De vida beata (V)
Conservar
Si la izquierda quiere tener un futuro, o más debates ombliguistas, ha de convertirse en una fuerza conservadora. Los que en esto vean un ataque contra el relativismo posmodernista no se enteran de la misa la media
Elizabeth Duval 11/08/2021
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Este cuadernito de verano se acerca a su fin. Lo que me propuse era disertar libremente sobre algunos conceptos que guardan cierta vinculación con la derecha política, sea una vinculación más reciente o más antigua, para destapar cómo muchos de ellos –los derechistas– son forofos, idealistas, carcamales, que no defienden bien ni sus propias movidas, y cómo mi izquierda –la izquierda en la que yo creo– tendría que hacer una defensa chula y sosegada de cosas como la libertad, las Españas, el orden o dios (aunque esto último podamos sustituirlo por, qué sé yo, el Bien, o la justicia social, y conformarnos con que respete la diversidad de religiones; tampoco vamos a renunciar al Estado laico, ¿no?). Espero haberlo conseguido, aunque confieso que las olas me distraen, y la política es un baile tan complejo y tan triste, a veces tan mediocre, que solo encuentro refugio en rinconcitos de un Mediterráneo masificado y vendido a los turistas, cortado en rodajitas de playas. Y miro la orilla, los edificios y las olas otra vez, y me digo: ¡todo esto se va a acabar!
Me monto en otro avión. No porque lo haya elegido yo, sino porque es la única opción que me plantean para ir desde París a un trabajo o asunto laboral en España, esta vez en Madrid. Y todos estos aviones que vuelan me parecen horripilantes, así como estar yo sometida a este ritmo vital; de privilegiada, sí, pero también de pelota de ping pong entre dos países, lanzada constantemente de un lado a otro de los Pirineos, currando en cosas cuyos resultados no ingresaré hasta dentro de tres meses. Pienso en todo el mar que estoy destruyendo… ¡y vuelve la culpa! Así empezábamos: hay quien tiene en su corazón una dicotomía católica de la cual no logra desprenderse.
Me monto en un avión más y me muero de la vergüenza. Acabo pensando que ya no es cosa de la vida cotidiana, sino que nada de esto, en general, es sostenible. Valoro renunciar. Quedarme en casa, en mi barrio de París, con mis gatos, mi pareja y mis plantas; cocinar o versionar en otro sitio a Gil de Biedma, “no tener casi memoria” y solo deudas, vivir en un país entre dos guerras civiles, ni escribir ni leer, “entre las ruinas de mi inteligencia”. ¿Y acaso podría hacer algo de todo esto? ¿Hay algo en mis palabras que no sea la culpa pequeñoburguesa de quien se va de vacaciones sabiendo perfectamente que no quedan tantas, de quien a veces olvida lo necesario que es el reciclaje, de quien ha asumido ya una visión demasiado catastrofista de las cosas, del mundo, del apocalipsis? Ni siquiera apocalíptico: el apocalipsis es una noción positiva, porque después viene la ciudad de dios. Peor aún: tras la catástrofe, que barre con todo, no hay recuerdo. ¡Luz, fuego, destrucción! ¡El mundo puede ser una ruina!
Los lectores más instruidos conocerán la separación entre lo sublime matemático y lo sublime dinámico: por un lado, lo absolutamente grande, aquello que está más allá de toda comparación, sin medida posible; por el otro, la fuerza pura, la naturaleza concebida como fuerza, la imaginación sintiéndose superada. A todos nos pasa algo un poco así en lo que a la catástrofe climática respecta; el único problema es que hemos convertido a nuestro mundo, el de las personas humanas, en algo parecido a lo sublime dinámico, un motor de fuerza pura capaz de arrastrarlo todo. Es a través de esta operación que se ha logrado instalar la idea de que parar el tren es imposible, de que no hay marcha atrás ni botón de stop. Hemos creído que la humanidad es una fuerza de la naturaleza que no puede decidir sobre sí misma.
Si la izquierda quiere tener un futuro, o si quiere más cuadernos de veranito, más Aperol o más debates ombliguistas, lo más radical e inmediato que ha de hacer es convertirse en una fuerza ella misma, pero una fuerza conservadora: como he mencionado en otras ocasiones, aquel otro vector de movimiento que arrastre en la decisión opuesta, que intente conservar los lazos sociales y afectivos y también los lazos con nuestro planeta antes de que todo lo que nos queda de sólido acabe por desintegrarse. Los que en esto vean un ataque contra el relativismo posmodernista no se han enterado de la misa la media: estoy hablando de la crisis climática, cenutrios, ¡no de pajas mentales sobre la realidad material y vuestra abominable interpretación de filósofos franceses! Hemos de conservar el mundo que nos queda: ya es mala suerte, tener que repetir la frase de Camus sobre las misiones de cada generación, pero es bien cierto que algo en el mundo se deshace, se disipa; nuestra reacción ante este deshacerse marcará el rumbo de la historia.
O no. No seremos tan importantes, casi ni seremos. Firmaremos cuadernitos de vida beata como quien firma botellas que van al mar. Asumiendo las imperfecciones, iremos preparando ya –tan jóvenes, jovencísimas– nuestros epitafios, y dejaremos algunas palabras por escrito: quiso lo mejor del mundo y lo mejor para el mundo. Si el sol de verano continúa existiendo, aunque sea a 47 grados, consigamos que no nos engulla a todos. Au revoir!
Este cuadernito de verano se acerca a su fin. Lo que me propuse era disertar libremente sobre algunos conceptos que guardan cierta vinculación con la derecha política, sea una vinculación más reciente o más antigua, para destapar cómo muchos de ellos –los derechistas– son forofos, idealistas, carcamales, que no...
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Elizabeth Duval
Es escritora. Vive en París y su última novela es 'Madrid será la tumba'.
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