De vida beata (IV)
Dios
Convertida en una sucia relativista, ya ni siquiera me nombro atea, sino agnóstica, y eso las veces que directamente no me reivindico católica, aunque no haya tenido contacto alguno con dios, más allá de las veces que puede que sí
Elizabeth Duval 4/08/2021
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No sé si alguna vez –en el pasado– fui católica. Mis padres no me bautizaron, al no haber sido nunca excesivamente practicantes; no pasé tampoco por ritos como la comunión, ni las ceremonias de las grandes familias de derechas, tan encantadoras. Pero sí que fui, confesión, a centros educativos católicos, y estuve en la asignatura de Religión, y se me daba muy bien; no me sirvió para nada que no fuera devenir una atea militante, en cruzada contra las maldiciones y fantasmas de la religión, empuñando la espada de la razón contra mis enemigos. A los diez años, ante mi profesor, siendo yo ya bastante repelente, conté que había descubierto el DETERMINISMO –y lo resalto en mayúsculas porque para mí fue muy importante–, y poco tiempo después dije a mi abuela y a mi madre que yo era ATEA, y que la existencia de Dios era lógicamente imposible por unas cuantas razones lógicas fundamentales, cuyos argumentos planteé sin que me hicieran mucho caso más allá de preguntarse qué coño estaba yo diciendo y por qué me importaba tanto toda la movida. Mi ateísmo militante me llevó lejos, muy lejos, y un buen día quemé una Biblia que nos habían dado en el cole, pequeñita y negra. Pido perdón desde aquí y juro que no he vuelto a quemar más libros.
Pero me encantaba cómo cantaba el coro en misa, y me fascinaban las iglesias y su parafernalia, todos los dorados, el brillo y el mundo; descubriría después que estaba enamorada de formas católicas. Sustituí todo el sustrato de religión católica que tan importante había sido, era y sigue siendo por un nuevo dios, mi Dios de la razón, y de él me convertí en fanática semejante a lo que habría sido de tener algún tipo de fe. Cuando la razón atea no fue suficiente, menos mal, busqué un tercer dios, en un desarrollo bastante común manque prematuro, y tuve una fase marxista-leninista. Acabó cuando leí a Gramsci, y quedó del todo aniquilada cuando me transformé en una posmoderna, lo cual es probablemente de las mejores cosas que me han pasado en la vida. Convertida en una sucia relativista, ahora ya ni siquiera me nombro atea, sino agnóstica, y eso las veces que directamente no me reivindico católica, aunque no haya tenido contacto alguno con dios, más allá de las veces que puede que sí, pero que creo que son solo sugestiones mentales. ¡Toma ya!
Creo que hay que hacer entrismo, como los trotskistas —algunas veces también me han hablado de la técnica del castor, pero creo que eso no puede extrapolarse de corrientes marxistas a parroquias—, en las bases católicas, porque hay que liberar las energías del verdadero catolicismo, que prefigura muchas cosas buenas que estaban en mi tercer Dios —mayúscula elegida, voluntaria, porque son todos lo mismo—, el marxista. Una vez, en uno de estos debates de Gen Playz, me tocó desde la pantallita entablar discusión con un pavo “católico” de la derechita neoliberal, y yo me reivindiqué con gusto como la más católica de todos los presentes, porque no iba a dejar a un friki larpero robarme una herencia cultural que hoy en día puede representar —potencialmente, para algunos sectores, y sólo si se gestionan bien las cosas— ideales como la justicia social o la solidaridad. ¿Nos hemos olvidado de la expulsión de los mercaderes? Yo, si eres turbocapitalista, te expulso de mi Iglesia, sin más miramientos.
Desconfío de todo vocabulario inmóvil y dogmático, de las sentencias firmes, de las verdades claras y absolutas; creo, no obstante, que necesitamos como faros ciertas ideas para que nos iluminen el camino, para que aporten humanamente direcciones. Dios es una bella imagen de esta luz, de ciertas esencias o ideales que sí que hay que perseguir, aunque el foco lo pongamos en el día a día. Iris Murdoch, con su jueguito de palabras sobre good and God, da para mí en el clavo: la necesidad, en nuestras sociedades secularizadas, de soles que iluminen con la misma intensidad; más soles sin fin, más soles infinitos, más luces, caminos y horizontes.
No sé cuánta diferencia hay entre creer en algo de verdad, irracionalmente, por amor, en un arrebato, y vivir sin darse cuenta como si en ello se creyera, integrándolo a tu vocabulario, haciendo que la superstición forme parte de tu léxico. Un amigo me la regaló y yo con ella sigo: llevo siempre en el monedero una estampita de un papa —permito a cada uno especular sobre qué papa es el papa en cuestión—, tengo en casa una vela del Sagrado Corazón, llevaría encantada una cruz como collar si me regalaran tal cosa. Los seres humanos necesitamos símbolos a los cuales agarrarnos; yo, que he sido vilipendiada y martirizada por quienes se aferran a este mismo que yo amo, que he sido expulsada de un centro educativo católico por simplemente ser quien era, que no sé si hoy podría ni siquiera bautizarme, elijo pensar que soy más católica que todos los que del catolicismo se han apropiado, y por ende más justa, más igualitaria, más de izquierdas. Y ahora, venga, vamos: aquí, cuando firmo estas líneas, hace mucho sol, es domingo, toca paella y un poquito de vino; ¡viva el goce de las religiones!
No sé si alguna vez –en el pasado– fui católica. Mis padres no me bautizaron, al no haber sido nunca excesivamente practicantes; no pasé tampoco por ritos como la comunión, ni las ceremonias de las grandes familias de derechas, tan encantadoras. Pero sí que fui, confesión, a centros educativos católicos, y estuve...
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Elizabeth Duval
Es escritora. Vive en París y su última novela es 'Madrid será la tumba'.
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