ROMPER EL SILENCIO
Carmen Laforet, una ‘sobredosis’ de autoría
Literatura y fármacos entre las escritoras de la posguerra
Andrea Toribio 6/11/2021
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Al finalizar la guerra civil las casas editoras o, mejor dicho, impresoras, cuya actividad antes de la contienda no evidenciaba una ideología contraria al régimen pudieron recomponer sus máquinas y retirar los escombros que las cubrían. No lo tuvieron tan fácil aquellas cuyas inquietudes intelectuales se organizaban alrededor de la traducción literaria de autores extranjeros, o a la divulgación de nuevas voces patrias, casi todas de hombres, por cierto. Estas tuvieron que armarse de valor y acogerse a la edición clandestina o enfrentarse al muro infranqueable, aunque también arbitrario y algo zonzo, de la censura.
Ahora sabemos, andando el tiempo, que la prohibición de publicar ciertos textos por parte del régimen implicaba una reprimenda moral que también debe interpretarse en clave sociológica bajo un hipotético lema: “No leáis”, auténtica marca de la casa que parecía murmurar el sinfín de complejos que contenía el propio aparato biopolítico. Los libros no formaban parte del proyecto franquista, al escaparse inopinadamente del control de Franco y también del Ministerio de Propaganda. ¿Franco leía, le interesaron alguna vez los libros? ¿Era una necesidad la creación de una infraestructura de mercado editorial que diese cobijo a una industria incipiente en torno al objeto-libro? ¿Para quién?
En este escenario, podría decirse que Nada, de Carmen Laforet, no es una réplica existencial a un escenario de posguerra, sino más bien una respuesta moral al año 1944. Comprobando la bibliografía publicada durante tan dichosa fecha, se comprueba que no solo las novedades literarias copan el clima intelectual o, más bien, cultural, si es que había tal cosa, existen otras obras de muy distinta índole, que al cruzar la línea de la propaganda política se habían transformado en obras doctrinales al servicio del ¿nuevo? Estado u orden sociopolítico y económico.
La secularización de las mujeres para la España franquista no fue otra cosa que un proceso salvaje de reindustrialización de la feminidad
Enseguida me viene a la memoria aquel texto del Patronato de Protección a la Mujer, titulado: La Moralidad Pública y su evolución. Memoria correspondiente al Bienio 1943-1944. Un volumen de naturaleza esencialista, promovido por la prensa de la Junta Nacional, con Carmen Polo en su cumbre, y que acostumbro a tener bien presente, por si volviesen. Con independencia de que ese patronato o desintelligentsia se integrase en las filas del Ministerio de Justicia, su control pertenecía a las mujeres con poder del régimen, era su diversión. En versales, y en tamaño no muy grande, también se puede leer en la cubierta del libro lo siguiente: “Edición reservada, destinada exclusivamente a las autoridades”. Lo que nos recuerda que conceder a un grupo de mujeres un porcentaje de poder dentro de un Estado totalitario es un favor que debe vigilarse con recelo. Y digo con recelo porque el derecho a formar parte de la vida pública y de la organización política de un país no es más que una ficción o una suerte de conversión de la mujer en un ser diletante y, más importante, dependiente de un poder hegemónico superior. La mujer durante el franquismo fue un cuerpo hueco; un cuerpo moral, ética y espiritualmente católico y burdamente kitsch en el plano de lo doméstico, también de los hábitos, las ropitas, el qué-me-pongo. La secularización de las mujeres para la España franquista no fue otra cosa que un proceso salvaje de reindustrialización de la feminidad, orquestado desde la Junta Nacional, quien tomó Sección Femenina como brazo ejecutor para establecer la cadena de montaje. Se debía ser: hija, mujer, esposa y madre, y todos estos papeles eran atributos de los que la Sección proveía, pero no confeccionaba, tanta puntada sin hilo que daba. Ahora ¿era esa cuádruple impostación posible? ¿A qué hora del día? Si verdaderamente hubieran existido mujeres que leyesen (mujeres lectoras más allá de la novela rosa que también se podría denominar “novela moralmente pautada de argumento romántico”) en el aparato censor, y aquellas hubiesen no solo bebido del romanticismo mal entendido de la cosmovisión y misticismo franquista, sino que también hubiesen participado de forma activa de las decisiones que se tomaban, Nada no se hubiese publicado. Así son las cosas y así se las hemos contado, Nada no se hubiese publicado. Esto es lo real. Una lectora avezada hubiese identificado a Andrea, su protagonista, como una “mujer tutelada” (siguiendo el léxico del libro del Patronato, ya te digo, lo he leído varias veces), que lo es desde las primeras páginas al llegar a casa de sus parientes:
“Yo estaba demasiado maravillada, pues el único deseo de mi vida ha sido que me dejen en paz para hacer mi capricho y en aquel momento parecía que había llegado la hora de conseguirlo sin el menor trabajo por mi parte. Recordaba la lucha sorda que tuve durante dos años con mi prima Isabel para que al final me permitiera marchar de su lado y seguir una carrera universitaria. Cuando llegué a Barcelona venía disparada de mi primer triunfo, pero enseguida encontré otros ojos vigilantes sobre mí y me acostumbré al juego de esconderme, de resistirme… Ahora, de pronto, me iba a encontrar sin enemigo”.
