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Uno. Es curioso y tiene mucho de revelador cómo hay algunas cuestiones que uno desdeña hasta que se las empiezan a formular personas que uno venera. A mí me ocurre a menudo. La penúltima vez –siempre es la penúltima– me sucedió con Liliana Cavani, tan grande como irregular cineasta italiana. En octubre de 2019 recibió el premio a la trayectoria en la Mostra de Valencia y concedió unas cuantas entrevistas. En una de ellas, dijo: “Hoy no sé si podría estrenar Portero de noche”. Cavani se refería a la que es considerada, de forma casi unánime, como su mejor obra, estrenada en 1974. Charlotte Rampling y Dirk Bogarde tienen una relación peculiar: en el pasado, él era un guardia de un campo de concentración nazi y ella era una prisionera en ese mismo campo. Años después, liberada Europa del yugo nazi, se reencuentran en Viena y tienen una relación sádica en la que, sin embargo, se sugiere que hay amor. O algo parecido al amor. O tal vez no. La película es retorcida y lúgubre y la actuación de Rampling es un milagro.
Cavani, al ser preguntada por si creía que la película podría ser estrenada a día de hoy, vino a responder, adornándolo con una elegante –y más bien espuria– duda, que no. Tal vez no es una respuesta del todo insensata.
La gran ironía de nuestra era es que la tan invocada libertad de expresión apenas se usaría en la esfera pública para discutir qué justifica la libertad de expresión
Lo que si acaso tiene algo de insensato es la pregunta que genera esa respuesta. Y lo tiene porque es una pregunta conectada con esa obsesión contemporánea por enjuiciar diacrónica y solemnemente todo. Puede que yo mismo peque de presentismo en lo que diré a continuación, pero de un tiempo a esta parte se ha puesto de moda hacer juicios sumarios comparando épocas y personas de distintas épocas: son nuestros tiempos peores que los de nuestros padres o que los de nuestros abuelos, es LeBron James mejor que Michael Jordan, es esta generación de políticos españoles más mediocre que la que hizo la Transición, son los jóvenes de hoy más victimistas que los de hace cuarenta años, etc. Es insoportable. Lo peor es cuando se intenta justificar ese constante juicio diacrónico diciendo que hacerlo es necesario para tener conciencia histórica de nuestra época. ¡De qué hablan! Tener conciencia histórica es precisamente saber que, en relación con las cosas decisivas, las épocas son inconmensurables, lo cual no quiere decir que no se puedan extraer lecciones del pasado, sólo quiere decir que no se pueden extraer a partir de una comparación que carece de sentido.
Dos. El propósito último de hacer una pregunta cuya respuesta exige un juicio diacrónico es intentar comprender mejor la época desde la que se hace la pregunta, es decir, 2019. Con esto en mente, en lugar de preguntarle a Cavani si se hubiese podido estrenar la película en 2019, se le podría haber preguntado por qué habría querido estrenarla en 2019, qué razones, emociones o ideas la habrían empujado a embarcarse en aquel proyecto en nuestro tiempo.
En cambio, la pregunta acerca de si hubiese podido filmarla alude a un único aspecto de nuestras sociedades que, aunque tiene valor, es poco representativo de las prácticas sociales y morales en 2019: el de cómo afecta la moral prescriptiva de una época a una cineasta ya retirada.
La pregunta acerca de qué sentido habría tenido filmarla ahora es más fecunda porque indaga en un conjunto más amplio de coordenadas sociales, culturales, emocionales y morales de la época (coordenadas que explican, por cierto, qué razones subyacen a la moral prescriptiva de la época).
No es difícil entender de dónde proviene la prevalencia de la pregunta acerca de si hubiese podido filmarla; al fin y al cabo se le está preguntando a Cavani si alguien le está negando el derecho a filmarla. Es decir, se le está preguntando por los derechos a la libertad de expresión y a la libertad artística. Y el lenguaje de los derechos, un poco como ocurre con el juicio diacrónico, lo contamina todo en nuestros debates públicos. De ahí que prevalga esa pregunta sobre cualquier otra.
