NUNCA ES DOMINGO (I)
No estamos locos
A propósito de la filosofía reaccionaria de Jean-François Braunstein
Pablo Caldera 9/10/2021
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Uno de los argumentos más terroríficos –no por ello menos repetido– de la reacción transexcluyente es el que imagina un mundo en el que individuos híbridos van eligiendo su posición en el sistema sexo-género según les plazca: alguien desayuna como hombre, a la hora del té es no binario y cuando se acuesta ha decidido que es una mujer; al día siguiente se levanta y no se siente cómoda con su género autodeterminado y entonces, vuelta la mula al trigo, decide volver a ser hombre y también, por qué no, mientras desayuna pan con mantequilla vegana piensa en plantarle un beso a cabra o en desconectar a su padre de la máquina de oxígeno que lo mantiene con vida. Pese a lo estrambótico es más o menos así como pinta el filósofo francés Jean-François Braunstein la vida de un joven posmoderno que sigue los preceptos de las “locuras filosóficas” de nuestro tiempo: la teoría queer, el animalismo, la bioética.
Quien quiera acercase desde el prejuicio sistemático a la teoría queer encontrará en la versión de Braunstein un apoyo fundamental: datos falsos
Braunstein, profesor de Filosofía Contemporánea en París 1 y defensor acérrimo de lo “políticamente incorrecto”, ha escrito un libro en el que pretende destrozar las teorías que, según él, son las culpables de la pérdida de horizonte racional de la filosofía. “Si el género no tiene que ver con el sexo, ¿por qué no cambiarlo todas las mañanas? (…) Si ya no hay diferencias entre animales y humanos, ¿por qué no tener relaciones sexuales recíprocamente satisfactorias? (…) ¿y por qué no cambiar de paso el criterio de la muerte y nacionalizar a los cadáveres para poder extraer órganos en buen estado en provecho de vivos más prometedores?”, se pregunta Braunstein en la introducción, dejando en evidencia su ánimo de reducir al absurdo las filosofías que critica. El modelo Braunstein, que en España viene introducido por el fajista Fernando Savater, no es algo nuevo; es más: lleva rondando la Academia una década, esperando su momento mainstream para eclosionar. En Francia, son ciertos filósofos e intelectuales de renombre como el televisivo Michel Onfray, Jean-Pierre Digart, Bérénice Levet, Allan Finkielkraut o el propio Braunstein quienes personifican este movimiento reaccionario y anti-identitario. En España, sin embargo, y a excepción de académicas ancladas en la segunda ola como Amelia Valcárcel o Celia Amorós, han sido ciertos polemistas o periodistas culturales quienes se han opuesto a la locura. No por ello el nivel de debate planteado en Francia es menos ridículo, pero sí merece una discusión más focalizada: a diferencia de Bernabé, Soto Ivars o Lenore, Braunstein y compañía sí se han tomado el tiempo de leer –y malinterpretar– a Judith Butler, Donna Haraway o Peter Singer. De hecho, el exitoso libro de Braunstein es rico en referencias malintencionadas: empieza con una caricatura del réprobo John Money, a quien categoriza como “creador” de la teoría de género. Poco importa que Judith Butler o Teresa de Lauretis hayan negado en más de una ocasión su vinculación con Money o que hayan asimismo tachado el caso de su paciente Janet/David Reimer, operado en la infancia y criado como una niña, como una “locura normativa”. Lo que opinen Butler, Wittig o Fausto-Sterling, como digo, da igual, porque basta un flagrante caso de mala praxis médica como el de Money para negar todo el argumento transfeminista. Quien quiera acercase desde el prejuicio sistemático a la teoría queer encontrará en la versión de Braunstein un apoyo fundamental: datos falsos –Braunstein afirma: “Pediatras estadounidenses denuncian hoy las consecuencias destructivas de la moda transgenerista en los alumnos de colegio e institutos” sin mencionar quiénes, cuántos y en qué condiciones–, citas descontextualizadas y rebuscadas, acusaciones de pederastia o inducción al suicidio y un fuerte y comprometido trabajo de deslegitimización. Para ello se sirve Braunstein de un concepto que, dada su equivocidad, viene a ser el mismo que traen a colación nuestros periodistas a la izquierda de la “izquierda cultural”: el de materialidad.
