracia, hay que alimentarla de un bien escaso y purgarla de un veneno abundantísimo: información relevante y propaganda, sc.
Un filósofo “popular” podría ser, pues, un filósofo que es también un intelectual público. Si de eso se trata, los que yo prefiero no son los que buscan “lectores relevantes” (estrellas que les lancen, a su vez, al estrellato), sino los que participan en las actividades de este sindicato o aquel pequeño centro autogestionado, hablando de forma inteligible sobre problemas concretos con “personas comunes”.
La cuestión de la fama, en fin, me parece relevante en sí misma, entre otras cosas porque la medida en la que algunos señores son famosos puede despistar con facilidad a muchos acerca de la medida en que esa fama tiene algo que ver con la medida en la que son o dejan de ser filósofos. Pero volvamos al principio, a esa cuestión nacional que dejábamos aparcada, aunque sólo sea para constatar al paso que todo seguirá marchando razonablemente bien en la filosofía española si el próximo Derrida vuelve a formarse en la Escuela Normal Superior de París para girar poco después por medio mundo mientras el próximo Manuel Sacristán vuelve a nacer en Madrid y a enseñar en la Universidad de Barcelona.
Días atrás, Ramón Mistral daba comienzo a una serie de artículos sobre pensadores españoles con una reseña de
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Asier Arias
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