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A estas alturas, algunos ya estaréis sospechando que los niños que yo cuidaba en Suiza eran ricos. No es que haga falta ser un lince ni nada para darse cuenta, es una conclusión a la que te lleva la mente de manera natural. Eran pobres niños ricos de manual, como los de las pelis de sobremesa, un verdadero coñazo, cero interesantes. Pero no me quedaba más remedio que apechugar con todo aquello y, de todas formas, me decía yo a mí misma, no es culpa de los críos. Al final conseguí domesticarlos a todos y hasta les cogí cariño. No se puede decir que no le ponga ganas a la vida y que no esté enamorada de esta profesión.
Los últimos niños suizos que cuidé eran los más ricos de todos. Tenían todo lo que un niño puede desear, e incluso una pizquita más.
Tenían muñecas, juegos y juguetes. De toda índole, para todas las edades y estados de humor.
Tenían libros. Más de los que puede leer una persona y desde luego, más de los que leían ellos. Libros de risa, de romance, de fantasía, best sellers, clásicos, libros en alemán, en inglés, en italiano, cómics, enciclopedias ilustradas, libracos gordos sin apenas dibujos que jamás habían abierto.
Ropa, obviamente, tenían. Armarios llenos de cuyo orden y gestión me ocupaba yo con primor.
Tenían una habitación con una enorme terraza privada que daba al hermoso, tranquilo y cercano lago en el que se podía ir a nadar en verano.
Tenían una casa espaciosa, limpia y ordenada, llena de gatos, obras de arte inquietantes y hasta una aterradora cabeza de ciervo disecada que constituyó un preludio inadvertido de los horrores que vendrían después.
Pese a que aún creían en el Hada de los Dientes, tenían móvil y demás cacharritos con conexión a internet, y todos mucho más caros y mejores que los míos. Yo me ocupaba cada día de cronometrar su uso con severidad según las instrucciones recibidas, soportando rabietas, portazos y desaires varios. Tele no tenían, porque la tele sólo emite basura, decía su madre, y quiero que mis hijos sean personas de provecho que no pierdan el tiempo con esas porquerías.
Tenían extraescolares y actividades de todo tipo para dar rienda suelta a sus pasiones y aficiones y de paso hacer networking con los otros niños ricos del pueblo. Guitarra, atletismo, italiano, corte y confección, fútbol, natación, carpintería, baloncesto y más cosas de las que ya ni me acuerdo, pero cuyos horarios y respectivo emplazamiento llegué a memorizar como una novia embelesada memoriza cada detalle de la foto de su prometido.
Tenían viajes por todo el mundo, fiestas de pijamas, escapadas a los Alpes, visitas a restaurantes de postín para las que tuve que aprender a vestir a niños de etiqueta, temporadas de esquí para las que tuve que aprender a armar un equipo de esquí, campings en parajes de ensueño (sí: tuve que aprender a extirpar garrapatas), entradas para los estrenos de teatro. Tenían clases de catequesis, a las que también les llevaba yo, y en las que les enseñaban a ser caritativos con los pobres. Lo sé porque a la salida los niños me pedían que echase mi calderilla en huchas de Unicef. Por tener, tenían hasta un traje de sirena para sumergirse y chapotear con él en la piscina.
Tenían también una niñera hasta el coño de todo que hablaba con un acento gracioso, y antes de mí tuvieron a muchas, muchísimas otras niñeras más. Todas –sin excepción– hasta el coño y todas con acento gracioso.
Incluso tenían el cariño y la plena atención de sus padres y las respectivas parejas de éstos en fines de semana alternos desde las 17:00 del viernes hasta las 17:00 del domingo (horario de invierno).
Pasó el tiempo y, en este contexto de nauseabunda sobreabundancia material y social, llegó el mes de abril y con él, el undécimo cumpleaños de la primogénita. Por más que pensó y pensó, su madre no sabía qué le iba a regalar a una niña que ya lo tenía todo (y un poco más). Aunque la mujer era protestante se le debió de aparecer la Virgen, y acabó dando a última hora con una monstruosa solución.
La noche de la víspera del cumple, un jueves que parecía normal, salí de mi habitación en torno a las diez de la noche. Caminé por el pasillo ya familiar sin encender ninguna luz y al pasar frente a la cocina un escalofrío me recorrió la espalda. Anclado en un soporte que lo mantenía siniestramente inmóvil, un avieso y espectral maniquí de señora de metro ochenta se alzaba ante mí y me contemplaba de manera despiadada desde un rincón en semipenumbra. Lucía una peluca de largas y onduladas guedejas rubias, una sudadera de talla infantil y un fular artísticamente atado en torno al esbelto y pétreo cuerpo, haciendo las veces de improvisado vestido. Mi jefa lo había dejado allí plantado sin decirme nada para que la cría se lo encontrara al levantarse por la mañana. Mi médica últimamente opina lo contrario, pero yo sé que mi salud cardiovascular es excelente porque, aunque sentí con claridad como mi alma abandonaba mi cuerpo en aquel momento, mi pobre corazón resistió uno de los peores sustos de mi vida sin hacer apenas amago de infartar.
El maniquí fue recibido con gran alborozo por su nueva propietaria, se le bautizó con un nombre ridículo a la altura de las circunstancias y se quedó a vivir con nosotros. Tuve que acostumbrarme a su presencia, y juro que no fue nada fácil. Unos días me vigilaba desde el rincón de la cocina, otros me lo encontraba sentado en el sofá con los gatos, indiferentes, haciéndole compañía en el regazo. Decidida a abrazar el chiflado estilo de vida de aquella familia como dicen que Jesús se abrazó a su cruz, a menudo yo misma me entretenía haciéndole peinados, probándole mi ropa, poniéndome su peluca o cambiándole de postura y atuendo para sorprender a la cría.
De vez en cuando recibíamos visitas que casi se meaban encima al encontrarse inopinadamente al maniquí en mitad del pasillo, porque yo, poseída por el espíritu del más retorcido rencor y la mala uva, únicamente alertaba con antelación a los pocos que me caían bien.
La historia no tiene final. Cuando, tras casi dos años larguísimos, me decidí a abandonar aquel bendito hogar, el pavoroso maniquí todavía estaba allí. Ha pasado ya el tiempo y a menudo me sigo acordando de aquella locura con incredulidad, como quien se acuerda de aquel mal sueño especialmente vívido y extravagante que experimentó después de haber cenado demasiado una noche.
A estas alturas, algunos ya estaréis sospechando que los niños que yo cuidaba en Suiza eran ricos. No es que haga falta ser un lince ni nada para darse cuenta, es una conclusión a la que te lleva la mente de manera natural. Eran pobres niños ricos de manual, como los de las pelis de sobremesa, un verdadero...
Autora >
Adriana T.
Treintañera exmigrante. Vengo aquí a hablar de lo mío. Autora de ‘Niñering’ (Escritos Contextatarios, 2022).
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