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Decía Azaña que, cuando un régimen se cae, se caen su anverso y su reverso. Un régimen, incluso un régimen totalitario, es también su oposición, sus adversarios, las formas en que estos se alzan contra él. Y cuando se cae, se cae todo. Cuando el franquismo se terminó, se acabó también el que había sido su antagonista más formidable: el Partido Comunista de España. El Movimiento Nacional tenía enfrente un reflejo especular: un partido que era más que un partido; que era una densa malla asociativa que incluía desde asociaciones de vecinos hasta sociedades culturales, a la que entraba a militar todo aquel o toda aquella que quería hacer algo contra la dictadura, aunque en el fondo no comulgase con los Principios Fundamentales que juraba protocolariamente o en los que se convencía de creer (y de ahí la desbandada de la democracia hacia otros partidos). Otro Movimiento Nacional. Pero también él se esfumó con la Transición: Carrillo cayó con Franco (y con Suárez).
Cuando un muro se cae, no se cae solo hacia un lado, sino que aplasta a sus dos orillas. Julio Anguita decía esto mismo del de Berlín. Los cascotes de aquella tapia aplastaron, sí, al bloque soviético, pero cayeron también sobre el consenso socialdemócrata de la Europa occidental de la posguerra. El mundo de Willy Brandt y Olof Palme pereció con el de Erich Honecker. El mismo vendaval se los llevó a ambos, aunque a ritmos distintos. La Unión Soviética era un gigante de paja y voló de un solo soplido; la democracia social de mercado, pese a todo, una casa de ladrillo de cimientos sólidos que no eran solamente, como a veces se afirma, el miedo de las élites a la revolución bolchevique y su sentirse obligadas a mantener satisfechos a los obreros occidentales, sino también la exigencia de una recompensa por parte de los mártires proletarios que libraron y ganaron la segunda Gran Guerra. El colapso de la URSS debilitó al Estado del bienestar occidental en lo que tenía de lo primero, pero aún perduraba la inercia de lo segundo. Thatcher y Reagan soplaron y soplaron y algo, bastante, derruyeron, pero la casa del bienestar siguió en pie como no siguió en el Este, pasto en horas veinticuatro de la glotonería friedmanita y la terapia del shock, que allá se apellidó Gaidar o Balcerowicz.
Aquel vendaval sigue hoy soplando, erosionando y derruyendo; es un vendaval paciente o algo así como el ácido gástrico del buche en que nos devoraron: tarda más en digerir unos alimentos que otros, pero a todos acaba disolviendo. Lo que ocurrió al otro lado del Telón de Acero ocurre acá retardadamente o de manera más parsimoniosa. Y eso vuelve interesante para nosotros leer a quienes tomaron el pulso de aquel proceso: al fin del homo sovieticus que da título a uno de los libros de la Nobel bielorrusa Svetlana Alexiévich, el desencanto que Adam Michnik retrata en En busca del significado perdido o el regreso del totalitarismo del que Masha Gessen hace la crónica en El futuro es historia. En los últimos años, se han publicado en España varias traducciones de reporteros del Este –polacos sobre todo– que cartografiaron la macro- y microhistoria de este después del Muro: así Witold Szabłowski (Los osos que bailan), Margo Rejmer (Barro más dulce que la miel; Bucarest: polvo y sangre) o Jacek Hugo-Bader (Diarios de Kolimá; En el valle del paraíso). Y en todos ellos palpitan inquietantes advertencias indirectas sobre nuestro propio mundo. En el presente del Este puede leerse, pre-verse, el porvenir del Oeste: las privatizaciones salvajes, la precarización, la feudalización y oligarquización del poder, la política antipolítica, las reacciones ultranacionalistas, el regreso triunfal de valores y violencias reaccionarios que de pronto parecen subversivos.
