REVITALIZAR IMAGINARIOS
Museo del pueblo ausente
A vueltas con los museos de artes y tradiciones populares
Rafael SM Paniagua 6/09/2021
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Cucharas talladas por pastores; mariposas y lamparillas para prender el día de los muertos; alforjas de burro; cenefas de papel picado; detentes y amuletos; un gorro para bailar verdiales; encajes de camariñas; camisolas de cáñamo; aleluyas y pliegos de cordel, pitos y golondrinas de cerámica… La cantidad de dinero que gasto en las subastas de Todocolección es ínfima, pero en pocos meses, movido únicamente por el deseo y el arrebato estético, he terminado conformando un diminuto museo doméstico de cultura etnográfica peninsular. Aunque me gusta usar estos objetos, debo admitir que en verdad fueron comprados, como afirma Calvino en Colección de arena, bajo la rara impresión de estar salvándolos de la dispersión y el abandono. En tiempos de debate y discusión en torno a las culturas populares y el pueblo que éramos, somos, deberíamos ser, o todo lo contrario, llama la atención que una grandísima parte de su cultura material esté siendo vendida o subastada a precio irrisorio en internet. Ser trapero sigue siendo una profesión apasionante hoy.
Como profundos depósitos de memoria y sensibilidad, una especie de aura pueblerina y arcaica hace brillar a estos objetos, no sin melancolía, debido a la indiscutible desaparición que testimonian. Confrontado con un territorio y a una realidad de aldea a punto de extinguirse, Benjamin describe a su amigo Scholem en una carta de 1932 escrita desde San Antonio, Ibiza, cómo tres sillas de enea “se ofrecen al extraño con la confianza y seguridad que darían tres ‘Cranachs’ o ‘Gauguins’ colgados en la pared; un sombrero sobre el respaldo de una silla es más imponente que la más costosa tapicería”. La poderosa presencia de estos objetos, la serenidad del paisaje, “la belleza humana y la total libertad de los extraños” estaban entonces ya “amenazadas por un hotel que se está construyendo en el puerto”. Qué duda cabe que esta lógica de la explotación se ha impuesto y ha disciplinado el paisaje, no solo el ibicenco y no sólo el paisaje puramente geográfico, sino también el de la cultura y la sensibilidad, que ha abierto hoteles en casi todas las orillas de nuestra existencia.
Los mundos circundantes a los cuales pertenecían estos objetos han sido mayormente destruidos, acolmatados, cimentados, remodelados, urbanizados. Pensamos que era mejor así y que no había forma de ser modernos, de progresar, de salir de la miseria que acusábamos, sin pasar la apisonadora por encima de lo que teníamos de pueblo y penalizar como retrógrada la más mínima manifestación de folclorismo. Después convertimos algunas de sus ruinas en objetos de deseo: patrimonio artístico-etnográfico museificable, mercancía vintage, fetiche turístico rural-chic o nicho académico, igual da, se perciben como actas de defunción de una cultura que liquidamos como un lastre, caspa que sacudirse, atavismo del cual liberarse o simplemente pretexto para el lirismo. No obstante, pese a toda degradación, toda forma u objeto del pasado contiene dentro de sí las trazas de la violencia que sufrió o ejerció, las huellas de una desaparición, de una derrota, de una victoria. Es decir: una historia que conocer y reconocer (y quizá una verdad y una justicia que reparar). Pero también –más difíciles de percibir–, estos objetos pueden contener las trazas de la belleza y felicidad que proporcionó su fabricación o su uso; la imaginación utópica y la atención al detalle que los pergeñó. Es decir: una leyenda que soñar y realizar.
Los mundos circundantes a los cuales pertenecían estos objetos han sido mayormente destruidos. Después convertimos algunas de sus ruinas en objetos de deseo
No se puede ignorar, como dice Ticio Escobar, que pueblo es una dimensión “teóricamente incierta e ideológicamente turbia” que deviene una fuente interminable de problemas. Siempre atrapado en el debate de su embrutecimiento, mal gusto, ignorancia y alienación, o bien su encanto, sabiduría y poesía. Tan lleno de posibilidades como de trampas. Tan aristocrático en lo que se refiere a las disputas de pedigrí de quienes aspiran a ser sus portavoces. Tantas veces invocado para pacificar el conflicto social o para excitarlo. Así pues, si observamos los esfuerzos de los estados modernos y las ideologías de toda clase en su articulación, administrando sus representaciones y memorias materiales, en verdad se diría que lo que lo caracteriza es una falta, una ausencia que hace fracasar cualquier intento de definirlo, representarlo o de erigirse garante de su identidad con el fin de instrumentalizarlo, pues como dice Amador Fernández-Savater, pueblo es “lo que no se deja dominar”.
