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Corría el mes de enero y la noche ya había caído sobre los espesos bosques de Argovia. Me dirigí de vuelta al gran chalet por la estrecha y cuidada senda pisando sobre los restos crujientes que aún quedaban de la última nevada.
Nadie tenía ganas de cocinar ese día, así que mi familia de acogida había hecho una parada en el kebab de camino a casa y traían la cena en varias bolsas. Desplegaron sobre la mesa una suntuosa selección de viandas de aspecto sospechoso. Me entró hambre. Estaba agotada, apenas llevaba unas pocas semanas viviendo allí y sólo pensaba en trabajar, comer, dormir y sobrevivir.
Sentada a la mesa agarré un durum y lo empecé a engullir distraída mientras abría la carta que acababa de recoger del buzón. Hay un aviso, recordé en voz alta, el cartero dejó una pegatina. Dice que, si no ponemos también mi nombre en el buzón junto al vuestro, no va a seguir entregando mis cartas a pesar de que sabe que vivo aquí. Todo en Suiza está regulado de un modo rígido y meticuloso que a menudo bordea lo patológico. Los suizos aseguran, con una sonrisa torcida, que gracias a eso el país funciona. Nunca se me escapaba la indirecta, la leve acusación, el matiz despectivo. Pero jamás dije nada.
La carta me la enviaba mi seguro médico. Habían aceptado mi solicitud y me iban a cubrir con carácter retroactivo desde el mismo día de mi entrada en el país. Adjuntaban la confirmación de aquella promesa: el sobre contenía una tarjeta con mi nombre grabado en relieve junto al de la compañía aseguradora, adornados con la pequeña bandera roja con la cruz blanca que ya me había acostumbrado a ver colgada de cada balcón. Qué bien, pensé con amargura, por fin puede darme un buen jamacuco sin miedo a tener que pagar con un riñón como tributo para que me curen en el hospital. Pero me mordí la lengua otra vez.
– It feels good, doesn't it?
Levanté la vista. No sabía si el padre de la familia se refería al durum –no estaba mal, la verdad– o al hecho de que el sistema de salud suizo no me iba a dejar morir como a un chucho si me ponía mala.
– Supongo. En España tenemos sanidad pública y gratuita. Es muy buena.
Me había cabreado que aquel tipo considerase mi tarjeta sanitaria una dádiva por la que yo tenía que agitar el rabo feliz como un perrito faldero y me superó la nostalgia por encima de la diplomacia.
– Ajá. Pero imagino que estarás contenta de tener tu seguro.
Yo no quería discutir, lo juro que no. Yo sólo quería terminar mi comida y meterme en mi habitación a descansar. Pero ya no me podía seguir callando.
– Este seguro no cubre nada, tiene una franquicia muy alta. Me sale más barato volar a España y ver a mi médico allí que visitar a uno aquí en el pueblo. Pero agradezco saber que no me arruinaré por completo en caso de urgencia grave, por supuesto.
– Yo tengo la misma póliza que tú, eh. Está muy bien si nunca te pones enfermo. Mi mujer y los críos tienen una mucho más cara.
El padre se sentía orgullosísimo de estar mejorando mi vida con un excelente seguro médico que no cubría ni el paracetamol de medio gramo. La madre se había levantado ya de la mesa para acostar a los niños. Nos habíamos quedado a solas. Tomó mi cara de educado y silencioso estupor como una invitación para continuar.
– Pagamos dos mil francos mensuales en pólizas de seguro médico en esta casa.
No lo dijo contrito o disgustado, quería dejarme claro que un triunfador como él se lo podía permitir. Dos mil francos, la madre que lo parió, pensé. O le están timando muy fuerte o ya me está intentando vacilar.
Mi host dad no era suizo. Venía de un país de los que llaman economías emergentes. Eso suele significar que si eres pobre allí eres muy pobre, y si eres rico eres asquerosamente rico. A mi host dad le gustaba pensar que la vida le había otorgado más talento que suerte, aunque era justo al contrario, y presumía a menudo de haber logrado escapar de su país natal gracias a su esfuerzo y capacidades. Lo cierto, según supe más tarde, es que su familia era de las de pesetas y siempre había vivido bastante bien. Las autoridades suizas le humillaban a menudo con trámites engorrosos en torno a su permiso de residencia por su condición de extranjero no comunitario, pero él iba capeando los requerimientos con soltura gracias a un buen trabajo que había obtenido con un tremendo enchufe. A estas alturas mi host dad no tenía casi nada que temer. Ya me había dado cuenta de que le gustaba alardear de un estilo de vida acomodado y pensaba en sí mismo como un ejemplo de rectitud, un buen inmigrante. El buen chico que, pese a las sospechas vejatorias que levantaban en Centroeuropa su piel oscura y su acento extraño, había logrado integrarse en la sociedad suiza y hacer fortuna allí. Se había tragado el mantra xenófobo, racista y neoliberal completo y confiaba en que yo también lo haría pronto y gustosamente.
Terminé de comer e hice ademán de ir a levantarme de la mesa. Pero él tenía opiniones y me las iba a contar todas esa noche.
– Además, eso de la sanidad pública ... Eso no es sostenible. ¿Cómo sabes adónde está yendo tu dinero? ¿Eh? Con un seguro privado sabes exactamente a quién le das tu dinero.
Se levantó ufano, convencido de haber ganado la discusión. No se me ocurrió replicarle, para qué. Pues claro que sé adónde va mi dinero. A hacer ricos a unos millonarios repugnantes que se están haciendo de oro a costa de mi salud. En Suiza, uno de los países más desarrollados y prósperos del mundo, una de cada cinco personas evitan ir al médico por no poder permitírselo.
Mascullé unas palabras de disculpa, me guardé la flamante tarjeta sanitaria en el bolsillo y me dispuse a recoger la mesa.
Corría el mes de enero y la noche ya había caído sobre los espesos bosques de Argovia. Me dirigí de vuelta al gran chalet por la estrecha y cuidada senda pisando sobre los restos crujientes que aún quedaban de la última nevada.
Autora >
Adriana T.
Treintañera exmigrante. Vengo aquí a hablar de lo mío. Autora de ‘Niñering’ (Escritos Contextatarios, 2022).
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