En la parte dedicada a la teoría queer, Braunstein no solo se encarga de afirmar que un mundo sin diferencia sexual sería imposible –algo que, de tan lejano, parece impensable y descabellado, y que no es sino el horizonte de ciertas autoras–, sino de argumentar por qué, a su parecer, el pensamiento de Judith Butler o Paul B. Preciado conduce a una completa negación de la “materialidad del cuerpo”. Pero ¿cómo es posible que la autora de Cuerpos que importan y el promotor del materialismo prostético anulen el cuerpo? ¿No se sitúan ellas en el punto contrario, el que persigue la autoafirmación del cuerpo? Quien se haya acercado mínimamente a la obra de Butler comprenderá que hay dos conceptos que marcan su filosofía: interdependencia y normatividad. Braunstein no menciona ninguno de los dos, y trata de ligar la falta de objetividad en la concepción queer del cuerpo con la negación de la propia materia corporal. En efecto, si todo cuerpo, como argumenta Butler, es interdependiente y aparece constantemente en marcos de legibilidad y normatividad que lo preexisten, es que no es del todo “nuestro”, no nos pertenece totalmente. Al contrario: el cuerpo se forma en el vínculo, en la relación; obedece a un impulso de desposesión constante. En ese sentido, claro está, no existe algo así como una “objetividad de la carne”, sino una amalgama de leyes, normas y vínculos que incapacitan la autoafirmación constante. ¿Cómo puede Braunstein argumentar, entonces, que “el proyecto de Butler, confesado sin ambages, consiste en negar radicalmente la existencia del cuerpo”? La respuesta no es fácil. Para ello, hay que desmontar el texto: anticipándose a los conocimientos del lector, Braunstein saca a colación el dualismo platónico mente-cuerpo antes de proceder a la demolición de la teoría queer. Una vez hecho esto, y sin mencionar la desaparición de ese binomio en el pensamiento butleriano, hace uso de la distinción dual para afirmar que, si no existe el cuerpo objetivo, entonces solo existe la conciencia como motor de la voluntad de autodeterminación, siendo el cuerpo “ese cadáver repugnante con el que [el individuo] no soporta tener que vivir”.
Que Butler renuncie a delimitar las fronteras materiales del cuerpo para no caer en un universalismo morfológico o negar la interdependencia no implica la absoluta negación de este. Es más, lo que sí niega el cuerpo –o los cuerpos, o ciertos tipos de cuerpos– es el afán por buscar una objetividad total del mismo, anulando así la pluralidad y la interdependencia. ¿Cómo pedirle a Butler que niegue uno de sus conceptos básicos? No habría problema alguno si esto quedara en una mera disputa teórica, pero Braunstein utiliza sus argumentos con fines marcadamente partidistas: no permitir el desarrollo de leyes que protejan a las personas trans.
El mero planteamiento de la cuestión de la vida que merece la pena le parece una aberración nazi, como si la ética aún tuviera que preguntarse por cuestiones estancas como la virtud y la justicia
El vínculo entre locura filosóficay marco legal se hace aún más acuciante en la segunda parte del libro, dedicada a la “locura animalista”. Este es sin duda el bloque menos logrado y desquiciante de los tres: basta mencionar que se cierra con dos capítulos dedicados a las supuestas prácticas zoofílicas de Peter Singer y Donna Haraway.