Historias y leyendas de pueblo en muchos sentidos desconocidas, atrapadas en incontables disputas ideológicas, trances modernizadores y contradicciones con las que no sabemos relacionarnos, significar y menos resignificar. A riesgo siempre de parecer idealistas, románticos o nostálgicos de algún tipo de pasado o régimen –da igual de qué signo– que no hemos vivido. O bien al contrario, de frecuentar con soberbia y desdén el pasado, asimilando acríticamente que la modernidad que hemos hecho era el mejor plan para todos y para todo. Lo cierto es que a estas alturas del capitaloceno ya deberíamos saber que hay revoluciones –del progreso técnico, del trabajo, económicas…– que resultan conservadoras del poder de las élites y reaccionarias en tanto que refuerzan los poderes hegemónicos. Por el contrario, hay conservaciones –de culturas populares, memorias y saberes subalternos– que pueden ser revolucionarias y emancipadoras. Es por eso que es necesario el reencuentro con el extraño brillo de estos objetos menores y herramientas que manipularon nuestros antepasados siendo pueblo, aunque “su rareza esté domesticada por la forma en que conservamos sus vestigios en el presente”, como expresa D. Lowenthal, lo que antes de ser un problema, mirándolo de manera agustiniana, nos ofrece una valiosa oportunidad de conocer el presente de las cosas pasadas, el presente de las cosas presentes y el presente de las cosas futuras.
Pero reencontrarse con la historia material de los pueblos, cuando había que abandonarlos y dejar rápidamente de serlo, no es sencillo. Por un lado, los museos e instituciones que aspiraban a representarlo y ser garantes de su sentido, fueron orientadas, desde su origen en el XIX, por poderes y élites a los que interesaba administrar las fuerzas populares e instrumentalizarlas simbólicamente. Por otro lado, el proceso de patrimonialización inherente a toda museificación, cuando referimos un tipo de acervos que tienen vocación de abarcar la vida entera –sus ciclos, trabajos, saberes y creencias–, resulta especialmente dramático, pues además de desconectar los objetos de los contextos vitales y sustraerlos de su uso común –desvitalizando su valor cultual, social, es decir, conflictivo–, también sustituye sus legítimos propietarios y custodios por una cohorte de conservadores y técnicos expertos, guardianes de un valor de exhibición con el que sólo se espera nos relacionemos de un modo televisivo o científico. Artes menores, obra de artesanos, trabajadores, mujeres, niños, indígenas, amateurs, locos… Pese a la ansiedad institucional por responder a las inquietudes de la sociedad de hoy mediante la incorporación de lo que de ella había sido excluido, los museos siguen sin querer saber mucho de lo que hace la gente anónima, cuya obra no tolera si no es a través de la mediación de los artistas, o destinada a conformar la audiencia que contabilizar o el público al que sermonear. Que por cierto tampoco existe, pues es producido por quienes dicen describirlo para proyectar sobre él representaciones sobre el orden del mundo y el lugar del individuo en él.
Así pues, los museos de etnografía, archivos de folklore y las colecciones de artes tradicionales –incluyendo las valiosas iniciativas espontáneas y marginales de cada pueblo, que raramente no cuenta con su museo etnográfico construido quizá gracias a la pasión coleccionista de algún jubilado– no parecen tener plenos derechos sobre el presente y son considerados menores, irrelevantes, cerrados por mantenimiento, menospreciados en cajas, almacenes o dispersos en las redes de la memoria subalterna. El devenir del malogrado Museo del Pueblo Español –que en palabras de Gregorio Marañón, fue creado no sólo para “recoger los restos del naufragio [...] como el que diseca para su recuerdo especies raras que se van a extinguir, sino con la profunda certeza de que la humanidad encontrará la fórmula vital que le permita volver a descubrir en su masa, su pueblo”– es paradigmático de esta ausencia, falta e imposibilidad, no de un relato nacional, unitario y tranquilizador, sino simplemente de experimentar estéticamente las formas hechas de pueblo. Memoria almacenada del país pueblerino que tantas veces ha fundamentado su conservadurismo o su progresismo en imágenes construidas sobre las tradiciones populares y sin embargo país sin pueblo y sin museo. Decenas de miles de objetos trasladados en cajas de los sótanos de una institución a los sótanos de otra institución, una y otra vez; “museo fantasma” como denunciaba la prensa de finales de los setenta; condenado a existir bajo la inspiradora forma de “crisálida, larva o feto” –según decía con frustración Julio Caro Baroja, que fue su director. Lamentablemente sólo encontró destino archivístico, únicamente accesible a especialistas, siendo en verdad masa madre de unas historias y unas leyendas que ninguna institución se atreve a hornear de forma especulativa –mezclando temporalidades, planteando nuevas hipótesis relacionales, retomando los hilos de continuidad que transportan, facilitando su manipulación práctica, explorando los vínculos que establecen con las necesidades del presente, etc.– que es el enfoque y el desbordamiento disciplinar que hoy podría enriquecer y multiplicar los poderes de designación de cualquier archivo etnográfico y en general los estudios críticos en torno al folklore.
