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Lo que voy a relatar sucedió hace algunas semanas, pero entonces no tenía dónde contarlo. Estaba en la playa, acompañado de L. y los niños. Serían como las nueve y media de la noche cuando empezamos a recoger los bártulos. En ese momento, el sol descendía lento pero seguro hacia el mar, faltarían treinta minutos para que se pusiese. L. quería aguantar un poco más y ver la puesta de sol, pero yo aduje vejez y angustia: llega un momento en la vida en el que uno, cuando va a la playa, lo único que quiere es irse de allí, embutir la bolsa de las toallas, la mochila de los juguetes, la neverita con la merienda, la colchoneta y la sombrilla en el maletero del coche, sacudir a los niños con determinación para quitarles toda la arena, para por fin llegar a casa, meterse una hora en la ducha y acabar con todo ese infierno.
Pero, de repente, cuando enfilaba precisamente el camino hacia el coche, escuché un barullo. Me di la vuelta y vi, de lejos, a dos hombres discutiendo y a un montón de gente mirando: la típica movida española. Me acerqué a curiosear, por supuesto, y comprobé que el más joven se quejaba de haber sido molestado por el otro, que estaba jugando al fútbol con lo que parecían ser sus hijos. La situación era más o menos así: el hombre más mayor había instalado una portería hecha con dos raquetas cerca del lugar donde el joven y su novia se disponían a ver la puesta de sol; supongo que a los niños se les debió desviar algún tiro hacia la posición de la pareja y ahí se armó el lío.
El agraviado había colocado sus dos sillas en diagonal, imagino que para no ser molestado por el sol mientras este bajaba: un auténtico profesional del postureo. Tendría unos treinta y pocos años, barba poblada, media melena y desde luego no portaba tableta de chocolate en el abdomen. El otro, el señor que tan tranquilamente estaba jugando con sus hijos, tenía unos cuarenta largos e iba ataviado con un bañador amarillo y una gorrita blanca de diminuta visera, como la que usan los albañiles. Hipster versus Spanish padrazo.
Me decanté rápidamente por el señor. Agitaba los brazos con vehemencia y asentía enérgicamente con la cabeza mientras le decía al otro: “Pues llama a la Policía Nacional, a la Municipal y a la Guardia Civil, claro, llama al Ejército también, a todos, que esto es un delito muy grave”. Lo hacía sin dar gritos y evitando el enfrentamiento directo, como se hacen estas cosas cuando hay niños delante. Después recogió con resignación las raquetas y trasladó la portería unos metros más allá del hipster, al lado de la toalla de una señora que, con el rostro petrificado de asombro, escuchaba a nuestro héroe decirle de manera atropellada: “A usted no le molesta que estemos aquí jugando, ¿verdad? Perfecto, porque hay cada uno por ahí…”.
Si el mundo fuera un lugar justo y plácido para vivir, ese hombre se habría llevado una ovación irrepetible, mucho más grande que la que Messi recibió en París, una ovación de esas de película que empiezan con una sola persona aplaudiendo muy lentamente, y terminan con un estruendo atronador y con la gente mirándose entre sí con satisfacción, sabedores todos de que están viviendo un momento histórico. Asimismo, en este escenario idílico que imagino, el respetable le mostraría su rechazo a la pareja de hipsters, de una manera pacífica pero firme, que no digo yo de hacerlo a lo hooligan, pero qué menos que un “¡fuera, fuera!” coreado por toda la playa.
Pero el mundo es muchas veces un sitio bastante soso y no pasó nada de eso. El verano continuó y ese señor desapareció de mi cabeza, pero ocurrió todo lo de Messi y me acordé de él: ¿qué le habría dicho a sus hijos sobre la marcha de Leo al PSG? A lo mejor, un clásico: que si tanto quería al Barça, pues que se hubiera quedado cobrando un euro al mes; tal vez cargase las tintas contra Joan Laporta y su extraño acercamiento a Florentino; o igual les dijo que todo esto es un despiporre y que “yo a este le ponía a trabajar doce horas al día en la mina, ya verás qué pronto se le pasa la tontería”.
Y de pronto comprendí lo que ese día sucedió en la playa: ese señor que parece sacado de una película de Ozores somos en realidad un poco todos, ese señor es nuestro abuelo y nuestro padre, ese señor seremos nosotros dentro de unos años (si es que no lo somos ya), ese señor es también nuestro fútbol, el de siempre, ese señor es el Tato Abadía, Zubi, Salinas, Míchel, Clemente y hasta Pedro, el tipo aquel del Atlético que metió un zambombazo de falta al Barça en la remontada de la 93-94, ese señor, digo, es algo muy nuestro y nadie nos lo podrá quitar.
Pensé en todo eso y me sentí bastante mejor. Ahora que la Liga se ha quedado sin referentes, ahora que Messi y Cristiano se han marchado lejos, ahora que nos hemos convertido, en fin, en una competición del montón, nos queda una esperanza: el señor de la playa. Ese hombre normal y corriente que se coloca entre dos palas, se ajusta la gorra y se dispone a dejarse marcar un gol por su hijo. Enfrente, la pareja amargada de hipsters que solo quieren dar por saco. A esos, ni caso.
Lo que voy a relatar sucedió hace algunas semanas, pero entonces no tenía dónde contarlo. Estaba en la playa, acompañado de L. y los niños. Serían como las nueve y media de la noche cuando empezamos a recoger los bártulos. En ese momento, el sol descendía lento pero seguro hacia el mar, faltarían treinta minutos...
Autor >
Felipe de Luis Manero
Es periodista, especializado en deportes.
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