De vida beata (II)
Españas
Podríamos llamar a la forma futura de nuestro Estado la República de las Españas. La gente tardaría un poco en acostumbrarse, cierto, pero todo es poner una consonante y pasar del singular al plural
Elizabeth Duval 21/07/2021
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En una de tantas playas de La Manga del Mar Menor, lugar dejado de la mano de Dios, Miami de la Unión Soviética en miniatura, edificación ultraturística que podría narrar un Chirbes metido de farlopa, helio y gas de la risa, todo junto, me puse a leer –lecturas ligeras, veraniegas, de estío– un ensayo de José Luis Villacañas, Historia del poder político en España. La anécdota con la que abre me fascinó particularmente. Cito al autor, que cuenta una leyenda cuyo origen fecha, más o menos, en 1243, de la mano del arzobispo de Toledo: “Al parecer, existía en la ciudad del Tajo un palacio encantado que se mantenía cerrado con fuertes cadenas y candados. Nadie podía entrar en él, pues cuando la puerta fuera abierta, España sería destruida. No hay más noticias acerca de por qué esto es así”.
Siento mucha desconexión con aquellos que de tanto ser llamados la Antiespaña han acabado por creérselo. Otro día en La Manga del Mar Menor, ligeramente bebida, sobre las dos de la mañana, me puse una banderita española en la biografía de mi perfil de Twitter; estábamos conversando sobre si Leonor alguna vez sería reina, proyectos de republicanismos futuros, España como herida o España como deuda, los vínculos con la ciudad o cualquier parte: nada de lo que no hayan hablado antes cincuenta millones de grupos de estudiantes de posgrado españoles en casas al borde de la playa sobre las dos de la mañana. Yo comenté, ay, un sentimiento, del cual me avergonzaba y me avergonzaba mucho, porque me parecía excesivamente castizo, demasiado español, incluso a ojos de algunos sospechosamente nacionalista; comenté cómo, días atrás, de visita en Palma con motivo de su feria del libro, le dije a mi pareja que yo era incapaz de sentirme turista recorriendo las Españas, porque sentía algo por dentro que me decía que todo esto era mío, ¡que también era mi casa! Quiero aclarar, no vaya a ser, que este sentimiento es radicalmente distinto del que llevaría a alguien a desear ver a muchos catalanes aporreados por querer meter votos en urnas, tengan estas el efecto que tengan.
¿Era también España mi patria, mi casa, mi hogar? Quizás es fácil decirlo cuando vives en otro país. Habrá quien me señale, no sin razón, que estoy pontificando sobre lo mucho que me gusta el sitio donde nací –aunque no concretamente Alcalá de Henares, que será una ciudad muy bonita, pero está llena de fascistas, sin exagerar– desde la capital parisina, que poco se le parece, y a la cual los madrileños de bien desprecian por encima incluso de Inglaterra. Yo, traidora a mi patria por vivir en otro sitio, me perdono a mí misma todos los pecados, y también se los perdono a los demás. Madrid y París no son centrifugadoras tan distintas; comparten, además, una característica común fundamental: ni España es Madrid, ni Francia es París. ¡Y qué suerte que así sea!
He buscado la palabra España en los tweets de las personas a quienes sigo, sospechas de ser islamoizquierdistas, posmodernos, izquierda caniche y otras cosas; aparece con más frecuencia que el sintagma Estado español, que está vinculado a un sector concreto y unas personas muy concretas e incluso unos territorios muy concretos. Me da la impresión de que cuando políticamente se ha dicho de España que es “una nación de naciones” se ha prestado más atención a la segunda parte que a la primera, como si ser compuesta condenara a una nación a no ser nación, sino nacioncita, nacioncilla o nacioncica, con todas sus variantes. Se me ocurre, como solución jocosa, que podríamos llamar a la forma futura de nuestro Estado de la siguiente manera: la República de las Españas. La gente tardaría un poco en acostumbrarse, cierto, y es verdad que hay quienes aún no se han acostumbrado del todo a la muerte de Franco, también, pero todo es poner una consonante y pasar del singular al plural. Así, además, nadie podría arrogársela: Ayuso tendría que dejar de decir que Madrid es España dentro de España, porque declarar Madrid como una de las Españas ya no sería algo ridículo, sino una cosa más o menos obvia; en igualdad y concurrencia con el resto, sin superioridad ni torres de marfil construidas en base a la extracción de recursos y los pagos en B.
Todo esto va un poco en broma, sí, pero otro tanto no, porque existe una juventud de izquierdas –que no necesariamente madrileña, ni sale de la Complutense, ni…– que quiere tener algo así como una patria, pero también aspira a que aquello que le pongan delante no sea un aguilucho o una patraña para colar el odio a los demás. Quizá hay que entrar en el palacio y romper sus cadenas: será la única manera de que algo deje de dolernos. No hay más noticias acerca de por qué esto es así.
En una de tantas playas de La Manga del Mar Menor, lugar dejado de la mano de Dios, Miami de la Unión Soviética en miniatura, edificación ultraturística que podría narrar un Chirbes metido de farlopa, helio y gas de la risa, todo junto, me puse a leer –lecturas ligeras, veraniegas, de estío– un ensayo de José...
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Elizabeth Duval
Es escritora. Vive en París y su última novela es 'Madrid será la tumba'.
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