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FALTA DE ACUERDOS

Culturas de coalición en crisis: ¿por qué cuesta cada vez más formar gobiernos?

En Holanda, país con gran tradición de acuerdos gubernamentales, la fragmentación de los partidos, la polarización y la tentación de acercarse a los extremos dificulta cada vez más llegar a alianzas

Sebastiaan Faber 17/10/2021

<p>El primer ministro de Holanda, Mark Rutte, en una imagen anterior a su dimisión.</p>

El primer ministro de Holanda, Mark Rutte, en una imagen anterior a su dimisión.

Roel Wijnants

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El complejo de superioridad que proyectan los políticos holandeses y alemanes hacia sus homólogos europeos sureños se fundamenta, entre otras cosas, en su supuesta capacidad para llegar a acuerdos razonables con partidos rivales a la hora de formar gobierno. En sistemas políticos donde las mayorías absolutas son prácticamente imposibles, resultan inevitables los ejecutivos de coalición, para cuya formación ambos países cuentan con procedimientos y costumbres de largo abolengo. En los últimos años no han faltado quienes han lamentado la carencia de una tradición similar en la cultura política española, donde la Gran Coalición sigue siendo el sueño húmedo del Ibex 35.

Pero la verdad es que la capacidad de los del norte para el acuerdo razonable y pragmático resulta cada vez menos obvia. Después de las elecciones parlamentarias holandesas de 2017, las negociaciones entre los potenciales socios de gobierno duraron 225 días, un récord que, cuatro años después, está a punto de romperse. El primer ministro, Mark Rutte, presentó su dimisión el 15 de enero; se convocaron elecciones para marzo. Casi siete meses más tarde, aún no hay gobierno (El proceso de negociación en Holanda es notoriamente informal; no cuenta apenas con procedimientos constitucionales, ni mucho menos con plazos máximos, como en España, que obliguen a convocar nuevos comicios.). En Alemania, mientras tanto, el resultado de las elecciones del 26 de septiembre también augura una negociación complicada, por más que allí, históricamente, las formaciones de gobierno hayan tardado menos.

Las interminables negociaciones holandesas, realizadas en plena crisis pandémica, han dado lugar a posiciones intransigentes, postureos, filtraciones embarazosas y situaciones francamente telenovelescas, que han erosionado la confianza del electorado. En septiembre, un 61% de la población confesó haber perdido fe en sus representantes (en 2020, era un 38%); un 72% confirmó que la larga duración de las negociaciones empeoraba su valoración de la clase política. Para colmo, todo parece terminar en el guion del Día de la marmota: un calco de la misma coalición de centroderecha, liderada por el liberal Mark Rutte, a la que el Parlamento mandó a hacer las maletas hace diez meses a raíz de un escándalo en la gestión de un programa de subsidios que llevó a miles de familias, en su mayoría de origen inmigrante, a la ruina. 

¿Por qué cuesta cada vez más llegar a acuerdos de coalición? ¿Las dificultades norteñas son síntomas de cambios políticos que también afectan a otros países europeos, España incluida? ¿Cómo contrarrestar la pérdida de fe en los sistemas parlamentarios que suscita la aparente incapacidad de los políticos de trabajar juntos por el bien común?

“El problema no es solo holandés o alemán”, explica André Krouwel, politólogo holandés de la Universidad Libre y cocreador de la Brújula Electoral, una aplicación que ayuda a los votantes a decidir qué partido representa mejor sus posiciones. “Los dos fenómenos que dificultan la formación de gobiernos aquí  –la fragmentación y la polarización– también los vemos en otros países. Si antes había dos o tres grandes partidos, hoy el voto se reparte entre unos seis partidos de tamaño mediano. Solía bastar con que dos se pusieran de acuerdo para un gobierno con una mayoría parlamentaria; ahora, son tres, cuatro o más. Lógicamente, una negociación así toma más tiempo”.

“El crecimiento de la ultraderecha es otro factor”, agrega Tom van der Meer, politólogo de la Universidad de Ámsterdam. “Los dos grandes bloques de antes –la izquierda y la derecha– hoy son tres: izquierda, centro derecha y ultraderecha. Esta última ocupa bastantes escaños pero, al menos en Holanda y Alemania, queda excluida de las negociaciones de gobierno, o se ha autoexcluido, por indisciplinada e irresponsable. Ahora bien, en Holanda suele haber una mayoría parlamentaria de derechas; pero el hecho de que hoy una parte de esos escaños del lado derecho estén fuera de juego dificulta la formación de coaliciones”. 

“No hay que exagerar el peso de la nueva ultraderecha”, matiza, sin embargo, Krouwel. “Por ahora solo estamos hablando de una quinta parte del electorado. Es un voto emocional, cabreado, desilusionado con el sistema y no precisamente susceptible a la razón. A pesar de todo, la gran mayoría de la gente sigue siendo políticamente moderada”. Eso sí –puntualiza–, los largos procesos de negociación postelectorales representan un riesgo. Si los votantes tienen la impresión de que, en la mesa de negociación, sus representantes no defienden sus programas electorales, esos votantes pueden acabar alienándose y engrosando, a su vez, las filas de las opciones más extremas. Con lo que se vuelve a reducir la proporción de partidos viables: un ciclo vicioso. 

La fragmentación no tiene por qué ser dañina, apunta Van der Meer. “Desde el punto de vista de la salud democrática, es positivo que el voto se haya repartido más”, dice. “Refleja un electorado más maduro y asertivo, que ya no vota automáticamente por el partido al que votaron sus padres. También, al ofrecer un mayor número de programas más diferenciados, se podría decir que, en principio, la fragmentación mejora el nivel de la representatividad política. Pero paradójicamente” –agrega– “esos partidos están después forzados a negociar entre ellos para llegar a gobernar. Este proceso tiende a empujarlos hacia el centro y a difuminar sus diferencias”. 

