Carta de París
Fractura francesa
No es un choque entre civilizaciones y culturas, sino una fractura entre quienes han tenido una oportunidad y quienes han sido condenados
Elizabeth Duval 15/10/2021
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Belleville es un barrio construido por la inmigración. Al principio no era un barrio, sino un pueblo, y la migración eran los flujos poblacionales internos, que hacían que todos los cafés y bares de París los llevaran los auvergnats de la Francia central, la “Francia vaciada”, que dijéramos. Antes no lo llamaban Belleville, sino Courtille, que en francés quiere decir jardín campestre. Luego vino una gran población judía de izquierdas, en comparación con los judíos ortodoxos de Le Marais; después de la Segunda Guerra Mundial, nueva ola migratoria magrebí; en los años ochenta, Belleville se convierte en el segundo barrio chino de París, con orígenes en Wenzhou.
En 1420 sufrió la peste. Y a principios del siglo XX lo declararon barrio tuberculoso, barrio insalubre. Cuando se acercaba el cambio de siglo, las instituciones públicas, quitándole trabajo a la especulación inmobiliaria, quisieron demolerlo todo e instalar parques, renovar edificios; iban a acabar con la mayoría del “Bajo Belleville”, pero las asociaciones vecinales constituidas sobre todo por artistas y artesanos pararon sus planes. Querían seguir viviendo en su barrio y querían que siguiera viviendo en su barrio esa población migrante y pobre que no podría pagarse ni siquiera el nuevo alquiler de protección social.
Hay algo en la historia de este barrio que hace que resulte profundamente indignante el relato de la extrema derecha según el cual los arrondissements periféricos y los suburbios parisinos estarían inmersos en guerras civiles entre la población “islamista” y la población “blanca”. El relato es vergonzoso sin que haga falta la historia, claro, pero la historia del barrio añade otra ofensa más. No es la historia de bobos (burgués bohemios) o pijos y de inmigrantes excluidos, sino un relato compartido de personas que se cuidan. Los barrios pueden cerrar y cambiar de dueño, transformarse, la gentrificación puede llegar, como cuentan Anne Steiner y Sylvaine Conord en Belleville cafés, pero la historia compartida que ponga límite a esos procesos sigue siendo una fábula con moraleja final: solidaridad, solidaridad, solidaridad. Cuando la solidaridad existe, nadie piensa en términos de guerra civil o choque entre civilizaciones. Es lo que Jean-Luc Mélenchon, líder de La Francia Insumisa, ha llamado, con mayor o menor suerte, “criollización”, tomando prestado el término de Édouard Glissant.
Belleville y su limítrofe Ménilmontant conforman el perímetro de mi barrio. Los compartió conmigo mi pareja al ofrecerme también su mundo; tendría que buscar muy lejos antes de encontrar un lugar en el que permaneciera tanto tiempo sin mudarme, de alquiler en alquiler. Heredo una parte de estas historias; por vivir en un barrio “diverso”, o, peor, “multicultural”, siento una profunda indignación cuando alguien me dice que no conozco la realidad de lo que es la inmigración en Francia, como si toda la izquierda viviera en burbujas cristalinas de blancos y fuera radicalmente incapaz de comprender al otro. Pero también sé que, por motivos más económicos que culturales, el relato de la solidaridad nunca es uno perfecto. Es un conocimiento que me viene dado a través de las imágenes.
En la calle Couronnes, al lado del Parque de Belleville, enorme edificación de finales de los ochenta, conviven separados por un diminuto paso de cebra dos bares muy distintos. Uno de ellos es el Floréal. Abrió en 2018 como bar y sala de exposiciones. Hablaremos mucho más del Floréal, pero en otra ocasión: basta en esta carta con decir que otrora era la sede de un colectivo de fotógrafos militantes de izquierdas. Hoy sirve brunch, café, expone fotografías, organiza eventos y debates sobre temas como el feminismo o la acogida de refugiados. También, de vez en cuando, vende plantas. Volviendo atrás, cruzando ese diminuto paso de cebra, encontramos el Café Tunis Palace. Es un café de cachimba y té frecuentado prácticamente sólo por tunecinos. Los dos mundos están separados por unos cuantos rectángulos blancos, no se tocan, casi no interactúan ni hablan. El té de menta cuesta dos euros. El Floréal ofrece hummus a seis, lo cual no es ni de lejos lo más prohibitivo de París.
Si se va por Couronnes, se bordea el Parque de Belleville y luego se sube al Mirador del Belvedere, aparece por las tardes una fractura más violenta. Es la que se produce entre una cafetería chic con Aperol Spritz y hamacas en verano frente a los chavales que salen del colegio y se quedan en las inmediaciones del parque. Casi toda la población del café, un poco caro para la zona, es blanca; entre los chavales que constituyen para los consumidores la alteridad no hay prácticamente ninguno que lo sea.
La fractura francesa no la provoca una diferencia cultural que haga a unos hombres pobres y a otros ricos. La fractura francesa viene dada por una falta de inversión que impide la integración económica y condena a algunos a la marginalidad mientras convierte pequeñas parcelas de un barrio que siempre ha sido diverso en lugares de atracción y recreo para parisinos que suben excepcionalmente al norte.
Nadie acaba vendiendo paquetes de tabaco en la boca de metro por una diferencia civilizatoria ni porque quiera producir un choque o confrontar, como osan decir algunos de los candidatos a las próximas elecciones: lo hace porque no ha tenido alternativa, porque su comunidad es pobre, su círculo es pobre y el destino que han trazado las instituciones para él es que será pobre, rompiendo el ascensor social que la República francesa quiso alguna vez sostener y aumentando, a cada año un poco más, la diferencia entre los de arriba y los de abajo. Quien no quiera ver una fractura social debería atender menos a las diferencias culturales y más a lo que provoca el abandono en esas comunidades. Las variables de raza y clase, en Francia, con frecuencia se entremezclan tanto que son indistinguibles. La fractura francesa no es un choque entre civilizaciones y culturas, sino una fractura entre quienes han tenido una oportunidad y quienes han sido condenados. Que se cuiden quienes hablan con desprecio de los suburbios de no ser ellos quienes estén fracturando al pueblo francés.
Belleville es un barrio construido por la inmigración. Al principio no era un barrio, sino un pueblo, y la migración eran los flujos poblacionales...
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Elizabeth Duval
Es escritora. Vive en París y su última novela es 'Madrid será la tumba'.
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