ESPACIO CIUDADANO
Los Prados (en Madrid) como patrimonio impuro y común
El autor, miembro del Comité Científico de la candidatura del eje Paseo del Prado-Recoletos, reivindica esta zona como un espacio abierto, horizontal y común y no como una marca con la que ganar premios o atraer turistas
Antonio Lafuente 4/08/2021
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Defender la condición impura y común de los Prados implica aceptar que el tiempo ha querido esculpir un espacio donde pueden mezclarse muchas cosas tan heterogéneas como contradictorias y necesarias. Pero no basta con reclamar la diferencia como un activo para nuestro mundo, también importa conocer el cómo pudo producirse, pues cuando hablamos de lo común no solo nos fijamos en los resultados, sino que también nos importan los procesos que lo produjeron.
Reclamar para los Prados su naturaleza híbrida, mestiza o mostrenca a la par que popular, ordinaria y mundana, equivale a descubrir que lo patrimonial no necesariamente tiene que estar vinculado a lo excepcional, lo único o lo exquisito, y que podemos asociarlo a lo vivido, a lo cambiante y a lo imperfecto. Nuestro mundo, además, necesita pensarse menos canónico que abierto, inclusivo y experimental. De alguna manera la historia de los Prados contiene elementos suficientes que autorizan un relato a favor de los patrimonios impuros y comunes.
Reclamar para los Prados su naturaleza mostrenca a la par que mundana, equivale a descubrir que lo patrimonial no tiene que estar vinculado a lo excepcional
Los Prados son hoy el escenario donde los futboleros celebran sus campeonatos, los católicos su fervor, los sindicalistas el vínculo entre trabajo y derechos humanos o los gais el retroceso de la intolerancia. La movilización que representan hoy las industrias del ocio y los movimientos sociales es correlato del que durante el siglo XIX produjeron el ferrocarril, la expansión del comercio y los ensanches urbanos, o del que estimularon, un siglo antes y durante la Ilustración, el nacimiento de las avenidas arboladas, los espacios públicos y la cultura experimental.
Si solo nos fijáramos en lo monumental apenas tendríamos acceso más que a la piel de la ciudad. Entrar en los edificios, traspasar sus fachadas, implica no solo reconocer sus contenidos, sino también desandar el tiempo y encontrarnos con sus antiguos visitantes y sus otras funciones. La gente hace la diferencia, pues las ciudades no son sus construcciones sino sus relaciones, las que todavía sabemos recordar y las que aún podemos inventar.
Los Prados son y han sido un espacio bien enmarcado por muchos edificios de mérito. Negarlo sería engañoso, pero quedarnos en ese elenco de arquitecturas, traicionaría la idea misma de ciudad. Ignoraría a quienes fueron capaces de anticipar mundos posibles e imaginar una urbe liberal, higiénica, democrática, sufragista, pacifista, abierta y feminista. Ellos y ellas han escrito la página en blanco que es una ciudad solo habitada por quienes siempre cumplen con las reglas y no contrabandean los bordes de lo ortodoxo, lo permitido y lo imaginable. Una urbe que se regenera por sus Prados, unos Prados que alumbraron una ciudad.
Los Prados nacen cuando la ciudad se ensancha hacia el este, en un movimiento que a la larga desplazará el centro de gravedad de la urbe desde el Madrid de los Austrias hasta el de los Borbones, desde el Palacio Real al Buen Retiro y desde el Oriente al Occidente. Lo más interesante es que se aprovechará este ensanche para dotar a la Corte con el kit completo de instituciones científicas características de la modernidad.
Lo novedoso de este plantel es que no solo son laboratorios donde se produce conocimiento experimental, sino que son concebidos como espacios públicos en un doble sentido
Al otro lado de la destartalada ciudad barroca se levantarán un puñado de edificios que combinan decoro con utilidad y la cultura de la magnificencia con la experimental, fundiendo en una realidad nueva la corte con su urbe. El elenco de instituciones creadas impresiona: la Academia Nacional de Ciencias (luego convertida en Museo Nacional de Pinturas, hoy Museo del Prado), el Real Jardín Botánico, el Observatorio Astronómico, el Gabinete de Máquinas y el Hospital General (hoy convertido en Museo Reina Sofía), son espacios de nuevo cuño que se unen a los ya existentes y también ilustrados del Gabinete de Historia Natural (en la planta alta de la Academia de Bellas Artes en la calle Alcalá) y el Laboratorio de Química de Proust (situado en la actual Marqués de Cubas).
Lo novedoso de este plantel es que no solo son laboratorios donde se produce conocimiento experimental, sino que son concebidos como espacios públicos en un doble sentido: uno, apertura a la gente del común y, dos, validación mediante escrutinio abierto. La ciencia entonces alcanza todo su potencial cognitivo y político, se hace moderna, cuando logra construir complicidades con sus públicos y ofrecer a la gente la promesa de un mundo accesible, confiable y contrastado.
