Miguel Ángel Martínez del Arco / autor de ‘Memoria del frío’
“Manoli supo liberarse de los modelos de comportamiento impuestos a las mujeres en el franquismo”
Gorka Castillo 21/09/2021
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Dos herencias afloran en el sociólogo y escritor Miguel Ángel Martínez del Arco (Madrid, 1961) cuando habla de su nuevo libro, ‘Memoria del frío’ (Hoja de Lata, 2021). Una, indiscutible, es la memoria de su madre, Manoli o Manolita del Arco, la infatigable mujer que más tiempo pasó en las tenebrosas mazmorras del régimen franquista y protagonista de la obra. La otra estaba oculta en el arcón de su cama. Casi 5.500 cartas de la correspondencia que intercambió con Ángel, su padre, de celda a celda. Una relación epistolar que refresca sus recuerdos de la infancia, de su familia “en la que incluyo a las compañeras de mi madre, un grupo de mujeres impresionantes que crearon un espacio de transgresión brutal frente al orden establecido. Ellas también me educaron”, dice Miguel Ángel. Mujeres hermanadas por lazos afectivos que revistieron con el acero inquebrantable de la resistencia. “Angelines, Juanita, Feli, Paquita, Merceditas. Todos en diminutivo por esa tendencia a infantilizarlas y a postergarlas, incluso entre sus propios camaradas de partido que conservaban sus nombres de pila o fueron recordados por sus apellidos. Fueron las feministas”, remarca.
El resultado es una novela biográfica fortísima, con momentos electrizantes de la vida de Manoli que su hijo ambienta con una pulsión emocional casi hitchckoniana. “En realidad, hablo de mi memoria. Lo que ha quedado en mí de todo aquello, de las sorpresas que poco a poco fui descubriendo en archivos y cartas de mi madre”, añade. Y en ese afán detectivesco que le movió, surge la revelación de un lenguaje clandestino donde se compartía casi todo. “Tuve una infancia feliz. Mi casa era una biblioteca abierta que se llenaba de niños porque había cuentos y me llevaba al Museo del Prado a jugar”, rememora. Hubo más cuestiones que resultaron determinantes en la vida por el valor equitativo que le inculcó. “Por ejemplo, desde el principio se dividieron las labores domésticas. El cuidado era de todos”. Era su forma de combatir al patriarcado franquista. Manoli del Arco falleció en 2006 pero vivirá eternamente en esta obra. El próximo jueves 23 de septiembre, en el marco de la Feria del Libro, Miguel Ángel presenta Memoria del frío en la Biblioteca pública Eugenio Trías del madrileño Parque del Retiro. Será el momento de hacer memoria, pensar en alto y hablar claro.
¿Por qué Memoria del frío?
El libro iba a llamarse “No desistir” porque tiene mucho que ver con la gente que encuentra en la resistencia un espacio de vida activa. Sin embargo, a medida que avanzaba, me di cuenta de que el frío tiene una presencia permanente en el relato. Fue algo lacerante, casi peor que el hambre durante la Guerra Civil y la posguerra. Lo curioso es que no fui consciente de ello hasta que lo acabé y vi que era un hilo conductor muy útil para simbolizar lo que significó aquella época. Todos esos años del plomo… El plomo es también frío. Hablo de mi memoria. Lo que ha quedado en mí, que si la destilara, el frío sería una constante.
Manoli y sus compañeras representaron un espacio de transgresión frente al orden establecido. Fueron feministas sin saberlo
¿Quién fue Manolita del Arco?
Mi madre. Es la mujer que me educó y trató de transmitirme unos valores donde confluyen su decisión de convertirse en una mujer militante comunista con todo lo que supuso la República para ella. Era hija de una cocinera analfabeta y madre soltera, cuyo padre, mi bisabuelo, la expulsó del hogar por haberse quedado embarazada. Esto fue lo que provocó que mi madre acabase en Madrid, en casa de una tía que había ejercido como doncella de Francisco Pi y Margall, presidente de la I República. Gracias a ella, mi madre pudo estudiar en un centro para mujeres ligado a la Institución Libre de Enseñanza y matricularse en Derecho poco antes del comienzo de la Guerra Civil. Fue una mujer que accedió a la cultura y a la universidad, a diferencia de muchas de sus compañeras de prisión. Y eso responde al fenómeno extraordinario que supuso la República, uno de esos momentos que se producen en la historia y que, aunque duró poco tiempo, generó una corriente de energía que permitió que un pueblo entero trascendiera a sí mismo y fuera capaz de tener una edad de oro en cultura y derechos. En aquella época, el aprendizaje era un ascensor social y un espacio de igualdad.