Mientras la imagen de la política se reduce a un cínico juego de poder, es fácil que los votantes se sientan traicionados. “Los juegos de poder no solo no interesen a la gente, sino que les reafirma en la idea de que la política se empeña en ignorar sus problemas cotidianos”, dice Krouwel. Y no es la única dinámica viciosa. Un electorado más asertivo –pero también más indeciso y volátil– ha incrementado el peso relativo de las campañas, explica. “Esto, a su vez, hace que importe cada vez más el dinero en la política. Es un factor destructivo porque abre el campo a que los partidos se dejen influir por sus patrocinadores financieros más que por los votantes”.

Contrarrestar estos peligros y salvar la brecha creciente entre la clase política y el electorado exige un liderazgo político más preparado y capaz, subraya. Desafortunadamente, la élite política actual no está a la altura. “El electorado es mucho más inteligente de lo que suelen creer los políticos. Es verdad que el votante medio entiende poco, digamos, de los detalles de la política económica. Pero seamos sinceros: tampoco los comprendemos del todo los expertos. De lo que sí es capaz la gente, sin embargo, es de leer a las personas. No tardan en darse cuenta de si un político persigue sus propios intereses en lugar de los de sus votantes. Y si estos, además, perciben el proceso de negociación como un simple intercambio de cromos –si no ven que su partido lucha por su programa en la coalición– es fácil que se decepcionen”. 

“La mayoría de los votantes no están muy politizados”, agrega. “Pero esto no quiere decir que no se identifiquen con una serie de posiciones o que no pretendan votar por un partido que las represente”. Antes, en Holanda –explica– había dos grandes partidos con una clara identidad: el partido laborista y el democristiano. En los últimos veinte años, han perdido esa identidad y, con ella, a su base electoral. Esa pérdida se debe a cambios en el debate político, apunta Van der Meer. “El foco se ha desplazado hacia temas como la inmigración, la sociedad multicultural y la crisis climática. Son áreas en las que a los partidos tradicionales les cuesta mucho perfilarse”. 

A la ultraderecha, en cambio, le viene como anillo al dedo. Y los medios de comunicación –cada vez más proclives al espectáculo– les allanan el camino, añade Krouwel. “Los debates televisivos han privilegiado las intervenciones breves y las confrontaciones entre extremos. El problema no solo es que así los debates se reduzcan al griterío, sino que el formato no tiene ningún sentido desde el punto de vista de los votantes. La gran mayoría de estos no duda entre posiciones opuestas. Si están indecisos, es porque dudan entre partidos que son relativamente similares. Sería mucho más útil que los debates fueran más sustanciosos y se hicieran entre candidatos con posiciones más cercanas entre sí”.

Ambos politólogos coinciden en señalar un problema central: la élite política carece del talento, de la inteligencia y, sobre todo, de la valentía necesarios para impedir la erosión de la cultura democrática. “Precisamente porque van a tener que negociar y llegar a compromisos es imperativo que los partidos expresen claramente qué posiciones representan, cuál es su horizonte de valores”, dice Van der Meer. “Necesitan un buen relato, una visión del mundo distintiva. Esto no impide, después, reconocer honestamente que el funcionamiento democrático exige llegar a acuerdos con partidos que defienden otras visiones; al contrario, tener un buen armazón narrativo inicial les permitiría explicar mejor sus acciones en ese proceso”. 

“En una situación en la cual los votantes tienden a sentirse ignorados e impotentes, es más imperativo que nunca que los partidos políticos expresen con claridad cuáles son los intereses y los grupos que representan”, concuerda Krouwel. La dinámica de los últimos años, sin embargo, ha sido otra. Un problema ha sido la selección de los cuadros, apunta Van der Meer, que ha privilegiado al perfil técnico-administrativo sobre el político o representativo. Otro problema mayor ha sido la tendencia de los partidos a dejarse tentar para jugar en el terreno de sus rivales. “Por un lado, el debilitamiento del centro político y el auge de los extremos indisciplinados hace que los partidos del centro estén condenados a entenderse. Por otro, esos mismos partidos están tentados a definirse en los términos de los extremos”. De ahí la influencia desmedida que ejerce la ultraderecha sobre los marcos del debate. Es una lección básica, recuerda Van der Meer: “Cuando un partido se desplaza hacia el terreno de sus rivales, son estos los que llevan las de ganar. Así, por ejemplo, la socialdemocracia solo resistirá si sigue enfatizando los principios socioeconómicos que son su razón de ser. No se puede permitir dejarse tentar por la ultraderecha hacia temas como la inmigración”.

Esta dinámica, amplificada por la influencia nefasta de las redes sociales, representa un peligro real, subraya Krouwel. “Nos hemos acostumbrado a descalificar a la ultraderecha por irresponsable e indisciplinada. Pero ya hemos visto qué ocurre cuando se sigue erosionando el centro y, de repente, se crea una situación en que la ultraderecha puede entrar a gobernar. Lo vimos en los años 30 y lo hemos visto en Brasil, en Estados Unidos, en Hungría y Polonia”. 

El complejo de superioridad que proyectan los políticos holandeses y alemanes hacia sus homólogos europeos sureños se fundamenta, entre otras cosas, en su supuesta capacidad para llegar a acuerdos razonables con partidos rivales a la hora de formar gobierno. En sistemas políticos donde las mayorías...

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Autor >

Sebastiaan Faber

Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. Es autor de numerosos libros, el último de ellos 'Exhuming Franco: Spain's second transition'

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