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LA POÉTICA DEL ROBO. Hola. Soy Martínez. La semana anterior les anuncié que esta semana les pasaría una receta cuya elaboración necesitaba la inversión de 7 días. O así. Se trataba de marron glacé. Ese nombre aturde, pero no es más que una castaña confitada. Como puede ver en el título que encabeza este artículo, hoy no hablaré de ello. La razón está muy meditada. O, lo que es lo mismo, los marrons me han hecho meditar en esta sección. Lo que me ha llevado a comprender que a) esta sección no es de recetas, sino de b) cocinar con las manos. Es decir, c) de manos. Es decir de d) nosotros. Las recetas no son más que un medio para hablar de nosotros. Nosotros comemos y, a intervalos, vamos al WC. En eso consisten nuestros días. El neoliberalismo propone rellenar ese vacío con un yate o una pirámide maya. Por lo que cualquier otra cosa que hagamos es ya un robo. Por lo que esta sección, de hecho, va de e) robos. Lo que requiere tratar a las recetas no como recetas, sino como objetos robados, materiales no previstos a los que accedemos a través de un robo justiciero, que posteriormente ofrecemos a los amigos. A todo eso se llama amistad, una de las regiones del amor. Consiste en que, si bien se nos exige comer e ir al WC, nosotros decidimos dar un palo en grupo, con una banda. Robar placer y sabiduría y darle a todo ello sentido. No puedo escribir sobre marrons porque no tengo nada más que decir aparte de que están buenísimos. No me lleva a ningún mundo. Salvo –confitura es, en cierta medida, arrope– a los crímenes del Arropero. Por lo demás, las recetas de esta sección deben ser rápidas y sencillas. Golpes perfectos. Por eso les he hecho el cambiazo. Los marrons han pasado a ser chantilly, una receta absurdamente sencilla. Al punto que ahí va: se baja al súper, se pilla un pote de nata para montar, se le echa azúcar glas, se monta –siempre he pensando que la palabra montar es una guarrada–, y se sirve a los amigos. Si puede ser, de postre. Invitar a los amigos a un cenorrio y servirles únicamente nata, requiere una relación sólida. La crema chantilly es sencilla, como un botijo. Pero lo que es complicado y ambiguo, poético y cruel, es el mundo que dio pie a la chantilly, en el siglo XVII. Habla de nosotros. Del robo más fabuloso, desmesurado y definitivo que se puede realizar. No se lo pierdan. Esta historia empieza en Suiza. En el hogar de la familia Watel.
LOS PADRES. Pero no se obsesionen mucho con esa casa, que aparece de rasqui. Lo justo para ver a los Watel saliendo de ella, con lo puesto, para emigrar a París. Ahí, en una casa cutre, nace Fritz Karl Watel, aka François Vatel, el padre de la gastronomía –esto es, de una poética de la recepción de los alimentos– europea. Padre, como sabrán, es un decir. Tal vez Vatel sea hijo de François Pierre de la Varenne –1618-78–, autor de Le Cuisinier François –1651–. Esto es de un época en la que en Francia se abandonan medievalismos y se tira tieso hacia la cocina francesa, atajando hacia una cocina moderna. Los padres, en fin, son un campo semántico menos inflexible que el campo semántico madres. Los padres no existen. Siempre hay otro padre antes del padre. Los padres, como las madres, son importantes. Pero, a diferencia de las madres, te los encuentras en la calle.