Braunstein se propone debatir las raíces del antiespecismo, teoría propuesta por Richard Ryder, Peter Singer y Tom Reagan que pretende acabar con la discriminación hacia los animales atacando a la idea misma de especie. En resumidas cuentas, lo que estos filósofos defienden, basándose en el ejemplo de los “casos marginales”, es que hay animales, que pasan por el matadero cada día,cuya capacidad de sentir placer y dolor y cuya conciencia del mundo circundante es mayor que la de ciertos humanos, como una persona en coma irreversible o un niño con una grave disminución psíquica. A raíz de ese hecho, los filósofos argumentan que, si estos seres humanos, pese a no ser capaces de dotarse a sí mismos de derechos, están a toda costa protegidos legal y moralmente, por qué permitimos el maltrato y abuso diario de mamíferos desarrollados. La conclusión es que el único criterio de valoración en estos casos es la pertenencia a la especie sapiens sapiens, que ofrece un marco de protección cuasi sagrado. El controvertido argumento no persigue, en todo caso, que tratemos a los humanos al límite de sus capacidades como animales, sino que dotemos a ciertos animales de los mismos derechos. Contra los derechos de ciertas especies animales solía argumentarse que no puede haber sujetos de derecho incapaces de discutir o comprender la protección legal, pero el argumento de los casos marginales derriba tal prejuicio.
El problema es que, una vez comprendido este argumento, solo queda aceptarlo o replegarse en el antropocentrismo con el fin de negarlo. Y eso mismo hace Braunstein, que no para de comparar a Singer, descendiente de judíos exiliados, con Hitler. A Braunstein le quedan pocas armas para contraargumentar el ejemplo de los casos marginales, y decide centrarse en otras cuestiones polémicas debatidas por Peter Singer para evitar la confrontación directa. Afirma que el animalismo es un anti-humanismo peligroso, ataca a las raíces urbanitas de la teoría y a su desconocimiento real de “la vida de los animales” y se atreve a afirmar que no está claro que las zanahorias sientan dolor. El argumento irrita tanto que al francés no le queda sino concluir que los antiespecistas “odian a los humanos” y pretenden acabar con la humanidad mediante el borrado de las fronteras de especie. Así, el libro sirve como un confirmador de prejuicios: quienes no hayan querido acercarse a Butler, Singer, Nussbaum o Haraway –y todos los críticos que han hablado bien del libro, de Fernando Savater a Enrique García-Maíquez, admiten esa carencia– encontrarán una excusa para no hacerlo nunca. La defensa reaccionaria de la Filosofía que cimienta aquí Braunstein pasa por una estrategia parcelaria que podría considerarse directamente anti-filosófica: evitar los problemas. No hay nada proposicional en la filosofía de Braunstein, que maneja un concepto de “crítica” que, en vez de estar al servicio de la destrucción de prejuicios, es utilizado como sesgo de confirmación.
La estrategia persuasiva reaccionaria necesita de un mundo maleable y reductible a sus propios prejuicios con el objetivo de que sirva de esquema interpretativo
Lo que tienen en común el antiespecismo, la teoría queer y ciertos postulados bioéticos que irritan a Braunstein es el cuestionamiento de las fronteras epistémicas entre hombre y mujer, humano y animal, muerte y vida. Poseído por un miedo antropocéntrico, como un personaje de Houellebecq, Braunstein tacha de aberrante el mero planteamiento de cuestiones como la “calidad de vida” o los “derechos animales”. Para él forman todos parte de un nihilismo teórico que ataca las raíces del pensamiento occidental. Por ello, Braunstein insiste en el origen anglófono de las filosofías que critica, sacando a relucir la diferencia cultural para criticar la universidad americana. A la vez que alerta de los peligros del “islamismo radical”, admira la escasa preocupación en los países musulmanes sobre la eutanasia, los derechos trans o el animalismo. Una de las conclusiones que podemos sacar de la lectura de La filosofía se ha vuelto loca es que, a mayor desacralización, mayor perversión moral.