Hay en el recién publicado En el valle del paraíso, del osado Hugo-Bader, un reportaje especialmente absorbente y perturbador; el último este recopilatorio de viajes por las ruinas de la URSS publicados a lo largo de los años en la Gazeta Wyborcza, el mayor diario polaco. Todo está en él de cierto modo. El reportero se adentra en la historia de Liúbertsi, un barrio de Moscú cuyos adolescentes, en un momento dado, comenzaron a pasar el tiempo libre en gimnasios informales improvisados en sótanos, consagrados con fervor monacal a su propia musculación y a una rigurosa abstenencia de alcohol, tabaco e incluso sexo. Más tarde, “a principios de 1987 –cuenta Hugo-Bader–, los ya creciditos muchachos de los sótanos de Liúbertsi emergieron a la superficie”. Se convirtieron en grandes bandas que perseguían a los neformaly; cajón de sastre al que arrojaban a un mundo de tribus urbanas germinadas al calor del contacto con extranjeros durante los Juegos Olímpicos de Moscú: hippies, punkis, heavies, breakdancers, rockeros, Hare Krishna. “Hacíamos”, cuenta un liúbertsi al reportero, “una zachistka, una limpieza de extranjeros. Organizábamos cacerías de hippies, punkis, de todos esos melenudos... En los días festivos solían reunirse en el Parque de la Cultura y el Ocio Gorki. Y allí los pillábamos. [...] Les dábamos de hostias a base de bien, les cortábamos las melenas, los dejábamos en pelotas”, cuenta Misha entusiasmado. “Ellos no eran de los nuestros, no eran soviéticos. Tomaban drogas, escuchaban música extranjera, tenían dinero, padres con buenos cargos, ropa de fuera. Nosotros teníamos el principio de ‘nada importado’. No teníamos nada que ver con esa juventud dorada. Éramos una base sana formada por proletarios e ingenieros”.
Eran los años terminales de la Unión. Desabastecimiento, miseria, crisis general, retracción del Estado, huidas hacia delante, sálvese quien pueda. Otro entrevistado, Seriozha, cuenta a Hugo-Bader cómo las relaciones de vecindad reemplazaron a las familiares, rotas debido al tamaño de la URSS y a la emigración interna en busca de oportunidades. “El individualismo estaba mal visto. Entre nosotros regían costumbres muy rusas, campesinas. Todas las fiestas, por ejemplo, los cumpleaños, se celebraban con los vecinos. A las que organizaban mis padres acudían los vecinos de toda la escalera, venían en zapatillas de andar por casa. Cada uno traía una silla, una botella de regalo y tres claveles. La célula social básica era la familia y justo después venía la escalera. La gente se prestaba dinero, criaba en común a los hijos, y si alguien de fuera pegaba a un niño en el patio, todas las mujeres de la escalera salían en bata en su defensa. […] Yo tengo un primo hermano en Jabárovsk. No lo he visto en mi vida. Los chicos de la escalera son mis hermanos. Y los del bloque, digamos que mis hermanastros”.
Cuando la URSS cayó, los liúbertsi se dispersaron, y algunos se convirtieron en piezas indispensables de la nueva política parlamentaria en tanto que chórniye piárschiki: especialistas en mala prensa. “En los países de la antigua Unión Soviética”, relata Seriozha, “nada ayuda tanto a un candidato como que atenten contra su vida. Basta con lanzar una granada en la puerta de su sede electoral, por la que no aparece nunca, para que los periódicos de toda la región se hagan eco del atentado contra nuestro queridísimo candidato. Y nuestro pueblo lo sabe muy bien: si quieren matar a alguien, eso quiere decir que es bueno, honrado”. Allá donde lo envían –registra Hugo-Bader–, Seriozha siempre empieza por los ancianos. Acude a sus casas y, haciéndose pasar por un encuestador, les pregunta por quién van a votar. Y si no le responden el candidato correcto, les dice que en el bloque donde no gane el presidente en funciones subirá el precio del alquiler o cortarán el gas.
Todo está ahí en cierto modo, decíamos. En cierto modo que no es literal. No hay entre nosotros musculados escuadristas que corten las melenas de los melenudos. Pero tal vez quepa decir que no los hay todavía. Una de las características de nuestra era es una vertiginosa proliferación de gimnasios y de hombres –y mujeres, pero muy sobre todo hombres– consagrados con fervor frailuno a ascesis culturistas y deportivas. Hombres, muchas veces, solos, desarraigados, que encuentran en el gimnasio un sentido de comunidad que no pocas veces acaba entretejiéndose de misoginia y otras vengatividades reaccionarias que han ido adueñándose del Zeitgeist, vendiéndose subversivas.
Los sótanos de nuestro mundo, sí, también están de parto.
Decía Azaña que, cuando un régimen se cae, se caen su anverso y su reverso. Un régimen, incluso un régimen totalitario, es también su oposición, sus adversarios, las formas en que estos se alzan contra él. Y cuando se cae, se cae todo. Cuando el franquismo se terminó, se acabó también el que había sido su...
Autor >
Pablo Batalla Cueto
Es historiador, corrector de estilo, periodista cultural y ensayista. Autor de 'La virtud en la montaña' (2019) y 'Los nuevos odres del nacionalismo español' (2021).
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