LA CALLE. Vatel –1631–, de hecho, salió a la calle muy pronto. Lo que le expuso a muchos padres. Trabajó, de niño, en una pastelería. Las pastelerías, en este punto y hasta el siglo XVIII, eran una parte importante de la gastronomía. Concretamente, era donde se experimentaba con las formas. Es decir, con los ojos. Un Vatel de 20 años –estamos en 1651; en aquella época, un adulto formado, o no, pero con las posibilidades agotadas– es contratado como pinche por Nicolas Fouquet, una suerte de ministro de Finanzas, cuando aún no lo había, del cardenal Nazarino, regente de un Luis XIV aún menor de edad. Vatel tuvo que brillar con luz propia en la cocina del marqués de Fouquet, al punto que en breve salió pitando de ella para ser nombrado maestro de ceremonias. Lo que nos lleva al significado del concepto maestro-de-ceremonias. Era un cargo que desapareció en el XVIII, con la Revolución, hasta donde se había ido arrastrando. Era una suerte de jefe de departamento de ocio de una casa aristocrática. El encargado de proclamar y organizar el ocio. Esto es, de ofrecer la dirección, el atrezzo y los efectos especiales para una ópera o un ballet, hasta gestionar la comida, entendida como un festival coreografiado. Era un cargo fundamental, para el cual fue esencial la formación de Vatel como repostero, ese creador de formas inverosímiles que desafían lo posible. Vatel hizo eso. Convertir la vida en tarta. Lo que te obliga a diferenciar la tarta de la realidad. Y lo hizo tan bien que eso fue lo que le costó la cabeza al Marques de Fouquet. No se lo pierdan, que la historia, que habla de la brutalidad, no deja de ser divertida.
LA BRUTALIDAD. En 1661, el ministro de Finanzas estrenaba palacio. Para la inauguración invitó al rey, a su madre y a toda la corte –hablamos de varios miles de personas–. Vatel la lió. Apuesta por la caza como menú, que se organiza en cinco platos. Dispone la comida en 30 mesas de buffet, que proveerán a las 80 mesas de invitados. El maestro de ceremonias se inventa una orquesta de 84 violines, y una escenografía de Les Fâucheux, un ballet de Jean-Baptiste Lully, con diálogos de Molière. Fouquet aporta a la superproducción más superproducción. Además del propio palacio, un preludio del aún inexistente Versalles, una edificación y un ajardinado sin paralelo en Europa, Fouquet ofrece a todos los invitados vajilla de plata. Salvo a la Familia Real, que dispone de una de oro. Es la brutalidad. Económica. Un lastre antiguo en la gastronomía, una confusión entre la tarta y lo real, entre la desmesura y el placer, ese otro tipo de desmesura, que no precisa oro. Reformulado con criterios burgueses –es decir, con otro tipo de comida, pero con la misma idea de lujo–, esa brutalidad existe en el XIX –el Duque de Osuna, embajador de España en Moscú, sirvió a los zares y a su corte otro banquete con vajilla de oro, que posteriormente fue arrojada al río Moscova, para lo cual el servicio tuvo que hacer un agujero en el hielo que cubría el río Moscova–. En el siglo XX esa brutalidad es el acceso. Precios y formas que impiden acceder a productos o locales. La existencia, incluso, de locales cuyo sentido no es lo elaborado, sino el acceso impedido. Cuando accedemos a comida cara, cursi y regulín, accedemos, en fin, a esa brutalidad del XVI. Accedemos a algo cuyo sentido no es su calidad, sino su costo. En el siglo XXI esa brutalidad del XVI, anterior al XVI, puede llegar a lo cotidiano. Al acceso a los alimentos básicos. A la energía para cocinarlos. Cuando vean toda esa posible escasez de frente, recuerden que es brutalidad. Un plato de oro.
Vatel convirtío la vida en tarta. Lo que te obliga a diferenciar la tarta de la realidad. Y lo hizo tan bien que eso fue lo que le costó la cabeza al Marques de Fouquet.
EL EXILIO. El rey se escandalizó ante tamaña brutalidad. Es decir, ante el hecho de que no fuera suya. Hizo arrestar a Fouquet –nota de color: lo arrestó D’Artagnan– y se quedó con su palacio y su fortuna. Por si las flys, Vatel decide irse al exilio, a ver si se tranquiliza la cosa. No sabía que la cosa estaba tranquila, al punto de que Luis XIV contrató a todo el servicio de Fouquet, impresionado por el fiestorro producido por Vatel. Tras arrastrarse por Londres y, luego, Flandes, Vatel consigue trabajo de lo suyo en Chantilly. En el palacio de Luis II de Borbón-Condé. Ahí, Vatel no lo sabe, se producirá el tercer acto de su vida. El Gran Condé, arruinado y caído en desgracia Real, invita al rey y a toda la corte –unos 3.000; se dice rápido– para hacer un fiestorro de tres días y tres noches de duración, e intentar, con toda esa barra libre, recomponer su relación y su situación económica. Se avisa a Vatel del proyecto con 15 días de antelación. Nada.
