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El vampiro está codificado en el folclore y la ficción. Es decir, no es una mentira. Para que algo sea cierto –cierto según el folclore y la ficción o, incluso, cierto a secas– antes han tenido que producirse cientos, miles, millones de gotas de verdad atravesando un techo en esa dirección, hasta calarlo y formar una humedad. Esa humedad no es más que una pequeña verdad. En general, no suele haber otras. Estas líneas son, en ese sentido, solo unas gotas, que explican una humedad: los vampiros y, posiblemente, todo lo que sé de los vampiros. Sé que no pueden entrar en tu casa. La tradición y, luego, la ficción, fija que, para ello, deben ser invitados a ella. Esa formalidad es obligada y radical. Al punto que, en el quicio de tu puerta, y aunque tus gestos sugieran la invitación, la invitación debe ser formulada explícitamente y con palabras como ‘ven’, ‘entra’, o ‘puedes pasar’. Un vampiro, en fin, no puede atravesar tu puerta sin tu permiso. Para remarcar esa regla absoluta, el folclore y la ficción explican lo que pasa cuando el vampiro la viola. En ocasiones el vampiro arde. En otras, la penalización, sin dejar de ser violenta, supone otra graduación de la brutalidad. El vampiro suda y ese sudor, en breve, pasa a ser su propia sangre. La sangre de todas sus víctimas, su pasado, sus recuerdos. En su estertor, copado por el dolor, el vampiro se abandona a la calma resignada de la herida abierta, y muere. La sensación es que tendría que resultar sencillo, por tanto, reconocer a un vampiro. Es una persona dolorida, envuelta en sangre, que ha accedido a donde no debe. Pero no es tan simple. Si pensamos que, en todas estas codificaciones, la sangre no es más que una redundancia del mismísimo dolor, todo se complica. Puedes ver, de hecho, a dos personas, en la misma habitación, doloridas, es decir, ensangrentadas. En ese momento no solo no está claro quién es el vampiro, sino tampoco, y menos aún, quién no lo es.
Una sirena, un cíclope, un vampiro, son objetos depurados. Para llegar a ellos se tuvo que depurar un mar entero de miles de años, de manera que ese mar desordenado cupiera en un vaso, y que ese vaso tuviera sabor y sentido. En el caso del vampiro –ese ser que traspasa la puerta y se retuerce de dolor al no haber recibido las palabras precisas, o ese ser que, autorizado, cruza la puerta y crea el dolor–, el mar es profundo y tormentoso. Tanto como las palabras ‘ven’ o ‘entra’, sin duda las mejores jamás pronunciadas. El mito no alude a una mentira. Alude a permitir la entrada, y a un riesgo que no es la invitación o su aceptación: acceder a la intimidad, ese punto tan próximo y único en el que se puede morder o ser mordido. Es el dolor y la sangre que pueden impregnarlo todo, tanto que, en esa tesitura, es imposible, y ya no importa, identificar al vampiro, ese ser cierto y que nunca ha existido, que es una gota, litros, calado y humedad.
El vampiro está codificado en el folclore y la ficción. Es decir, no es una mentira. Para que algo sea cierto –cierto según el folclore y la ficción o, incluso, cierto a secas– antes han tenido que producirse cientos, miles, millones de gotas de verdad atravesando un techo en esa dirección, hasta calarlo y formar...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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