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Una erupción volcánica –al menos una como la de La Palma– es una catástrofe extraña. La lava destruye y arrasa con idéntica furia que una riada, pero se trata de una furia paciente. Las casas y construcciones que sabemos condenadas permanecen en pie durante horas, días incluso. Como un ser humano en quien ha prendido una enfermedad incurable y terminal, pero que no desvela su azote en forma de degradación física, durante ese lapso, todo está intacto en ellas. Su destino, sin embargo, está sellado: no hay nada que hacer, salvo contemplar la colada aproximarse milímetro a milímetro, con parsimonia de un ent de El Señor de los Anillos; lamer los muros, quebrantarlos, enterrar después la vivienda en que arqueólogos del siglo XXXI –si el Antropoceno no ha acabado antes con nosotros– excavarán y clasificarán teles de plasma, batidoras de pie, revisteros con ejemplares del ¡Hola! y el Semana, mesitas de noche con cajas de condones de sabores en el cajón.
Recordaba estos días Edgar Straehle en Twitter que hay una vieja historia de metáforas volcánicas para las revoluciones. Como la “tercera erupción del volcán de 1789”, siendo la segunda 1830, imaginaba Auguste Desperet la revolución que profetizaba para 1833 en una ilustración en la que una explosión furiosa llevaba inscrita sobre sus llamas la palabra “liberté” y arrojaba grandes piedras que aplastaban todo aquello que Luis Cernuda preferirá, un siglo más tarde, imaginarse arrasado por “un mar, cuya ira azul tragase tanta fría miseria”. Tocqueville dirá antes de 1848: “Estamos durmiendo sobre un volcán”. La revolución como un estallido sorpresivo, como un desastre impronosticable.
Pero tal vez lo interesante de la metáfora volcánica de la revolución no esté en el estallido, sino en las coladas. ¿Es la revolución un acontecimiento? Joseph de Maistre, el más lúcido de los contrarrevolucionarios, entendía que no: la revolución, decía, no es un acontecimiento, sino una época. No es una tarde gloriosa, sino una era. Las tomas de palacio van despacio. Hay, sin duda, un primer estallido, ruido, cenizas asfixiantes. Pero la gran cualidad contraintuitiva de la revolución es ser parsimoniosa. Algo, a alguien, puede aplastar con algún guijarro disparado con puntería, pero lo que la revolución arrasa de verdad, lo arrasa muy lentamente. Lo deglute. También es predecible, como lo ha sido el volcán de La Palma. La sismología ha avanzado que es una barbaridad desde los tiempos del Tambora (cuya erupción en 1815 provocó cambios atmosféricos que generaron en Londres los cielos anaranjados de los cuadros de Turner y el año sin verano durante el cual Mary Shelley imaginó su Frankenstein: hay también una historia vulcanológica de las revoluciones artísticas).
Pero predecible no quiere decir indetenible. No lo son las coladas de La Palma: no hay tajamar que parta su flujo en dos ni empalizada que las contenga, no hay excavadora que las desescombre, son inexorables como una idea a la que le ha llegado su hora. Podemos tan solo huir, trasladarnos, llevándonos con nosotros las pertenencias más valiosas, y tratar de remedar algo del ambiente de la casa vieja en la nueva. Predecimos, por otro lado, que habrá una revolución, pero no cuál, no su cómo, no si llegará al mar o no llegará al mar, si durará un mes, seis o diez años, si el mismo magma bullente brotará, a la vez, por algún Etna distante y envidioso; si provocará un tsunami que devaste la orilla opuesta del Atlántico. Siguen siendo esquivos los volcanes terrestres; siguen no sabiéndolo todo los sismógrafos.
¿Qué es ese ruido?
Una erupción volcánica –al menos una como la de La Palma– es una catástrofe extraña. La lava destruye y arrasa con idéntica furia que una riada, pero se trata de una furia paciente. Las casas y construcciones que sabemos condenadas permanecen en pie durante horas, días incluso. Como un ser humano en quien ha...
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Pablo Batalla Cueto
Es historiador, corrector de estilo, periodista cultural y ensayista. Autor de 'La virtud en la montaña' (2019) y 'Los nuevos odres del nacionalismo español' (2021).
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