Es necesario el reencuentro con el extraño brillo de estos objetos menores y herramientas que manipularon nuestros antepasados
En una entrevista de RTVE realizada en 1991, Federica Montseny, que había permanecido en el exilio desde 1945 hasta 1977, sentía que a pesar de la enorme energía juvenil que la recibió en Montjuïc ese año “España tenía un pueblo y la obra realizada por el franquismo fue matar el espíritu de ese pueblo”. Diez años antes del retorno de la anarquista, Max Aub plasmó en La gallina ciega impresiones de esa misma pérdida, yendo y viniendo entre la melancolía y el reproche. Joan Gil-Albert, que había retornado a España en 1947, menciona en Drama patrio (1964) que los jóvenes de los años 50, niños durante la guerra, “habían crecido respirando un aire enrarecido, que ellos a su vez devolvían al ambiente después de haberlo sentido circular por sus pulmones viciados. Lo cual producía los efectos de un estancamiento imaginativo que había acabado por oxidar los resortes de la acción y del pensamiento”. El franquismo demostró una enorme capacidad para disciplinar y banalizar la expresión popular y desactivarla de sus resortes políticos. Por ello, sería importante comenzar a decolonizar las culturas materiales de las “indias de acá” como refería Ernesto de Martino –retomando una expresión de los jesuitas del siglo diecisiete– a los pueblos y culturas subalternas, que en España hoy padecen el hecho de ser identificadas con los atropellos del proyecto nacional, que paradójicamente también a ellas oprimía. Sin duda, estas ausencias afectan a los imaginarios y al destino de ese pueblo, cuya experiencia resulta casi siempre conflictiva o anómala como para asimilarla sin conflictividad.
A pesar de su enfoque cultural y libresco, desde hace unas semanas pueden descubrirse en el museo Reina Sofía algunos momentos del pasado franquista y del exilio interior y exterior, cuando lo popular y las culturas tradicionales fueron, además de objeto de instrumentalización, también un pretexto para la experimentación formal, vehículo de reconexión con la pérdida y correa de transmisión de la memoria crítica. Si bien lo que se expone en el museo son sobretodo los debates intelectuales y artísticos en torno a lo popular, es decir, lo que se sabe o dice del pueblo y no su obra, dos reveladores encuentros dialécticos se nos ofrecen en las salas, que eventualmente quizá hubieran sido destinadas al Museo del Pueblo Español, según el plan previsto para el viejo hospital a comienzos de los ochenta. Por un lado, una reproducción de las modernas estanterías del panadero artista Alberto Sánchez, ideadas para sostener los cestos y cerámicas prestados del Museo del Pueblo Español que se expusieron en el pabellón de la segunda república en el 37 en París; por otro, la reproducción del pabellón español de la IX Trienal de Milán de 1951, curado por Rafael Santos Torroella y diseñado José Antonio Cordech, donde se reproduce un gesto parecido: sobre unas modernas estanterías reposan cerámicas tradicionales, xiulets mallorquines, porrones de dos picos y en la pared unos sombreros ibicencos que la barrera de seguridad apenas deja percibir al detalle. La tradición reposa sobre una modernidad y la modernidad sostiene la tradición. Pienso que es valioso que en dos momentos tan radicalmente distintos plantearan formulaciones tan parecidas, aunque se produzcan dentro del desvitalizado marco de lo meramente exhibitivo.
El franquismo demostró una enorme capacidad para disciplinar y banalizar la expresión popular y desactivarla de sus resortes políticos
Porque buscando encontrar un pueblo al que desear pertenecer, creyendo ir al encuentro de algún tipo de tradición que aún nos sirva de agencia y asidero, muy a menudo descubrimos que no somos el pueblo que dicen que somos, y que la tradición contenía grandes dosis de invención, creación e imaginación, no sólo porque fueran constructos culturales, sino porque lo pueblo se caracteriza tanto por la experiencia que hereda, como por la que puede imaginar. Con la misma suerte, creyendo ir al encuentro de una identidad costumbrista, unitaria y universalizable, forjada a partir de esencias no contaminadas o fuerzas telúricas, un acercamiento comparado revelaría que las culturas populares tradicionales son una amalgama material y concreta de energías elementales dispares, como una masa madre fermentadora de lo común en la que se han mezclado conversaciones e intercambios transregionales, hilos de continuidad, simpatías, semejanzas, marcos comparables y quizá se podría decir en este sentido transcultural, que la solidaridad es la ternura de los pueblos.
