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Por una sola vez y sin que sirva de precedente, el refranero popular, la voz de la experiencia, tiene toda la razón. Como no se entiende nadie es gritando, insultando y metiendo en la cárcel a nuestros interlocutores. El diálogo presupone racionalidad, buena voluntad, esperanza de acuerdo y respeto por el contrario. El desprecio y la bilis son malos consejeros para allanar el camino y para llegar a un entendimiento. La política es el arte de lo posible y no hay ninguna razón que nos impida creer en los milagros. ¿Quién nos iba a decir que después de cuarenta años de una dictadura feroz y envenenada, aceptada pasivamente por una gran mayoría, iba a instaurarse, por consenso entre los enemigos, una democracia en España, lastrada por una larga herencia de crímenes y vergonzosas claudicaciones y colaboraciones, por acción u omisión? El tema catalán, la cuestión catalana, o, mejor dicho, el problema catalán (y no se olvide que los verdaderos problemas, contra la creencia escolar, son los que no tienen solución), enconado durante siglos, movido desde todas las ópticas y todos los regímenes, salido de cuando en cuando a la luz, como el río Guadiana, y manifiesto con distintos grados de intensidad y, por supuesto, con sus mártires y sus profetas, probablemente, en nuestras circunstancias actuales, no tenga ninguna salida viable, consensuada y compartida. Sin olvidar que un cambio de circunstancias, como un movimiento sísmico, pueda alumbrar un clima de concordia y de paz, que no satisfaga a nadie. Las cosas están claras y las posiciones bien definidas. Como en todo debate, en el que intervengan a partes iguales la razón y el sentimiento, no hay manera de entenderse, pues, como decía Unamuno, y lo repito una vez más, siente el pensamiento y piensa el sentimiento. Como dos ciegos, disputándose el mismo camino, con su argumentación cruzada entre el cerebro y el corazón. Lo dije hace unos meses y lo vuelvo a repetir. No es que los contrincantes estén equivocados, es que tienen la misma razón y el mismo sentimiento. Y no hay quien los convenza. No hay ni buenos ni malos. Ni progresistas, ni conservadores. La vieja dialéctica, aquí no tiene lugar. Los usos instaurados aquí no funcionan, cualquier rendición arrastrará un gran número de rebeldes, un ejército de frustrados, por ambas partes. Es el verdadero nudo gordiano, de la leyenda, que Sánchez, con su mejor voluntad (solo los maliciosos, pueden ponerlo en duda), ha intentado cortar por lo sano. Pero ni la bendición de los obispos, desde la moral católica, que no parece convencer a la acérrima oposición de la derecha tradicional, ni la opinión favorable de los empresarios, con matices, desde los postulados económicos, tan determinantes, a favor de los indultos, han servido para nada. Las líneas rojas no se han movido ni un milímetro. Como en los viejos usos académicos y la recuperación en los exámenes de septiembre de los estudiantes suspendidos, habrá que esperar que pase el verano para salir del atolladero y empezar un nuevo curso, con un optimismo renovado. También la irracionalidad del franquismo y sus sentimientos revanchistas acabaron por irse a freír gárgaras. Por muy negro que se vea el futuro de las relaciones de Cataluña con el resto de España, siempre habrá un resquicio para el optimismo, con algo que transijan, unos y otros, en unas concesiones mínimas, lejos de los absolutismos totales. ¿Quién le ha dicho a Pablo Casado que la República Española fue una democracia sin ley? El paralelismo no puede estar más claro. Los indultos son absolutamente legales. Negarlo es ir contra la Ley.
Por una sola vez y sin que sirva de precedente, el refranero popular, la voz de la experiencia, tiene toda la razón. Como no se entiende nadie es gritando, insultando y metiendo en la cárcel a nuestros interlocutores. El diálogo presupone racionalidad, buena voluntad, esperanza de acuerdo y respeto por...
Autor >
Luciano G. Egido
Es escritor y periodista. Autor de numerosas novelas y ensayos por los que ha obtenido diversos premios.
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