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Como los griegos (VIII)

La vichyssoise

‘The New Yorker’, la publicación que se adelantó 10 años en informar sobre la corrupción de la familia Pujol, explicó el siempre interesante origen de este plato en 1951. Fue un invento de Louis Diat, el cocinero francés del Ritz de NY

Guillem Martínez 25/09/2021

<p>La blanca vichysoisse.</p>

La blanca vichysoisse.

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-  LA INFANCIA. Explica Anthony Bourdain que su primer viaje a Europa lo hizo de niño, con sus padres, emigrantes franceses en los USA. Sus padres, con posibles, se recorrieron Francia con hambre de lujo atrasada, comiéndose con patatas –es decir, à la parmentier– la guía Michelin. En ese trance, dejaban a sus hijos encerrados, cual delincuentes, en el coche, frente a cada restaurante mítico. La razón: eran unos delincuentes que habían montado pollo en un par de locales millonetis, tanto que los padres habían optado por ese sistema de contención. Un día, por puro aburrimiento, Bourdain prometió a sus padres, también Bourdain, que se portaría bien, pero que le sacaran del coche, por los clavos de Cristo. Esa primera experiencia sumisa en un restaurante fue compensada por un azar imprevisto, y que cambió toda una biografía. A saber: el niño Bourdain probó la vichyssoise, ese plato sencillo y espectacular, que acaricia con un sabor que no existe en la naturaleza, ni siquiera en su cálculo. Sofisticación sencilla y perpleja, como lo es una chuche, provocó una explosión en la cabeza de Bourdain. Era la sensualidad, esa región extrema de la inteligencia y que da sentido a la inteligencia. Creo que ya les he citado el libro de Bourdain –Confesiones de un chef– alguna vez. Explica la vida de un joven americano que, años después de probar una vichyssoise, excitado por esa experiencia, decide ser definitivamente cocinero al ver las manos de un cocinero. Manos quemadas, cortadas, con las durezas que el cuchillo de chef te hace nacer en la primera falange del índice. Su libro explica la formación de sus manos heridas, que cortan, cocinan, se queman, acarician rostros y accionan el émbolo de la heroína. Las manos de un desclasado. Esto es, las manos de un inadaptado llamado cocinero. Las manos, en fin, son fascinantes. Cocinamos, vivimos con las manos. Este articulete va de cocinar con las manos, de clases y de desclasados. Y de la vichyssoise, esa cosa que siempre llega en la infancia para cambiarlo todo y para siempre. A mí, por cierto, me llegó, de niño, en un chiringuito aledaño a una carretera secundaria, a las tantas de la noche. Y me quedé a cuadros, como Bourdain. Y el gato. Es más, dejen de leer esto y váyanse a hacerle una vichyssoise a su hijo/a, y escuchen el chasquido de su cerebro.

-  EL CHASQUIDO. No se sabe el origen de la vichyssoise –a partir de ahora la V–. Al punto que hay tres teorías. Como siempre, dos chungas y una verosímil. Chungas: a) es un plato que aparece en Le livre de cuisine –1869–, de Jules Gouffé. Lo que no es cierto, pues le falta el chasquido. Chasquido/lo que lo cambia todo: la V es una sopa fría y con sabor matizado a lácteo, y no una sopa caliente y con el tortazo de la crème fraîche. La b) es la monda. Siéntense. Explica la V como otro triunfo del singular ingenio español. Concretamente de un cocinero de la embajada española en Vichy, capital de la Francia ocupada, país hermano a finales de los 30 y hasta mediados de los 40 del siglo XX. La cosa consistiría en una variación de la porrusalda. El origen de esa leyenda urbana puede tener su base en un intento de unir el aburrimiento implícito de una porrusalda –no me maten; se la puede amar, pero no es una juerga–, con el de la noble ciudad de Vichy, que tras Lourdes y un prado de champiñones, conforma uno de los núcleos más monótonos de Francia. Lo más verosímil es, por tanto, y como en todos los exámenes para el carnet de conducir, la c). La c) tiene, además, el interés de demostrar que la V no es cocina francesa, sino otra cosa y en otro sitio. The New Yorker, la publicación que se adelantó 10 años en informar sobre la corrupción de la familia Pujol –algo que le aporta credibilidad, si bien, por otra parte, le importa un pito al lector medio del New Yorker–, explicó el siempre interesante origen de la V ya en 1951. Fue así un invento de Louis Diat, el cocinero francés del Ritz de NY, en 1917. Autor del preciado y carísimo Cooking à la Ritz, tuvo mala suerte con sus libros, publicados en los 40, cuando el mundo estaba a por otras. La prueba de que Diat fue el gran ideólogo de la V es la descripción de su génesis. Bellísima y con certificado de autenticidad, al aludir a la V como una experimentación no solo infantil, sino ideada por dos niños. No se la pierdan, que sus frases parecen sacadas de esa gran peli sobre el arte, la autoría y la crítica, llamada Ratatouille: “Reflexioné sobre la sopa de puerros de mi niñez, que mi madre y mi abuela me solían hacer. Recordé que, en verano, mi hermano y yo la enfriábamos vertiendo leche fría, y lo deliciosa que era. Decidí hacer algo de este tipo, para los patrones del Ritz”. El Ritz era una cadena de hoteles, y sus patrones, en esa frase, no son sus propietarios, sino su canon. Lo que nos lleva al canon Ritz. Salte de párrafo, que hoy lo doy todo.