Fue la mujer que más tiempo permaneció en las prisiones franquistas, 19 años. Sufrió torturas y llevó a cabo una huelga de hambre en la cárcel de Segovia junto a cinco compañeras.
La historia de Manoli y de todas esas mujeres presas está conformada por una especie de urdimbre que es la que cuento en el libro. A mí me sirvió el componente que ellas tuvieron con el tejido. Estas mujeres tejieron durante todos los años que estuvieron presas. Hilaban uniformes, telas y esas cosas como mano de obra esclava pero también hacían paños que enviaban fuera de la cárcel para ayudar a sus familias a sostenerse económicamente. Y todo lo registraban en cuadernos de claves que escondían todo un lenguaje clandestino. Era casi como una escritura de estilo cuneiforme, ininteligible, que mi madre nunca me lo descifró pero que circuló entre la población reclusa e, incluso de cárcel a cárcel, con noticias que servían para mantenerlas informadas. Lo significativo de todo esto es que, en su propia fragilidad, estas mujeres activaron elementos importantísimos para sus vidas que resultaban imperceptibles para el aparato represor carcelario.
Ella nunca fue conocida como Manuela sino como Manolita o Manoli. ¿Hubo algún motivo?
Efectivamente, ella siempre fue Manolita o Manoli. Nunca se llamó a sí misma Manuela porque no le gustaba el nombre, pese a ser mucho más bonito. Pero no sólo le ocurrió a ella. Recuerdo a todas las mujeres de su vida por los diminutivos –Angelines, Juanita, Feli, Paquita, Merceditas– aunque algunas, como es lógico, recuperaron sus nombres rotundos en la Transición. Las Juanitas volvieron a ser Juanas, las Manolitas se convirtieron en Manuelas, etc. Sin embargo, me pareció importante preservar los diminutivos en el libro porque, de algún modo, refleja las características de aquella época. Por ejemplo, la tendencia a infantilizarlas y a postergarlas con los diminutivos, incluso entre sus propios camaradas porque, ellos sí, conservaban sus nombres de pila o fueron recordados por sus apellidos. Desde una visión feminista, creo que el uso de los diminutivos engrandece el anclaje que estas mujeres desempeñaron en la vida comunitaria y, hasta cierto punto, son una muestra de su resistencia al patriarcado imperante. En el caso de mi madre, quiso ser Manoli hasta el final de sus días.
Pero los nombres diminutivos son una costumbre popular
Sí, pero también una manera de dominación patriarcal que durante el franquismo fue especialmente cruel con aquellas mujeres que querían desarrollarse intelectualmente. Para ellas, fueron 40 años de oportunidades restringidas, de no poder estudiar, de ser relegadas a un papel subalterno. Mientras unas peleaban contra la injusticia y la ignorancia, otras lo defendían para sostener sus privilegios. En este sentido, Manoli y sus compañeras representaron un espacio de transgresión frente al orden establecido. Fueron feministas sin saberlo, capaces de reivindicar un lugar propio, “su cuarto propio” que decía Virginia Woolf, construido con muchos componentes de la clase obrera organizada en el periodo de entreguerras, pero también con elementos que tienen que ver con una cotidianidad muy ligada a los cuidados.
En esa tesitura, ¿cómo logró resistir Manoli la presión de un Estado nacionalcatólico fundamentalista como era el español?
Algunas tuvieron el arte, cada una a su manera, de liberarse y transgredir todos esos modelos de comportamiento impuestos. Mi madre, por ejemplo, hablaba constantemente de fumar pese a que estaba mal visto. Para ella, fumar era un acto de rebeldía, de desobediencia. Pero es que, además, pelearon contra la estructura orgánica de su propia militancia, contra sus compañeros y parejas, que también las situaban en un lugar secundario. Y eso ocurrió incluso dentro de un partido político, el PCE, cuya secretaria general era mujer (Dolores Ibarruri), pero que no tuvo una particular visión de género. Mi madre fue fundadora del Movimiento Democrático de Mujeres, unos de los primeros grupos feministas de España que reclamaron su propio espacio en la sociedad de los años 60 y que no era otra cosa que tener autonomía económica, jurídica y legal; y por supuesto, educación. Es decir, querían decidir sobre sus propias vidas.
Citaba a La Pasionaria y a los dirigentes comunistas que imponen la moderación desde el exilio para ser legalizados. Aceptan la bandera rojigualda, la unidad de España, la monarquía y las Fuerzas Armadas franquistas. ¿Cómo vivieron estos episodios su madre y sus compañeras?