NADA. Lo que sabemos de esa fiesta lo sabemos a través de dos cartas de la Marquesa de Sévigné, dirigidas a su hija. Toda la memoria que produjo Vatel en la corte se redujo a ese par de cartas. Posteriormente, se pasó a pensar en otra cosa. El fiestorro empezó mal. Los planes de Vatel quedaron deslucidos por el clima –llovió en un banquete, con su ballet, al aire libre–, y por escasez de raciones en la primera comilona. Pero el climax de la situación se produjo en la jornada siguiente. Vatel había planificado un cenorrio de pescado y marisco. Algo inusitado en aquella época y para tantas personas. Se aseguró la llegada de pesca desde el Atlántico. Pero, otra vez el clima, hubo tormenta en el mar. Al ver el primer carro de pescado que llegó –escaso– Vatel se retiró a su habitación y se quitó la vida, sin tiempo para ver cómo, unos minutos después, y de manera imprevista, llegaban carros y carros de pescado. La pregunta es, dos puntos, ¿una persona, sensible y formada, se puede quitar la vida porque no le ha llegado un pedido de pescado por Amazon? Es poco probable. En un film en verdad sugestivo e interesante –Vatel, de Roland Joffé, 2000, con Gérard Depardieu, Uma Thurman y Tim Roth; no se lo pierdan; no solo es una buena peli, que aporta un sentido de la vida, sino que aparece una interpretación de la invención de la crema chantilly–, se propone un suicidio por fracaso vital: Vatel comprende que es una mercancía, una suerte de plato de oro en esa gran tarta que es una corte. Su suicidio es, por tanto, un acto de independencia y de dignidad. No es por el pescado, sino para no ser parte del pescado. Puede corroborar esa interpretación, por otra parte, el método elegido por Vatel para finalizar su vida. Utilizó su propia espada, ajustándola en una puerta. Es decir, que tenía espada, un objeto prohibido y penalizado para quien no formara parte de la aristocracia. Por lo mismo, un siglo después, la espada fue un símbolo de la libertad y de la igualdad, utilizado en la masonería francesa del XVIII, el único punto en el que un noble y un no-noble eran iguales, y podían empuñar una espada. Si eso es así, si Vatel tenía lo que no podía –una espada– y debía de tener más cosas que no debía –orgullo, dignidad, individualidad–. Si es así, es probable que Vatel, un hombre sensual, con un proyecto sensual, robara el mayor botín que puede ser robado nunca jamás. Uno mismo.
LOS PADRES. En casa somos más de vivir a tope y con ambas manos. Lo dicho, de robar. Lo que nos permite también comprender a Vatel, ese robo de otro tipo. Vatel no fue cocinero. Apenas inventó tres platos. Uno de ellos, la crema chantilly. Fue lo siguiente a un cocinero. Piensen en Vatel, en su legado que, con el paso del tiempo, ha ganado su esencia, y ha perdido su estética de tarta. Es un protocolo sencillo, noble, amistoso, amoroso. Es la recepción. Recibir a personas, en tu casa, y ofrecerles todo lo que tienes. Es decir, tus manos. Vatel es el inventor de la recepción, ni más ni menos. Recibir –un amigo, grupo, un cuerpo– es lo más. Es, como una espada, un símbolo. Algo básico y sorprendente. Como la crema chantilly.
EL FUTURO. No sé lo que les explicaré la próxima semana. Creo que un plato español. Es decir, extranjero.
LA POÉTICA DEL ROBO. Hola. Soy Martínez. La semana anterior les anuncié que esta semana les pasaría una receta cuya elaboración necesitaba la inversión de 7 días. O así. Se trataba de marron glacé. Ese nombre aturde, pero no es más que una castaña confitada. Como puede ver en...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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