-  LOS DOS RITZ.  Hay/hubo dos tipos de Hotel Ritz. Uno es invención de César Ritz –1850-1918–, hijo de campesinos suizos, fue un emigrante, un obrero de la hostelería, que fue subiendo y comprendiendo la hostelería y sus carencias en París, Suiza, Austria, Italia, Alemania y, finalmente, Londres. Ahí es director del Savoy. Lo borda, y el propietario le propone construir y dirigir el Carlton de Londres y, después, el Ritz de París. Ritz –el hombre, no el edificio– lo inventa todo. Inventa todo lo que vemos cuando entramos en un hotel o en un restaurante, incluso en los más cutres. Cosas como una habitación salubre, amplia, sin distorsiones. Y con lavabo. Disponer de servicio de habitaciones, o la posibilidad de una recepción, que te hiciera casito. Pero, también, los hoteles Ritz disponen de un nuevo objeto, que nunca había existido en su nitidez. Un restaurante que tira de espaldas en el que –importante– hay cierta paz, cierto orden y cierto silencio, mesas pequeñas por primera vez, y una cosa que se llama carta. Se sirve, todo lo solicitado, à la russe –esto es, los primeros, primero, y los segundos, segundo–, y no à la française –todo de golpe, hala–. También es –otra cosa importante– un restaurante de cocina internacional, esa cosa identificable, pero fluctuante, y que, desde el siglo XVII, y más desde el siglo XVIII, y hasta algún punto del XX, gira en torno de la cocina francesa. Una cocina que evoluciona en los Ritz con un patrón, el aludido canon, una lógica, cuyo ejemplo es el nacimiento, en su seno, de la V. Les explico ese canon en el próximo punto, que este acaba explicándoles, en modo plis-plas, el segundo tipo de Ritz. Si los primeros Ritz transcurren en el apogeo de la Belle Époque, un momento de paz, pero de violencia social y económica absoluta, el segundo Ritz transcurre dos décadas después, en Barcelona y durante el periodo 1936-39, cuando el Ritz de Barcelona fue colectivizado por la CNT y la UGT. Bajo el nombre artístico de Hotel Gastronòmic nº1, fue un punto en el que personas con las manos rotas, quemadas y encallecidas, pero que no cocinaban, o que no tenían comida, o que, tras un bombardeo, no tenían cocina, accedieron a locales y modos y objetos vetados hasta entonces. Fue un punto en Barcelona en el que se presagiaba, sin saberlo, la única victoria prolongada de las izquierdas barcelonesas. La revolución gastronómica –primero local, luego, décadas después, mundial, vía Bulli– que, entre los 60 y los 70 se vive en Barcelona y Catalunya, y que, de alguna forma, aún impregna el mundo –cualquier día les hablo de ello a través de un plato–. Las izquierdas, en fin, son también la sensualidad, esa región extrema de la inteligencia, y que da sentido a la inteligencia. Y, más aún, a las manos rotas, esa otra inteligencia.