En el plano personal, se vieron como arrumbadas porque habían dejado de ser necesarias después de décadas de lucha desde el interior. Pero como eran unas mujeres muy disciplinadas, creo que lo aceptaron, con mucho resquemor, por un bien mayor como era la llegada de la democracia. Sin embargo, no fue tanto el pacto de olvido lo que les afectó sino el fracaso de sus sueños de ruptura, el desencanto por la aceptación de la reforma que impone el aparato que llega de París, que terminó destrozando un partido que, con todos sus errores, se había construido en España con un eje de militancia muy transversal. Hay que entender que ellas tenían desarrollado un sólido argumentario político, de objetivos, que se van al carajo y que, años después, les produce una visión muy crítica sobre lo ocurrido.
Durante los 19 años que estuvo encarcelada, mantuvo una intensa relación de amor con Ángel, su padre, también preso político y al que solo pudo ver en contadísimas ocasiones durante su cautiverio. ¿Cómo lograron mantener su romance?
Estaban enamorados y su relación no se vio dañada por el desgaste de la convivencia. En mi opinión, eso fue determinante, aunque hubo muchos factores más. Por ejemplo, la manera tan particular que tuvieron de crearse un espacio afectivo común durante esos años. Y otro elemento que influyó, sin duda, fue una militancia antifascista que ambos ejercieron como una sensibilidad afectiva, de amistad, de sororidad comunitaria. Sobre todo, mi madre.
Estas mujeres, no los hombres, fueron capaces de trenzar lazos políticos sin olvidar el lado emocional
Intercambiaron miles de cartas desde sus celdas. Misivas que usted, años después, descubrió de casualidad. ¿Qué encontró en ellas?
Así fue. Un día abrí el arcón de mi cama y dentro había una bolsa con casi 5.500 cartas, 5.463 exactamente. Luego supe que aquello sólo era un tercio de la extensa relación epistolar que mantuvieron porque siguieron escribiéndose incluso cuando ya recobraron la libertad y vivían en la misma casa. Son cartas con una carga de expresividad enorme que sólo es posible descubrir leyendo entre líneas porque sólo podían contarse la oficialidad de lo que les sucedía. Y yo, que he sido educado en afectos poco sentimentales y considero el lado romántico del amor como un elemento represivo, me encontré que entre ellos hubo una relación ferozmente romántica. ¡Es que se dicen constantemente lo que se quieren y añoran! Sin embargo, mi madre no cejó de reivindicar su posición sobre su propia vida. Ella era ella. La conclusión a la que he llegado es que estas mujeres, no los hombres, fueron capaces de trenzar lazos políticos sin olvidar el lado emocional, poniendo sus vidas en el centro, sin sentimentalismos.
Al poco de quedar ambos en libertad tuvieron a su único hijo, usted. ¿Qué educación recibió?
Tuve una infancia diferente, liberal, dura, exigente en algunas cosas pero muy feliz. Vivíamos en un barrio obrero de Madrid, en Canillejas, y mi casa era una biblioteca abierta que se llenaba de niños porque había cuentos. A mi madre le encantaba el Museo del Prado y organizaba yincanas con mi grupo de amigos. Y un día nos ponía a buscar caballos blancos entre obras de arte. Otra cosa que me ahorraron fue la pelea contra la educación religiosa. No estoy bautizado. Y luego había otra serie de cuestiones, que pueden parecer menores, pero que han resultado importantes en mi vida por su valor equitativo. Por ejemplo, desde el principio se dividieron las labores domésticas. Mi padre hacía la comida y mi madre la cena. El cuidado era de todos. Ahí empecé a darme cuenta de la vulnerabilidad de estas mujeres porque yo nací en 1961, cuando mi madre ya tenía 41 años, y para muchas de sus compañeras fui también su hijo.
Y hoy, ¿quién es Miguel Ángel Martínez del Arco?
Para lo que nos concierne es alguien que ha querido recuperar un ámbito de la memoria que me parecía importante y que la escritora Edurne Portela denomina en el prólogo de Memoria del frío la postmemoria, es decir, lo que ocurrió hace 80 años tiene trasuntos que pasan por las generaciones actuales. En cierto modo, he intentado poner un granito de arena en los procesos de justicia y reparación de la memoria, poner en valor a las personas que mantenemos viva esta sociedad. Los que hablamos claro, pensamos alto y sentimos profundo
Dos herencias afloran en el sociólogo y escritor Miguel Ángel Martínez del Arco (Madrid, 1961) cuando habla de su nuevo libro, ‘Memoria del frío’ (Hoja de Lata, 2021). Una, indiscutible, es la memoria de su madre, Manoli o Manolita del Arco, la infatigable mujer que más tiempo pasó en las tenebrosas...
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Gorka Castillo
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