También habría sentido, la hipotética lectora, su propia incomodidad ante la reasignación de roles que emprendió el franquismo con el cuerpo y el espíritu de las mujeres al contemplarse en el espejo del texto y se habría preguntado, casi inevitablemente, algo similar a lo que sigue: “Pero bueno, ¿quién diablos es esta Carmen?”, como santiguándose, al leer lo que sigue:
“— ¿Siempre has tenido vocación?
— Cuando seas mayor entenderás por qué una mujer no debe andar sola por el mundo.
— ¿Según tú, una mujer, si no puede casarse, no tiene más remedio que entrar en el convento?
— No es esa mi idea.(Se removió inquieta)”.
La novela de Laforet tiene como telón de fondo aquel contexto, es verdad. Pero en ningún momento aparece como una circunstancia que deba explicarse ni actualizarse. La escritura se revuelve, la escritora se inquieta, y es Andrea quien lo vive. ¿Cómo parar esto? Quizá sí podríamos decir que la escritura se prodiga en algunas tristezas, pero que el ambiente no causa anhelos. La autora no da pie a la nostalgia, ¿qué nostalgia, muchacha? Este texto bien podría considerarse el argumento de una tesis doctoral, pero trataré de que no sea así. Sencillamente, abordará únicamente las cuestiones que me interesan, que son, en su mayoría, periféricas: fármacos, dinero e imposible autoría literaria femenina. Ja, ja, ja, no son en absoluto periféricas, ¿verdad? Ya me parecía.
En esta nueva lectura la novela no presentaba un argumento existencial, sino que la hebra y sus madejas se desarrollaban por los cauces más nítidos de la moral contemplativa
Este año, con motivo del centenario de Carmen Laforet, volví a acercarme al que consideran su escrito cumbre, que no es otra cosa que aquella obra que un autor o autora escribe para encerrar su capital simbólico en alguna parte. Esto es, proteger por escrito lo que el mercado aún no ha engullido. Todavía. Comencé a releer Nada con una mezcla de escepticismo y bachillería: pensaba que cualquier lectura por mi parte ya estaría hecha. Es una novela que he leído en innumerables ocasiones, es mi favorita. Porque tiene ese punto de egocentrismo literario en el cual una lee un libro cuya protagonista se llama igual que la lectora que lo sostiene entre las manos y cree saberlo todo, y no es así. Siempre que me había acercado a ella, la creí existencial; una contestación desde la nada a un escenario devastado y sin alicientes ni estímulos, donde la trama parecía haberse perdido, andaba deslavazada. Sin embargo, y para mi sorpresa, en esta nueva lectura la novela no presentaba un argumento existencial, sino que la hebra y sus madejas se desarrollaban por los cauces más nítidos de la moral contemplativa: de lo que está bien y de lo que está mal, a ojos de alguien que, únicamente, puede actuar de testigo porque ese es su papel en la historia que está contando:
“Me parecía que nada vale correr si siempre ha de irse por el mismo camino, cerrado, de nuestra personalidad. Unos seres nacen para vivir, otros para trabajar, otros para mirar la vida. Yo tenía un pequeño y ruin papel de espectadora. Imposible salirme de él. Imposible libertarme. Una tremenda congoja fue para mí lo único real en aquellos momentos”.