Se trata de una contaminación nefasta, pero no porque –pobre de mí– yo esté en contra de los derechos a la libertad de expresión y a la libertad artística, sino porque parece que toda discusión política o moral tenga que llevarse a cabo mediante el lenguaje de los derechos, como si no pudiese hablarse en otros términos. La gran ironía de nuestra era, la era de los derechos, es que la tan invocada libertad de expresión apenas se usaría en la esfera pública para discutir qué justifica la libertad de expresión (u otros derechos).
Pero regresemos a Liliana Cavani. Si le preguntáramos qué sentido tendría hacer ahora una película sobre una relación sádica entre una antigua prisionera de un campo de concentración y su guardia en realidad le estaríamos preguntando qué nos dice 1974 acerca de 2019. De este modo, lo que genera distorsión del juicio diacrónico no es lo diacrónico, sino el juicio. No necesitamos comparar el pasado con el presente; necesitamos aprender de él. A pesar de ello, seguimos enzarzados en los juicios diacrónicos sumarios. Y de ahí, de un modo u otro, toda la conversación se termina precipitando, como un alud puntual, hacia la censura.
Tres. En su más amplio sentido, según el filósofo inglés Bernard Williams, la censura es la supresión o regulación por parte del gobierno u otra autoridad de un texto o de otros medios de expresión basadas en su contenido. La autoridad, por cierto, puede referirse a cualquiera de las tres grandes ramas del poder: ejecutivo, legislativo o judicial. Por tanto, la censura se da cuando un artilugio verbal o visual no ve la luz o deja de verla, tal y como fue originalmente concebido, debido a una intervención de la autoridad. Así las cosas, sin autoridad, no hay censura (lo que no quiere decir que cada vez que la autoridad regula un contenido está ejerciendo la censura, como por ejemplo cuando determina que en las escuelas se enseñe la teoría de la evolución; pero esto abre otra discusión distinta en la que no entraré).
La llamada cultura de la cancelación, en sus diferentes expresiones, no es –no puede ser– censura. Lo que busca, si acaso, es que un texto o una película no vean la luz en un determinado medio. Mientras que en la censura se pretende que algo no vea en ningún formato la luz porque es la autoridad política o jurídica la que está actuando o pretende que se actúe, en el otro caso se está diciendo algo distinto: no se quiere que salga en una determinada editorial o en un determinado canal de comunicación. El término “censura” se reserva para determinadas restricciones que puede ejercer la autoridad por una razón de gravedad que no siempre se explicita: la autoridad tiene el monopolio de la fuerza y su capacidad de coerción es o idealmente aspira a ser omnisciente. Por ello, la censura es la más lesiva de las formas de supresión o modificación de contenidos expresados: si no hay vida fuera de aquello que la autoridad permite, entonces una obra censurada simplemente está muerta.
Ridley intenta que un grupo de consumidores altere la oferta de un canal privado al que están suscritos poniendo de manifiesto sus preferencias. Esto no es censura
Cuando hace unos meses se ejerció presión sobre HBO para que descatalogara Lo que el viento se llevó, no se estaba haciendo una petición de prohibición jurídica o coercitiva, sino que el espectador medio de HBO, por llamarlo de alguna forma, estaba diciendo: “aquí, no”; no era una campaña para que Lo que el viento se llevó desapareciera de la faz de la tierra, sólo para que desapareciera (momentáneamente) del catálogo de HBO.