En ese sentido, considera Braunstein que la reflexión bioética sobre la muerte cerebral, el coma irreversible y la eutanasia constituye “el colmo del nihilismo”, porque “la muerte ya no tiene nada de sagrado y solo es un problema técnico”. El mero planteamiento de la cuestión de la vida que merece la pena le parece una aberración nazi, como si la ética aún tuviera que preguntarse por cuestiones estancas como la virtud y la justicia. Es cierto que la idea de los “indicadores de humanidad” y la separación conceptual entre personas y no-personas puede ser escalofriante desde un punto de vista católico, pero, por mucho que choque, no lo es desde el ámbito científico o filosófico. No obstante, es comprensible el miedo ante la desacralización de la vida, la pérdida del eje sagrado. No lo es tanto, sin embargo, el hecho de que los mismos que se echan las manos a la cabeza por el cuestionamiento bioético de un ser humano inconsciente, impedido, sin futuro ni sensibilidad y alimentado por una máquina, reaccionen con indiferencia –y, en ocasiones, con insólita maldad– ante el abandono de las vidas migrantes en el Mediterráneo. Es más, el paradigma de la “sacralización de la vida” no es siquiera universal, sino que se ofrece dentro del marco de vida hegemónico, blanco y occidental, tal y como explica Butler en Marcos de guerra. Por otro lado, los argumentos de Singer, siempre bien fundados, pueden sorprender por su frialdad analítica, pues el filósofo australiano siempre ha intentado sacar conclusiones extremas de ideas establecidas como las de “persona”, “humano”, “niño” o “animal” con el fin de desmantelar prejuicios: a eso conduce la difuminación de fronteras, muchas veces entendida como un fin en sí mismo.
Bajo una buena voluntad, argumenta Braunstein, se esconde el proyecto de un mundo abyecto en el que el agenerismo, la zoofilia, la experimentación con humanos o la eugenesia activa estarían a la orden del día. Ni un solo comentario, sin embargo, a los contextos y realidades a los que estas filosofías prácticas reaccionan: ni un solo dato sobre los millones de animales tratados como objetos de una industria feroz, su maltrato y su impacto medioambiental; ni rastro de la absoluta falta de derechos para las personas trans o no binarias en la mayor parte del mundo, ni una referencia a aquellos individuos que claman a favor de una muerte digna. Como buen filósofo, Braunstein sabe que en el plano especulativo todo es posible. En ese mismo campo se colocan los experimentos mentales de Singer o Reagan que tanto irritan a Braunstein, así como las metáforas y utopías ficticias de Haraway. En un caso se trata de proponer alternativas al servicio de la eliminación del sufrimiento; en el otro, de llevar los argumentos hasta sus conclusiones radicales e imaginar cómo sería un mundo dirigido por Butler, Nussbaum y Singer. Nada más lejos de la realidad. Braunstein utiliza, en definitiva, los mismos mecanismos persuasivos que aquellos filósofos que quiere destrozar: difumina las causas sociales y fácticas de sus argumentos y expande las posibles conclusiones hacia contextos hoy en día inimaginables; niega el determinante papel del azar, del disenso, de la tensión, del antagonismo social. Ni siquiera trata de contraargumentar, sino de construir un mundo ficticio, sin entender que la bioética, el animalismo o la teoría queer reaccionan a una realidad social concreta, en la que Braunstein o Houellebecq, aunque lo nieguen, ocupan una posición menos periférica que los antiespecistas o las transfeministas. La estrategia persuasiva reaccionaria necesita de un mundo maleable y reductible a sus propios prejuicios con el objetivo de que sirva de esquema interpretativo. Así, una vez tomados esos prejuicios como paradigmas reinantes, todas las consecuencias que se saquen sonarán radicales e incongruentes para alguien que desconozca las realidades que pretenden atajar. El único que demuestra que la filosofía se ha vuelto “loca” es aquí el propio Braunstein, habitante de un mundo teorético que hiperbólicamente crea, al dotar de un poder inimaginable a los padres de las “disciplinas abyectas”.
Uno de los argumentos más terroríficos –no por ello menos repetido– de la reacción transexcluyente es el que imagina un mundo en el que individuos híbridos van eligiendo su posición en el sistema sexo-género según les plazca: alguien desayuna como hombre, a la hora del té es no binario y cuando se...
Autor >
Pablo Caldera
Pablo Caldera (Madrid, 1997) es graduado en filosofía e investigador en epistemología y cine en la Universidad Autónoma de Madrid. 'El fracaso de lo bello' (La Caja Books, 2021) es su primer libro.
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