¿Tenía Andrea un relato propio anterior? Lo cierto es que esta actúa, como decíamos, de testigo del relato porque no posee ninguno. ¡O eso es lo que nos dice, semejante travesura! Ese es el papel del testigo, qué le vamos a hacer: ser portador de los relatos y los discursos que un grupo o una colectividad no cesan de tejer a su alrededor a lo largo del tiempo. Andrea, la protagonista de Nada, es una espectadora fundamental del caos, la devastación, la suciedad y la inmundicia que abigarra la visión de una Barcelona recordada y de oídas:
“Maquinalmente, sin saber cómo, me encontré metida en la suciedad de la bañera, desnuda como todos los días, dispuesta a recibir el agua de la ducha. En el espejo me encontré reflejada, miserablemente flaca y con los dientes chocándome como si me muriera de frío. La verdad que era todo tan espantoso que rebasaba mi capacidad de tragedia. Solté la ducha y creo que me entró una risa nerviosa al encontrarme así, como si aquel fuese un día como todos. Un día en que no hubiese sucedido nada. “Ya lo creo que estoy histérica”, pensaba mientras el agua caía sobre mí azotándome y refrescándome. Las gotas resbalaban sobre los hombros y el pecho, formaban canales en el vientre, barrían mis piernas”.
Cuando llega a la ciudad, Andrea refresca su visión de ella y muda su mirada hacia una nueva modernidad, que es verdaderamente artificiosa, y a la que solo se puede acceder a través del dinero. Esta conclusión o suerte de síntesis del argumento por parte de Andrea, la del dinero como llave o como pasaporte hacia algunos paisajes insospechados, me hizo pensar de inmediato en la naturaleza del sarampión literario que experimentan algunos personajes de Las ilusiones perdidas, de Balzac. Especialmente, volví sobre aquellos fragmentos que durante el dichoso confinamiento tuve la suerte de poder aterrizar en la memoria. En ellos, sus personajes nos hablan de la vida que uno vive y la vida que uno se cuenta gracias al dinero, y que orbita en torno a la idea de cultura, de arte literario. El dinero se sitúa en la novela de Laforet como un mediador, así como un medidor de la moral de sus caracteres y, de hecho, dibuja un fresco tras la batalla muy muy específico:
“Sabía que unos minutos después habría de verme dentro de un mundo alegre e inconsciente. Un mundo que giraba sobre el pedestal del dinero y de cuya optimista mirada me habían dado alguna idea las conversaciones de mis amigos”.
En estos y otros devaneos me sumergía camino del trabajo aquellos días, cuando llegué a una conclusión particular (no sé si fue realmente una conclusión o, más bien, un deseo de resumirme toda aquella retahíla de pensamientos inconexos). Atisbé quizá cuál era la intención de aquella “modernidad” que Carmen Laforet había exhibido con plétora y sin petulancias en su escritura, y me dije a mí misma que aquello exigía una continuidad en la historia literaria; que había que seguir tirando del hilo. Carmen Laforet, una autora jovencísima, continuó con aquello que ya habían esbozado tanto Baroja (Camino de perfección, 1902), como Azorín (La voluntad, 1902), y como también hiciese Benito Pérez Galdós (Memorias de un desmemoriado, 1915), en los últimos años de su vida: un tonteo descarado con tomarle prestada la materia autobiográfica a la vida misma para integrarla en el mundo de la ficción, de lo que puede ser o no real.
El que sería uno de los galardones literarios más codiciados se otorgaba a una muchacha española muy muy joven, y era un grupo de hombres el que lo entregaba
¿Cómo alguien como Laforet no habría calado los huesos de otras escrituras tras su éxito? Aunque solo fuese por la divulgación, el alcance público, el no ser permeable a la actualidad social, sino a la tradición literaria. ¿Cómo la escritura o la grafomanía de la autora de Nada, neurastenia iniciática bien canalizada, patente incluso en el propio texto de la novela, iba a quedar simplemente en aquello? En nada. Pues así quedó.