Tenemos muchas evidencias de cómo los científicos supieron penetrar el tejido social utilizando los cafés, las tabernas, los periódicos, los salones y las propias plazas para lograr públicos seducidos por la magia de los experimentos, los relatos de viaje, los objetos exóticos, los ascensos en globo, los instrumentos de salón y los saberes artesanales. Parece raro, incluso paradójico, pero así fue como un universo basado en los privilegios de sangre, la autoridad de los antiguos y el poder de la Iglesia pudo transitar hasta hacerse cómplice del talento cultivado, los hechos públicos y los estándares técnicos. Lo sabemos: no fue de un día para otro, y quizás tengan algo de razón los más escépticos cuando afirman que estos cambios fueron más cosméticos que reales. Quizás la tuvieran, pero quienes desconfían deben saber que ya tenemos respuesta para su gran pregunta.
¿Cómo explicar que un puñado de filósofos experimentales repartidos en unas pocas ciudades a finales del siglo XVII estuvieran un siglo más tarde redactando las Constituciones de Estados Unidos y Francia? ¿Cómo pudieron multiplicar tanto su influencia? La respuesta es sencilla y convincente: al igual que las mujeres fueron sacadas del relato histórico, también los amateurs fueron ignorados, y por eso seguimos sin entender la rapidez y profundidad de los cambios que acabaron con la Ilustración.
La Colina de las Ciencias, nombre que los historiadores asignaron a esta operación inmobiliaria, ha sido invisibilizada por esa nueva denominación en boga de Barrio de las Letras, una etiqueta que quiere resaltar la reciente presencia en la zona de varios museos que impresionan, entre los que destaca el del Prado. Pero la ciudad paga un alto precio al olvidar su origen vinculado a la ciencia y a un proyecto más cosmopolita que nacionalista.
Es verdad que en los primeros años del siglo XIX el edificio nacido para ser Academia de Ciencias fue convertido en Museo de Pinturas. Pero no es menos cierto que alrededor del nodo de Atocha se produjeron cambios de enorme trascendencia y todos vinculados a la ciencia y la tecnología.
La estación abría la capital al mar y, como no dejaron de resaltar las crónicas de la época, transformaba el centro de un imperio en decadencia en la capital de una nación industrial. Y eso explica que a pocos metros de la estación se situara la Escuela de Ingenieros de Caminos, bastión de la nueva cultura del fomento y que nace para construir las infraestructuras que reclama una nación moderna.
Forma parte también de este paisaje el proyecto de situar la Universidad de Madrid en el solar que hoy ocupa el Ministerio de Agricultura, entonces de Fomento. En un pañuelo pues convivían las instituciones científicas heredadas de la Ilustración con las nacidas al servicio, como se decía entonces, de la Nación y el Progreso. Aquí también las escribimos con mayúsculas para desentendernos de la habitual grandilocuencia con la que se pronunciaban. Aunque no siempre se usaron para enmascarar proyectos impresentables.
Pocas instituciones expresan mejor esta voluntad de construir sociabilidad que el Ateneo madrileño, un espacio independiente que sirvió a los ideales republicanos, democráticos e igualitaristas que anidaban entre los liberales madrileños. Una institución que nos enseñó a pensar la difícil relación entre progreso económico y justicia social. Y no es asunto menor que los Prados, además de ser el salón heredado donde todo el mundo acudía para mirar y ser mirado, también se convirtiera durante el Ochocientos en la puerta de ingreso a la urbe: un lugar por donde mercancías y personas, nobles y comerciantes, profesores y petimetres, discurrían como si las diferencias que los enfrentaban pudieran ser suspendidas.
Los Prados, sin duda, son y siempre fueron un tercer espacio, abierto a la coexistencia de saberes y dignidades, de prácticas y rituales, donde la ciencia convivió con el arte y las máquinas con las plantas, los planos, los fármacos, los libros, los amuletos y la bulla.
Mientras en un extremo de los Prados está Atocha, una de las puertas a la ciudad, en el otro está la Biblioteca Nacional, un templo del liberalismo
Un siglo después, ya en nuestros días, vemos que la presión para que los Prados se consagren a las Letras no ha podido evitar que nazcan instituciones más preocupadas por la cultura ciudadana, la que nace desde las plazas y la que proviene desde los bordes. MediaLab-Prado y la Ingobernable nacieron próximas a las nuevas tecnologías y para desafiar las fronteras que artificialmente separan a quienes escriben algoritmos de los que hacen performances, a quienes diseñan infraestructuras de los que imaginan nuevas prácticas relacionales, la cultura formal de la informal, la institucional de la extitucional, la subvencionada de la autónoma, la seria de la lúdica, y que ha optado por un modelo colaborativo, abierto y experimental más propio de la cultura hacker y okupa, tan lejano de la cultura de la exhibición, la excelencia y la competición clásica de los museos.
No es necesario optar por unos actores antes que otros, o enfrentar a unas instituciones con otras. Los Prados no han sido el espacio para antagonizar, sino que han sabido preservar la diferencia. En el Salón del Prado podemos caber todos. Madrid es diferente porque tiene un espacio que no ha sido diseñado en un gabinete de imagen. Madrid no ha construido una marca con la que ganar premios o atraer turistas, sino que se ha encontrado con un espacio híbrido desde el que pensarse impura y común.