Sin embargo, cuando la Corte Suprema de Justicia de Chile prohibió la exhibición en Chile de La última tentación de Cristo, dirigida por Martin Scorsese en 1987, no estaba diciendo “aquí, en este cine concreto, no”; decían algo cualitativamente mucho más fuerte: “ni aquí ni en cualquier lado donde tengamos jurisdicción”. Más tarde se levantó la censura en Chile de esta película, pero no, al menos no según IMDB, en Singapur o Filipinas, donde –para mi sorpresa– al parecer sigue oficialmente prohibida. La diferencia entre el caso de Lo que el viento se llevó y el de La última tentación de Cristo es palmaria: en el segundo la coerción centralizada está en marcha y en el primero, no.
Nada de esto impugna que pueda haber, entre los partidarios de la llamada cultura de la cancelación y alrededores, algunas mentalidades censoras, por llamarlas de alguna manera. Pero la censura no es una cuestión de mentalidad personal sino de cómo se comportan los órganos que tienen la capacidad coercitiva propia de la autoridad jurídica. Quienes acusan a los partidarios de la cultura de la cancelación de ejercer la censura caen en una especie de malentendido cada vez más frecuente a la hora de entender el liberalismo político: creen que lo más importante y prioritario es que los ciudadanos sean liberales, cuando lo más importante es que las autoridades lo sean. Un Estado es liberal si lo es su forma de gobierno, no si lo es el conjunto de su ciudadanía (aunque es complicado que haya un Estado liberal sin que una parte sustancial de su ciudadanía haya sido liberal al menos en sus momentos de fundación o refundación). De hecho, una de las razones por las que se quiere que una autoridad política sea liberal es porque se sabe que existen personas y grupos iliberales. Si el conjunto de ciudadanos fuera liberal, desaparecería una razón no ya para que la autoridad fuera liberal sino, probablemente, para que existieran las autoridades políticas tal y como las concebimos desde Hobbes.
Sin embargo, muy rara vez los argumentos de la cultura de la cancelación son iliberales en el sentido relevante, es decir, casi nunca piden que las autoridades sean iliberales. El impulso inicial para descatalogar Lo que el viento se llevó de HBO, sin ir más lejos, fue una tribuna de opinión del guionista John Ridley en Los Angeles Times cuyo inicio es revelador: Ridley elige presentarse a sí mismo como un “suscriptor de HBO”. Qué aburrimiento político y qué absoluta falta de glamour revolucionario: ¡un pinche suscriptor! No se trata de un suscriptor cualquiera, porque Ridley es el guionista de la excelente 12 years a Slave escribiendo una tribuna en Los Angeles Times. Pero al fin y al cabo es únicamente un suscriptor que ha entendido cómo funciona el mercado dentro de un determinado segmento sociocultural. Ridley intenta que la petición de un grupo de consumidores altere la oferta de un canal privado al que están suscritos poniendo públicamente de manifiesto cuáles son sus preferencias. Esto no es censura. Esto es ni más ni menos que un grupo de personas que entiende cómo funciona –para bien y para mal– la ley de la oferta y la demanda.
El mercado sólo contabiliza preferencias de su público y no le molesta que éste sea o no moralista
No importa que las razones por las que se quiera descatalogar esa película sean, por hipótesis, razones morales, porque al mercado no le interesa la naturaleza de las preferencias: el mercado no diferencia entre preferencias basadas en razones morales y preferencias no basadas en razones morales. El mercado sólo contabiliza preferencias de su público y no le molesta que éste sea o no moralista. Tampoco importa demasiado que se trate de una petición pública que inicia un personaje relativamente conocido (digo “relativamente” siendo generoso: ¿cuántos de ustedes sabían quién era Ridley?) porque en principio es irrelevante, a ojos del mercado, la cadena causal que lleva a que el consumidor tenga esas preferencias y no otras distintas. Como diría el archiconocido partidario de la cultura de la cancelación y exministro de Economía del PP Rodrigo Rato: “¡Es el mercado, amigo!”. Y si a uno no le gusta que HBO descatalogue Lo que el viento se llevó sobre la base de las preferencias de sus espectadores tal vez es porque a lo mejor no le gusta, como idea general, dejar en manos del mercado absolutamente todo.