La obra se publicó, sin mayor problema o alharaca, para 1945, y sigue siendo un éxito luminoso de ventas, así como una fuente de satisfacción lectora hoy día, pobre César González-Ruano. Preguntad a quien queráis, porque no es único, sino compartido el fervor de quien escribe estas palabras tanto por la obra en sí como por la figura de la autora, alguien verdaderamente singular. Para mí, de las cosas más bonitas que me han pasado este verano de hecho, ha sido poder charlar con una amiga día sí día también no sobre Nada, sino sobre Carmen Laforet. Pero ¿de dónde parte esta conmoción? Vale. Por eso resulta curioso o, al menos, a mí así me lo parece que así pasara, que se publicase, que quede cristalizada la novela en la Historia de la Literatura Española forever. Es más, si pensamos en Andrea como vehículo literario de una posible identidad de Carmen Laforet para 1944, siendo Andrea una “muchacha caída” o “vacilante”, ¿cómo dejó el Patronato de la Polo que este texto encontrase acomodo editorial, que fuese objeto de crédito, premio y reconocimiento? Así es Andrea, a ojos de su tío Román, así le vacila:
“—¡Bien, Andrea! Veo que estás hecha una mujercita… Me gusta pensar que tengo una sobrina que cuando se case sabrá hacer feliz a un hombre. Tu marido no tendrá que zurcirse él mismo sus calcetines, ni darle de comer a sus críos, ¿verdad? “¿A qué viene eso? Pensé yo. Me encogí de hombros”.
La crítica española contemporánea, tal y como la conocemos hoy día, parte de un estado sumamente disociado, ahora lo explico. El enjuiciamiento de la obra de autores macho solo tuvo que retomarse tras la guerra, con precaución, eso sí, porque hablar sobre un escritor y su obra podía revelar amistades y alianzas no siempre convenientes. Además, si el que escribía la reseña o la nota crítica era igualmente creador, la competitividad y la subjetividad afloraban con especial mala baba. Recordemos que nuestro querido campo literario y editorial patrio nació con las cuatro patas reglamentarias que siempre hubo de tener el gato: la edición, la crítica, el mercado y la opinión pública. Cuando hablo de disociación no me refiero a otra cosa que a una toma de corriente. Las cuatro velas de foque a las que me refería, al surgir al mismo tiempo, tuvieron que definir su proyección, así como sus funciones. En lo que atañe a la crítica, y para lo que nos interesa, todo hubo de decidirse el mismo día que Carmen Laforet se alzó con el premio Nadal. Pese a las posibles intrigas palaciegas que se deducen de cualquier premio literario, lo que sucedió aquel día fue histórico. El que sería uno de los galardones literarios más codiciados desde su primera convocatoria se otorgaba a una muchacha española muy muy joven, y era un grupo de hombres el que se lo entregaba. Con todo, se promueve un premio de novela literaria, las obras recibidas han de leerse, revisarse, discutirse. Luego viene la decisión del jurado, el fallo, y tras el fallo la opinión pública y el hablar de una obra, divulgarla, promocionarla. Tener en cuenta lo que dice, cómo lo dice y por qué lo dice. La realidad es que esa crítica literaria que acababa de nacer no estaba preparada para Nada (ja, ja, ja), tampoco su editor; la opinión pública, ¡el mercado! Pero, ¿cuántas ediciones lleva ya la novelita, por Dios?
Sostener la primera persona del singular en un texto literario para la posguerra española desde una pluma femenina era un acto de rebelión
Volvamos al estado disociado. Las obras firmadas por hombres se leerían desde el texto mismo; las de las mujeres desde su vida. La identificación entre la escritura y la intimidad, en el caso de aquellas, se convirtió en un principio crítico, en una herramienta para la sugestión y la esquizofrenia colectiva, así como en un bastión fagocitado por la inmundicia. Andrea, la protagonista de Nada, no se relaciona con Carmen Laforet debido al rosario de afinidades biográficas, sino por la óptica crítica que se le adjudica en las páginas de los diarios de tirada nacional que no comprenden que la obra literaria que habría de inaugurar la historia literaria de la postguerra la hubiese escrito una chica. Así las cosas, cuando Dolores Medio escribe Nosotros los Rivero (1953), ha de disculparse con las posibles concomitancias que el lector encuentre con la realidad que ella habita y de la que los periódicos darán buena cuenta. Carmen Martín Gaite, cuando se alza con el Nadal de 1957 gracias a Entre visillos, ha de compartir la portada de la revista Destino con Rafael Sánchez Ferlosio, su marido, quien cuando ganó el mismo reconocimiento un par de años antes no compartió su protagonismo con ella. La obtención de premios por parte de las mujeres durante la postguerra es la auténtica escopeta nacional. Un campo de tiro contra cualquier intención o vocación literaria, por parte de las mujeres, cuyos disparos recaían sobre su autoría, es decir, sobre su capacidad de componer obra y pensarse desde un proyecto narrativo, así como sobre su condición misma: ser mujer durante el franquismo o, lo que es lo mismo, hija, madre, esposa. Mujer, al fin y al cabo.
