De vida beata (III)
Orden
Menos mal que hay un Estado que nos vacuna y nos hace mostrar códigos QR bastante ridículos y un poco inútiles, y que de vez en cuando se inventa restricciones arbitrarias: prefiero ser un corderito que ama sus cadenas a ser un gilipollas criptofriki
Elizabeth Duval 28/07/2021
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Hay algunos temas de mis cartas de verano que se van repitiendo una y otra vez. Sucede así porque creo que, cuando hablamos de política, lo que hacemos es hablar muchas veces, con matices y variaciones, de unas cuantas cosas fundamentales: el ajedrez tiene pocas piezas, pero una cantidad inconcebible de partidas; algo parecido debe suceder con lo político. Pienso en cómo no repetirme al hablar de desconexiones, llantos y contradicciones; contemplo desde un avioncito –mal, fatal, pero eso ya lo veremos– las nubes. Llevo el cinturón de seguridad, aunque su única utilidad sea identificar los cadáveres después de un accidente aéreo. Nunca escucho lo que dicen los asistentes de vuelo sobre cómo colocarse la máscara de oxígeno o las piruetas que debe una hacer al saltar por el trampolín, pero sí que guardo un mínimo de decoro y respeto por la seguridad, la Ley –en mayúsculas: la Ley, la Ley, la Ley–, el orden.
Me pregunto si lo que hay es un conflicto entre antiguos y modernos sobre la cuestión de gestionar o bien el camino a lo ideal o bien el mientras tanto de lo real –pienso en Strauss–, igual que el 15M, como dicen los libros –porque yo ahí no estuve, ¿he de repetirlo una vez más?–, tenía separadas una asamblea de política “a corto plazo” y otra “a largo plazo”. El argumento suele tener siempre la misma forma: examinamos lo inaceptable que nos resulta una acción concreta –que puede ser perfectamente producto de causas estructurales– por parte de una cosa y, en consecuencia, negamos que esa cosa, estructura o cuerpo tenga derecho a existir, al haber infringido una ley moral supuestamente universal, convirtiéndose así en movida inmoral, cosa chunga, problema problemático. Así, a bote pronto, podemos pedir el cierre de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, de algún que otro ministerio, del Estado en sí mismo si nos apuran, del KFC o del bar de abajo: ¡que lo cierren todo!
El problema de algunos de estos acercamientos es que insisten todo el rato en cómo lo que tenemos ahora es inaceptable, pero sin ofrecer un modelo o propuesta que pueda instruir a los demás en cuanto a la alternativa capaz de cumplir con las funciones que tan eficiente o deplorablemente cumplía nuestro cuerpo, estructura o cosa, hoy cancelado. No son buenos tiempos para ironistas. Me recuerda a mis primeros desencantos adolescentes con el marxismo, provocados por aquel momento agridulce en el cual me di cuenta de que no había buenas definiciones sobre cuál sería realmente la distinción entre el Estado o “gobierno de las personas” (que, como ya sabemos, ha de disolverse tarde o temprano, porque así lo dice la Biblia) y el “gobierno de las cosas” propuesto para sustituirlo. Luego supuse que había buena parte de ideas importadas, que tenían más que ver con dios y la ciudad santa y lo terrenal que con los desarrollos capitalistas, pero antes de estudiar teología medieval supuse, y me resultó decepcionante, muy, muy profundamente decepcionante, que la distinción entre un gobierno y el otro era una distinción nominal, de nomenclatura, tal y como sería la distinción entre el cuerpo de la policía y las patrullitas que nos diéramos democráticamente entre todos, como si la disolución de la policía fuera a resolver algún problema de violencia y racismo estructural que solo puede atajarse con muchas dificultades.
Justo antes de meterme en el avión he visto un vídeo terrorífico, un corto de miedo, una cosa horrenda, abominable, Piqueras diría que dantesca: resulta que don Spike Lee ha hecho un anuncio sobre criptomonedas, bitcoin, que es una cosa loquísima, porque te vende que el dinero viejo es una bota que amenaza con pisar el cuello de los oprimidos, mujeres, negros, mariquitas, trans, drag queens, de todo un poco, pero que el dinero nuevo y novísimo está chulísimo, nos encanta –aunque no tenga valor–, nos fascina –aunque haga mucho más fácil el fraude y la evasión fiscal–, nos deleita –aunque el 70% de sus usuarios sean hombres, y blancos–, es lo más in porque no tiene regulaciones, porque viene desde abajo –mentirijilla–, ¡porque libera! Esta distopía aceleracionista ultraliberal me ha mareado y mi primer impulso, poco antes del despegue, ha sido declarar por Twitter que bueno, que en fin, que viva el Estado, y vivan las regulaciones, y casi que un poco que viva el orden y que viva la ley, y también los derechos civiles y las conjunciones copulativas.
Yo quiero vivir una vida segura, es decir, una vida en la cual mis condiciones más básicas de existencia estén aseguradas, lo que a lo mejor implica mecanismos como la renta básica universal; también quiero que sea ordenada, y tragaré con un poco de burocracia si esto es necesario, y que sea justa, porque quien ama a la patria ama la igualdad –esto lo decía Robespierre–; sólo adoro el caos por las noches, y quien lo adora durante el día me da tanto miedo como los estafadores de las criptomonedas que pueblan mis pesadillas durante este vuelo. Menos mal que hay un Estado que nos vacuna y nos hace mostrar códigos QR bastante ridículos y un poco inútiles, y que de vez en cuando se inventa restricciones arbitrarias: prefiero mil veces ser un corderito que ama sus cadenas a ser un gilipollas criptofriki. España bien, el Rey es prescindible; el orden y la ley, como decía la más grande, se pueden tener y consumir, como todo en esta vida, pero con método.
Hay algunos temas de mis cartas de verano que se van repitiendo una y otra vez. Sucede así porque creo que, cuando hablamos de política, lo que hacemos es hablar muchas veces, con matices y variaciones, de unas cuantas cosas fundamentales: el ajedrez tiene pocas piezas, pero una cantidad inconcebible de partidas;...
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Elizabeth Duval
Es escritora. Vive en París y su última novela es 'Madrid será la tumba'.
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