-  EL CANON. La V, por tanto, nace en NY. Pero no es una seta. Es, lo dicho por Diat, un patrón. Todos somos enanos a hombros de gigantes, como decía Eliot y, antes de Eliot, los Antiguos, los gigantes. La V llega por Diat. Pero el punto de partida de la lógica V es Auguste Escoffier –1846-1935–, cocinero y colegui de Ritz desde 1874. Su formidable La guide culinaire –1901; un corpus, tal vez el gran corpus de la cocina francesa– es tan solo uno de sus libros. Es el primer cocinero que recibió la Legion d’honneur. Esto es, es la primera persona con las manos rotas, cortadas, quemadas, que recibe un reconocimiento intelectual. Pero Escoffier no es más que un seguidor avanzado de Antonin Carême –1785-1833–, a quién depura y estiliza. Carême, como Escoffier, también es un hijo de familia numerosa pobre, abandonado, en su caso, por su padre, por falta de cash. Recaló, de potra, en la restauración. Aprendió a leer por sí solo. Gracias a la Revolución accede a la Bibliothèque National, donde se forma también en una disciplina fundamental en la alta cocina francesa desde el XVII: la arquitectura. Murió a los 48 años, joven y viejo, y de una enfermedad, parecida a la silicosis, muy común entonces entre los cocineros, esas personas con las manos rotas y que siempre estaban respirando sobre el carbón fundido. No recibió ninguna medalla, pero otorgó al mundo una muy grande: su L’art de la cuisine française au XIX siècle –5 volúmenes, un trabajo ingente que nadie puede exigir a un enfermo mortal–. Pura belleza y amor sin respuesta, salvo un sueldo, manos rotas, y una enfermedad. Carême, a su vez, tal vez está a hombros de François Vatel –1631-1671–, que está a hombros de François Pierre de la Varenne –1618-1678–. Manos rotas sobre manos rotas, sobre manos rotas. Si miras a los lados, o a atrás, siempre verás manos rotas.

-  SÍ, YA, PERO QUIERO MI V. La V, esa enana voluptuosa a hombros de gigantes, es un plato tan sencillo que se puede hacer de espaldas. Ahí va. Olla alta, pero que no raye el techo. Mantequilla, que estamos en modo lácteo, como los bebés. Cuando esté caliente y cachonda, se le echan 3-4 puerros –yo suelo pasarme–, si bien solo la parte blanca, cortada en juliana, para que no sufra. Luego, zas, una cebolla, cortada igual. Sal. Se marea un poco la cosa, que nunca puede dorarse, pues la V es una apuesta absoluta por el blanco, y se agrega una patata, cortada fina. Es importante la patata, pues impide a la V ser puro líquido. Y, ahora, caldo. Vegetal o de pollo, jamás de tricerátops. Que cubra justillo. Se deja media hora al fuego. Saque esa esencia de puerro de la nevera al día siguiente, y agregue la leche, que es el diamante de este anillo. La de yak es insuperable, dicen en Mongolia. Yo la echo a ojo, hasta que el blanco explota. No se pasen. Templanza. Se tritura todo con la minipimer, sin piedad. Al servirse, se agrega algo verde. Cebollino o, incluso, perejil. Nunca, repito, nunca, un loro. Una vez servida, miren a su prole, y verán cómo se convierten en tiempo real en mini-griegos, esos seres que algún día dirán grandes palabras, como ‘sí’ y ‘no’, y que cocinarán con las manos. Rotas. Las manos es lo primero que se rompe y lo primero que se acaricia. Tal vez por eso mismo.

-  EL FUTURO. La semana que viene, setas. Si no se confirma que es un mercado ya intervenido por las eléctricas. Hay serios indicios: esta semana los rovellons/níscalos, el Seat 600 de las setas, iban a 54€. Los ceps/boletus ya deben de superar, ahora mismo, al bitcoin. Les digo.

-  LA INFANCIA. Explica Anthony Bourdain que su primer viaje a Europa lo hizo de niño, con sus padres, emigrantes franceses en los USA. Sus padres, con posibles, se recorrieron Francia con hambre de lujo atrasada, comiéndose con patatas –es decir, à la parmentier– la guía Michelin. En...

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Autor >

Guillem Martínez

Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo) y de 'Caja de brujas', de la misma colección. Su último libro es 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama).

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