Crónicas de pánico y circo (IV)
Narcos USA
Cuando en 1971 Nixon declaró las drogas como el enemigo público número uno, comenzó una guerra que aún sigue condicionando la mayoría de las políticas de salud pública, las relaciones internacionales y la política interna de muchos países
Silvia Cosio 5/08/2021
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Cuando en 1971 Richard Nixon declaró las drogas como el enemigo público número uno, comenzó una guerra que, cincuenta años después, sigue condicionando la mayoría de las políticas de salud pública, las relaciones internacionales y la política interna de muchos países, especialmente americanos. El triunfo electoral de Nixon se debió en parte a la reacción de las clases medias ante los cambios políticos y sociales que las generaciones posteriores estaban imponiendo a la sociedad norteamericana y al problema racial. El presidente basó su campaña electoral en señalar a la izquierda pacifista y a los afroamericanos como los enemigos de América. Gracias a la guerra contra las drogas conseguía asociar a sus enemigos políticos con actividades no solo ilegales –los hippies con la marihuana, los afroamericanos con la heroína– sino también antiamericanas e inmorales. Con la creación de la DEA en 1973 la nueva estrategia quedó finalmente consolidada. Salvo el tímido intento de la administración Carter por revertirlo, tanto demócratas como republicanos han continuado con el legado de Nixon a lo largo de casi cinco décadas. De esta manera, las drogas pasaron de ser un problema sanitario y social a convertirse en un problema moral y de seguridad pública. Pocos países se han podido sustraer a este tipo de estrategia para abordar el problema de la drogadicción y el narcotráfico. Estados Unidos ha utilizado la guerra contra las drogas como excusa para interferir en terceros países y para imponer políticas coloniales.
La llegada de la era Reagan significó una vuelta de tuerca y una radicalización de las políticas antidroga que coincide además con un episodio de pánico moral sobre el consumo de drogas entre los jóvenes. El aumento del consumo de drogas entre la población incrementó los niveles de delincuencia asociados con el consumo y la venta de sustancias estupefacientes. Pero en vez de hacer campañas de prevención y educación, la aproximación al problema desde la perspectiva moralista y punitivista propia del reaganismo no hizo más que empeorar el problema. Con la campaña “Just say no” el consumo de drogas pasó de un asunto de salud pública a una cuestión de responsabilidad individual, obviando que el aumento del consumo hundía sus raíces en la desigualdad social y en el racismo sistémico. Tanto Reagan como Bush sostuvieron iniciativas que sustituyeron las intervenciones sociales y los planes de apoyo y desintoxicación por leyes que criminalizaban el consumo de drogas, igualando así a las víctimas del tráfico con sus victimarios. A medida que el presupuesto de los planes estatales contra las drogas se multiplicaban por diez, se incrementaba el número de personas encarceladas por delitos relacionados con las mismas, principalmente consumidores y pequeños traficantes, mientras que se mantenían estables los niveles de consumo. Además de ineficaces, esas políticas tienen un fuerte sesgo racial: cada año se arresta a un millón y medio de personas por delitos relacionados con las drogas, medio millón de ellas acaban encarceladas; otros estudios apuntan hacia el millón de encarcelados al año. El veintisiete por ciento de esas personas son afroamericanos, de hecho uno de cada cinco varones afroamericanos acabarán encarcelados por delitos relacionados con las drogas.
Salvo el tímido intento de la administración Carter por revertirlo, tanto demócratas como republicanos han continuado con el legado de Nixon a lo largo de casi cinco décadas
Pero fue durante la presidencia del demócrata Clinton cuando estas políticas se llevaron a su extremo con la aprobación del Violent Crime Control and Law Enforcement Act que supuso el mayor incremento de la población carcelaria en Estados Unidos (principalmente de personas afroamericanas) de la historia. Esta ley no solo amplió el número de delitos a los que aplicar la pena de muerte –de la que Bill Clinton siempre se ha confesado un ferviente partidario y que le hizo muy popular en su época de gobernador de Arkansas–, sino que además implantó la cadena perpetua como condena obligatoria a partir de la tercera condena, con independencia del tipo de delito, y permitió que los menores de trece años pudieran ser juzgados como adultos. Este endurecimiento punitivista no consiguió, sin embargo, bajar los índices de delincuencia y condenó a la pobreza a cientos de comunidades, especialmente las racializadas, pues una condena implicaba en muchas ocasiones la pérdida del derecho al voto, a las ayudas sociales, la imposibilidad de acceder a ciertos tipos de trabajo e incluso la pérdida del carnet de conducir. No por nada estas leyes han sido calificadas por los movimientos de defensa de los derechos civiles y por los activistas antirracistas como las nuevas leyes de Jim Crow.