Más de la misma decepción –o la misma grata sorpresa– en lo que se refiere a la modernidad que el pueblo supuestamente ignora, cuando se repara en las altas dosis de creatividad, criticidad y rebeldía que caracterizan su memoria material, no por su costumbrismo pintoresco –que siempre desconectamos de la carga crítica moderna que lo caracteriza como movimiento europeo– sino en virtud de los complejos procesos de conceptualización y abstracción que pone en marcha, operando mediante la inversión de roles, jerarquías y poderes, mucho antes incluso de que los artistas de la vanguardia se atribuyeran sus invenciones. O que a gran parte de lo que llamamos contracultura y que tratamos de poner en valor por su complicidad con las fuerzas subterráneas del pasado y lo pueblo, tan ingenuas como radicales, resulta que se le podría llamar simplemente cultura popular, incluso a pesar del privilegio de clase de algunos de sus protagonistas.
Buscando encontrar un pueblo al que desear pertenecer, descubrimos que la tradición contenía grandes dosis de invención
Los folkloristas se anticiparon a los museos actuales de arte moderno en su preocupación por la interrelación de las esferas económicas y sociales, por las comunidades y los procesos de activación colectiva de los imaginarios. De modo que en estos tiempos que hablamos de museos que cuidan, quizá sería valioso poner en valor estos acervos culturales sustraídos de la esfera social de lo cotidiano, de lo ordinario, lo doméstico y lo biográfico compartido y por lo tanto vinculado a los trabajos reproductivos que sostienen la vida –incluyendo un tipo de saberes y relaciones afectivas con la naturaleza– que condensan un poder enunciativo no patriarcal capaz de inspirar memorias, saberes y agencias feministas. Probablemente por tratarse de museos que abordan los marcos sociales en que fueron recluidas –y debido a esto, quizá tan ignorados o subalternizados estos museos como ellas– las mujeres desempeñaron una labor decisiva en la construcción y conocimiento de estos archivos etnográficos. Carmen Baroja y Nessi, Victorina Durán, Nieves de Hoyos, María Luisa Herrera Escudero, Francisca Vela, Máxima Oliver, Francisca Martínez Meléndez o Carmen Gutiérrez Martín en el Museo del Pueblo Español, pero también otras como Ruth Matilda Anderson en la Hispanic Society of America, Barbara Freire-Marreco en el Pitts Rivers Museum de Oxford o Guadalupe González-Hontoria en el Museo de Artes y tradiciones populares de la UAM por citar solo algunas. Hasta Julio Caro Baroja –que al oponer un conservadurismo cultural al desarrollismo de los sesenta y la urbanización geocida y salvaje, el nuevo feudalismo industrial, el consumismo y la banalización de la cultura, se había ganado ya el título de anacrónico romántico ruralista–, se veía a sí mismo “como una señora que se dedica sus labores”.
Hoy muchas personas se preguntan cómo calentarán o enfriarán los hogares una vez no podamos acceder a los recursos energéticos; cómo trabajar la tierra sin extenuarla ni extenuarse; cómo desemponzoñar y desurbanizar los cuerpos; cómo decrecer y desobrar para favorecer el complejo sistema de lo vivo, cómo renaturalizar el destrozo y volver a poder nadar en los ríos; dónde están los pueblos en los que vivir cuando las ciudades se vuelvan más difíciles aún o cómo hacer que en las ciudades sobreviva algo de pueblo. Cómo hacer, en definitiva, que algo dure, atraviese los siglos sin soberbia, roce la tierra sin desdén y la deje volver a ser tierra. En el momento de crisis sistémica, las artes populares tradicionales pueden ayudar en la configuración de pasados y futuros con sentido, alternativas al infierno tecnoindustrial. Para ello es necesario revitalizar los imaginarios del pueblo, sacándolos de su redil atávico y costumbrista y observarlos como un paisaje saturado de tensiones y conflictos que debemos asumir para imaginar la mudanza de vida que necesitamos llevar a cabo.
Cucharas talladas por pastores; mariposas y lamparillas para prender el día de los muertos; alforjas de burro; cenefas de papel picado; detentes y amuletos; un gorro para bailar verdiales; encajes de camariñas; camisolas de cáñamo; aleluyas y pliegos de cordel, pitos y golondrinas de cerámica… La cantidad de...
Autor >
Rafael SM Paniagua
(Madrid, 1979) es docente, investigador y artista.
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