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Siento un poco de envidia del Barça, no es coña. El club catalán, después de un verano tumultuoso que no ha hecho sino coronar varios años de desbarre generalizado en la caja, en el palco, en el banquillo, en el vestuario y, si me apuran, hasta en la confección de las camisetas, ha entrado en un período maravilloso: todos proclaman sin miedo que el Barcelona está en proceso de reconstrucción.
Esto, aunque al principio cueste verlo, es sencillamente genial: en este tipo de períodos está permitido fracasar, incluso es lo esperado. Las derrotas se digieren con rapidez y, tras pasar tiempo sumido en un cenagal, cualquier brote verde se celebra con verdadero entusiasmo. El Barça, por ejemplo, recibió con una alegría inusitada el aplazamiento de su partido frente al Sevilla porque así gozaría de más tiempo para preparar el temido choque con el Bayern.
Luego llegó el envite con los alemanes y la tunda –muy predecible– no produjo un gran desánimo entre la hinchada reunida en el Camp Nou, más pendiente de la pelota que pasaba de un lado a otro de la grada que de la que había en el césped, siempre utilizada con mejor criterio por los alemanes. No, la afición ya estaba resignada desde el principio, ni los más optimistas podían atisbar una victoria ante esas diabólicas máquinas germanas.
Se vienen tiempos inciertos en la ciudad condal, ya nadie sabe qué pasará cada semana: un día puedes sufrir para ganar al Getafe, otro puedes palmar ante el Elche, quién sabe si dentro de un par de semanas lograrás dar la campanada contra uno de los grandes…. ¿acaso no es fantástico? A mí al menos me parece estimulante, me produce curiosidad ver a este Barça en el que Ter Stegen fríe a pelotazos largos a Luuk de Jong (y cuando no lo hace es recriminado por los comentaristas), un equipo que pasa medio partido metido en su área con los jugadores mirándose entre sí, lívidos y temblorosos, dirigidos por un entrenador al que además del crédito (¿alguna vez lo tuvo?) también se le está agotando la paciencia. Un Barça, en definitiva, insólito, una especie extraña en la historia moderna de nuestro fútbol.
La explicación es sencilla: “esto es lo que hay”. Con esa mágica frase se abren un sinfín de posibilidades para un equipo que lleva años acostumbrado a codearse con la élite y que ahora, de súbito, baja al barrio a comprar en el ultramarinos y a charlar con esos venerables jubilados de camisas a cuadros de manga corta y pantalones beis subidos por encima del ombligo.
Reinventarse, empezar de cero: da miedo, pero no tiene por qué ser malo. En mi grupo de amigos hace años, bastantes, hacíamos unas macabras porras para adivinar quién sería el primero en separarse. Después dejamos de hacerlas, supongo que porque, de algún modo, imaginarnos en esa otra vida nos quitó de un plumazo las ganas de bromitas.
Hace poco me informaron de la primera ruptura seria de un conocido. El primer impacto fue duro.
– Pero, ¿se ha separado de separarse? Vamos, que ya no viven juntos, se turnan para ver a los niños y todo eso…– pregunté, estupefacto.
Y me dijeron que sí, que efectivamente la separación era total. ¿Y qué hace él?, insistí, sin salir de mi asombro. Me contaron que montaba timbas de mus en su casa los fines de semana hasta el amanecer, me dijeron también que se fue de loco viaje de colegas a Gandía (había selfies que así lo atestiguaban), me hicieron ver, en fin, que el tipo seguía vivo, que estaba desparramando un poquito más de la cuenta, pero que era normal porque se estaba reencontrando consigo mismo, ya se le pasaría.
Y entonces envidié un poco el poder gozar de ese lapso de tiempo que viene después de la catástrofe. Primero viene el golpe y la oscuridad; pero después abres poco a poco un ojo, como cuando despiertas de una resaca, constriñes la cara como si te acabaras de comer un limón, miras a la vida y dices: “bueno, pues algo habrá que hacer”. Y te apuntas a clases de tango, o vas a uno de esos desangelados locales de citas rápidas, o te haces un piercing en el pezón, cualquier cosa inútil que te haga sentir vivo.
Eso es ahora el Barça: el pequeño navío que flota tras la tormenta. Con un presidente que parece vivir en otro mundo y que insta –en altisonantes off the record– a su entrenador de manera enfermiza a preservar un estilo que tal vez ya no exista. Con un entrenador, a su vez, más preocupado de no hacer el ridículo cada vez que salta al campo que del retrato de Johan Cruyff que se supone tiene en su despacho. Con unas vacas sagradas que cada vez son más viejas y menos sagradas, y que por primera vez en mucho tiempo están expuestas a la ira del socio. Y con unos chavales que no parecen Xavi ni Iniesta (de momento), pero que los tienen mejor puestos que muchos de sus compañeros.
Es el típico Barça que celebraría como un sextete clasificarse para la Champions en el último minuto (como hiciera con el gol de chilena de Rivaldo hace años). Es el Barça de la incertidumbre, la locura y la reconstrucción. Y a mí me produce un pelín de envidia. Pero solo un poco, ¿eh? Yo de momento me quedo como estoy, que uno ya no tiene edad de reconstrucciones.
Siento un poco de envidia del Barça, no es coña. El club catalán, después de un verano tumultuoso que no ha hecho sino coronar varios años de desbarre generalizado en la caja, en el palco, en el banquillo, en el vestuario y, si me apuran, hasta en la confección de las camisetas, ha entrado en un período...
Autor >
Felipe de Luis Manero
Es periodista, especializado en deportes.
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