Son muchas las voces que en la actualidad ponen en cuestión la guerra contra las drogas por ineficaz y por haber supuesto una enorme pérdida de recursos económicos y humanos. También por haber contribuido a la criminalización de la comunidad afroamericana, perpetuar la pobreza en los barrios más desfavorecidos, haber creado una subclase social entre los expresidiarios y porque además, en ningún momento, ha servido a su objetivo final, combatir el uso y el abuso de drogas. En 2010 Barack Obama modificó parte de la legislación con la intención de corregir la desproporción en las penas dependiendo del color de la piel de los acusados. Joe Biden ha tomado el relevo de Obama y no solo ha reconocido el error que ha supuesto la estrategia punitivista, también ha abogado por una aproximación mucho más compasiva.
Si la política de la guerra contra las drogas ha demostrado ser catastrófica y contraproducente en política interior, sus consecuencias en política exterior son aún más terribles. La gran mayoría de países se ha inspirado en la estrategia estadounidense para elaborar sus legislaciones sobre las drogas, aunque con ciertos matices. En España el Primer Plan Nacional sobre Drogas (PNSD) fue desarrollado en 1985 por el gobierno de Felipe González cuando la heroína que entraba a través de la Costa da Morte asolaba los barrios periféricos. Sin embargo, desde el principio se buscó un equilibrio entre la parte punitivista y la preventiva. A pesar de que el grueso del presupuesto se destina a las actuaciones policiales y a la persecución del blanqueo de capitales y de los narcotraficantes –ahora radicados en el Campo de Gibraltar aunque los narcos gallegos de los ochenta siguen, de vez en cuando, protagonizando titulares–, ha sido en la parte sanitaria y asistencial donde la estrategia española ha demostrado sus mayores éxitos. Especialmente el programa de dispensación de metadona que salvó incontables vidas y que en la actualidad sigue activo en muchos barrios. En 2020 en España cumplían condena 55.000 personas, de las cuales unas 8.000 estaban encerradas por delitos contra la salud pública –es decir, relacionados con las drogas–. La estadística aumenta si tenemos en cuenta otro tipos de delitos que están relacionados con el consumo y abuso de drogas como los delitos contra la seguridad vial, los delitos contra el patrimonio o contra el orden público.
Pero otros países no han sido tan afortunados. En Filipinas el presidente Duterte llegó a la presidencia en parte por su promesa electoral de matar a los delincuentes, especialmente a los narcotraficantes. Tras haberse inventado, con la complicidad de la prensa, un problema con el abuso de drogas en Filipinas –llegó a hablar de tres millones de adictos cuando las estadísticas oficiales hablan de 1,8 millones de consumidores, la gran mayoría de ellos consumidores esporádicos de cannabis–, su guerra contra las drogas se estima que ha costado la vida, mediante operaciones policiales y ejecuciones extrajudiciales, a unas 20.000 personas, de las que más de 50 fueron menores de edad y entre las que se encuentra el ciudadano español Diego Bello. Pero ha sido en países como Colombia, México y Panamá donde la guerra contra las drogas se ha mostrado tan ineficaz como intrusiva. En dichos países los intereses estratégicos, comerciales y políticos de EE.UU. se mezclan con la lucha contra el narcotráfico. Con la excusa de luchar contra los productores (Colombia) o los distribuidores (México y Panamá), Estados Unidos no ha dudado en intervenir en dichos países y ha contribuido a desestabilizar la zona y a perpetuar la violencia política y la pobreza. Más allá de operaciones más o menos vistosas y exitosas como el asesinato de Pablo Escobar o la condena del Chapo, lo cierto es que la estrategia ha sido un auténtico fracaso. Mientras la DEA colabora con las autoridades colombianas o mexicanas, la CIA entrena y financia las guerrillas de extrema derecha o trafica con drogas para financiar sus operaciones secretas.
Muchas son las voces que en esos países se han escuchado, a pesar del peligro que en muchas ocasiones supone romper la ley del silencio, denunciando las consecuencias de una estrategia violenta y empobrecedora y poniendo sobre la mesa que el mayor consumidor de droga es Estados Unidos y que ninguna política efectiva contra el tráfico de drogas tiene sentido si no se hacen políticas de salud pública basadas en la prevención.
Mientras no exista un compromiso en firme para acabar con la desigualdad, la pobreza y la corrupción política, pero también con los paraísos fiscales y los subterfugios financieros que permiten el blanqueo de capitales, hasta que no asumamos que, como consumidores de ciertos tipos de drogas recreativas, estamos contribuyendo a la rueda de la violencia, y por mucho que las estrategias nacionales e internacionales para acabar con el narcotráfico ensayen enfoques nuevos menos punitivos que pasen por la legalización de algunas sustancias y por la prevención, la educación y la rehabilitación, me temo que tendremos episodios de Narcos para rato.
Cuando en 1971 Richard Nixon declaró las drogas como el enemigo público número uno, comenzó una guerra que, cincuenta años después, sigue condicionando la mayoría de las políticas de salud pública, las relaciones internacionales y la política interna de muchos países, especialmente americanos. El triunfo...
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Silvia Cosio
Fundadora de Suburbia Ediciones. Creadora del podcast Punto Ciego. Todas las verdades de esta vida se encuentran en Parque Jurásico.
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