Mientras en un extremo de los Prados está Atocha, una de las puertas de entrada a la ciudad, en el otro está la Biblioteca Nacional, un templo del liberalismo donde caben todos los puntos de vista. Ninguna imagen refleja mejor la naturaleza de ese espacio híbrido donde pueden encontrarse la sabiduría que anida en los cuerpos con la que reside en los libros, y la potencia de los sueños encuadernados con la vibración de los encarnados.
Frente a la estación se alzó, mediando el siglo XIX, el Museo de Antropología, nacido de una colección privada de objetos de antropología física, mitad prodigiosos y mitad pedagógicos, que daría acogida a una Escuela Libre de Medicina y al Laboratorio de Cajal, tres espacios que abren el camino hacia el positivismo, la especialización y la socialización del conocimiento. Siglo y medio después, ha logrado reinventarse, lejos de su original vocación profesional, para entregarse a la noble tarea de dinamitar la cultura si es que alguien la quiere declinar en singular o, en otras palabras, de argumentar que no hay culturas superiores, depuradas o nacionales.
Una deriva que quizás no sea tan reciente como creemos, pues ni siquiera los primeros museos se consagraron al culto de lo excepcional. Aquellas primeras fundaciones se orientaron hacia la historia natural, botánica y tecnología, espacios que no fueron diseñados para mostrar piezas excepcionales, sino ordinarias: las plantas, las piritas, las osamentas, los usos textiles o los arados, como las mariposas, peces o semillas llegaban allí por su calidad de objetos comunes.
De hecho todos los museos que surgieron en el mundo por entonces contenían los mismos especímenes, unos quizás serían más bonitos que otros, pero todos eran producciones corrientes, todos daban cuenta del nuevo orden natural creado por la ciencia, ninguno llegaba a los anaqueles por su condición exquisita, extraordinaria o única. Todos eran vulgares, replicables, numerosos y, cuando eran humanos, se mostraban como anónimos, colectivos y seculares. Los arados, los bordados o los aretes no tenían autor, aunque fueran fruto del trabajo, el tanteo y los cuidados.
Este argumento nos ayuda a visitar de nuevo el paisaje que constituye los Prados, pues aunque sea un lugar tan orgullosamente encuadrado por nobles edificios (el Banco de España, el Palacio de las Comunicaciones, el Ministerio el Ejército y la Bolsa) y paseos sombreados, lo cierto es que nunca fue un espacio reservado a las élites, sino más bien roto e invadido.
Los Prados son expresión de un paisaje okupa, es decir sin afueras, sin jefes y sin canon. Un espacio abierto, horizontal y común. Mirar los Prados desde los imaginarios okupas es abrirse a la posibilidad de vivirlo como un espacio alternativo que se autoconstruye cada día por el paso de las multitudes que lo recorren.
En los Prados nació una idea de cómo lo moderno afecta a lo abierto, lo lúdico y lo común que sigue vigente y que necesitamos hacer visible
Reclamar esta vibración se hace urgente ahora que la turistificación se nos presenta como una amenaza que puede desintegrar lo que de local hay en lo urbano. Y quien quiera que haya viajado por Latinoamérica habrá reconocido como propio ese bullir continuo y alegre que compartimos con los mexicanos, bonaerenses, limeños, paulistas o bogotanos, por solo citar las grandes urbes de este Gran Sur al que también pertenecemos y que el paisaje de los Prados nos recuerdan de varias maneras: la Casa de América y el Jardín Botánico nacieron para recordarnos que la historia de Madrid, como la de España, no pueden entenderse sin las fuertes conexiones que entrelazan nuestras floras, nuestras músicas y nuestros callejeos.
Madrid es más grande, más hermosa y más conflictiva que sus Prados. Nadie quiere que la ciudad se confunda con la parte que más aman los turistas, los cronistas y los carteristas. Un proyecto así se arrastraría moribundo. Pero amar los Prados, menos por sus arquitecturas que por sus culturas, es un ejercicio necesario que nos prepara para amar los otros espacios sin monumentos, sin registros y sin colas.
Ahora queremos patrimonializar lo impuro y lo común para avanzar juntos, para que nadie se quede atrás, para reinventarnos anónimos, dichosos y ordinarios. Si somos capaces de hacerlo una vez, podremos replicarlo cuando queramos, y lo mejor es comenzar por lo fácil: descubrir en los Prados su potencial regenerador. En los Prados nació una idea de cómo lo moderno afecta a lo abierto, lo lúdico y lo común que sigue vigente y que necesitamos hacer visible. ¿Para qué si no querríamos crear nuevos patrimonios?
Defender la condición impura y común de los Prados implica aceptar que el tiempo ha querido esculpir un espacio donde pueden mezclarse muchas cosas tan heterogéneas como contradictorias y necesarias. Pero no basta con reclamar la diferencia como un activo para nuestro mundo, también importa conocer el cómo pudo...
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