Por lo demás, que en este caso particular no había nada iliberal, ni muchísimo menos cercano a la censura, queda claro cuando en el artículo Ridley dice: “No creo que Lo que el viento se llevó deba ser relegada a un almacén en Burbank. Sólo pediría que, después de que haya pasasdo una cantidad respetable de tiempo, la película fuera reintroducida en la plataforma HBO Max junto con otras películas que ofrezcan una imagen más amplia y completa de lo que realmente fueron la esclavitud y el bando confederado”. Como mentalidad censora, la de Ridley es, admitámoslo, un fracaso; más bien su mente funciona como la de un liberal, uno, eso sí, perteneciente a una minoría oprimida y consciente de cómo algunas representaciones artísticas de esa minoría son y siempre fueron lacerantes.
Lo importante, en fin, es que hay una diferencia cualitativa entre la censura y lo otro, para lo que no tenemos nombre y tal vez sería bueno encontrar uno. El “aquí, no” tal vez involucra en ocasiones alguna forma de perfeccionismo moral, en otras ocasiones el “aquí, no” puede ser incluso una desquiciada implantación horizontal de la dialéctica amigo-enemigo. Y puede ser varias otras cosas igualmente poco persuasivas. Pero todas preservan generalmente la dimensión liberal de la libertad de expresión al no buscar erigirse en autoridad política o jurídica, es decir, al no buscar ocupar el espacio ni la participación de quien ostenta, monopoliza y centraliza la capacidad de coerción.
Se podrá discutir la idoneidad del “aquí, no” como estrategia política orientada a la emancipación estructural –y no sólo circunstancial– de los grupos radicalmente desaventajados que se apoyan en ella. Se podrá también poner encima de la mesa, como decía Judith Butler recientemente en una entrevista, que la cultura de la cancelación hace más difícil que a la persona a la que se le está diciendo “aquí, no” modifique o enriquezca su punto de vista a raíz del (supuesto) diálogo que se iniciaría con el lector o espectador si fuera un “aquí, sí”. Todas estas cosas pueden y deben ser objeto de debate. Pero lo que quiero sugerir aquí no trata de esto, sino de no violentar la conciencia de palabras –como “censura”– que cuando son introducidas de forma injustificada en una conversación tienden a degradarla de forma quizás irreversible. Por más que el juicio diacrónico y el omnipresente lenguaje de los derechos induzcan a la confusión, al menos una cosa deberíamos preservar clara: la censura la ejerce la autoridad.
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Post Scriptum: Unos meses después de haber escrito este texto, el rapero Pablo Hasél fue condenado por enaltecimiento del terrorismo e injurias a la monarquía y a las instituciones del Estado sobre la base de unas docenas de tuits y una canción. De no haber tenido antecedentes penales, posiblemente se habría librado de la cárcel. Esos antecedentes, sin embargo, son irrelevantes para lo que quiero decir aquí. Es una cuestión controvertida y ampliamente discutida la de cuándo debería estar limitada la libertad de expresión (tan controvertida que incluso hay personas que sostienen que se trata de una libertad absoluta). Sea como sea, me parece claro que los tuits y la canción de Hasél deberían estar amparados por la libertad de expresión en el contexto de una democracia liberal. Pero no lo estuvieron. A mi juicio, esta condena de Hasél constituye un ejemplo de una de las ideas centrales del texto: si acaso, la censura la ejerce la autoridad.
Uno. Es curioso y tiene mucho de revelador cómo hay algunas cuestiones que uno desdeña hasta que se las empiezan a formular personas que uno venera. A mí me ocurre a menudo. La penúltima vez –siempre es la penúltima– me sucedió con Liliana Cavani, tan grande como irregular cineasta italiana. En octubre...
Autor >
Pau Luque
Es ensayista e investigador en Filosofía del Derecho en el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
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