Sostener la primera persona del singular en un texto literario para la posguerra española desde una pluma femenina era un acto de rebelión, una declaración de resistencia. No por nada, Martín Gaite nutre sus novelas de infinidad de mujeres españolas de muy distinta costumbre y errancia, sobre todo errancia y vagabundeo particular, para, de algún modo, definir sus tipos desde una mirada cercana, horizontal. Para hablar oficialmente de sí misma a través de un caleidoscopio. Se transforma en todas ellas para romper con la identificación pública entre persona y personaje, tanto fuera como dentro de la literatura. Su individualización privada, íntima, no definida desde el afuera pasó en cambio por la escritura continua y continuada en sus Cuadernos de todo, pero este es otro tema. La realidad es que Carmen Laforet desde Nada marcó o, mejor dicho, fue obligada a marcar una pauta de lectura que llega hasta nuestros días: todo lo que escribe una mujer, necesariamente ha de haberlo vivido, contemplado, escuchado. ¿Es que acaso no puede una escritora imaginar, soñar, divertirse, irse por los Cerros de Úbeda? ¿Cómo no entender así que no nos interese lo más mínimo la vida de un escritor que es catedrático de instituto, y la vida de una autora con dos, tres, cuatro o cinco hijos sea un asunto de Estado? Ese padecimiento fue la verdadera cruz que no solo lastró a las autoras que escribieron durante el franquismo, sino que también hizo que sus obras fuesen invisibles o, lo que es lo mismo, que recibiesen unas lecturas parciales, debido a una lectura en clave exclusivamente biográfica. Luego pasa, claro, que habrán llegado tarde a la autoficción y a otros moldes autobiográficos, es de risa.
Ya Carmen Laforet nos advirtió en Nada de una realidad que se construía a través de este padecimiento, no sé si como consecuencia clara o como malestar inducido por parte del régimen, el Patronato, Sección, qué sé yo, a las mujeres, y que perjudicó su libertad creadora. Por fin, hablemos de fármacos, dinero, de autoría. Porque son estas cuestiones periféricas, y no otras, las que orquestan la imagen de la escritora Carmen Laforet, y que podrían acercarnos a un nuevo entendimiento de su obra en su propio contexto. Porque ¿no fue La mujer nueva lo más opuesto a la vida que vivía en ese momento Laforet? El fantasma de la neurastenia quedó escrito en las páginas de aquella primera novela: “La verdad es que yo estaba empezando a perder la memoria. A menudo me dolía la cabeza”, nos dice. ¡La memoria, los recuerdos! ¿Podían las mujeres gozar de este destino tan ufano, casi feliz? ¿Podían descarrilar, ensayar la escritura, habitar, andar sus pensamientos como Pascal? En paralelo a la producción masiva de una feminidad mistificadora y mentirosa, el aparato político emprendió un borrado sistemático de la memoria de las mujeres, desdibujando su genealogía tanto artística y cultural, como cotidiana. Era la presión psicológica de performar su ¿condición? ¿Biológica? Lo que desencadenó una auténtica batalla en sus cuerpos. El imperativo biológico las anegó a la producción de hijos de la patria, pero no de los otros hijos, los libros. Libros que, por cierto, podían o no servir a la construcción reaccionaria de una patria intelectualmente colonizada, algo, sin duda, muy peligroso porque más bien, la lectura y los libros construían inopinadamente un reino intangible y revoltoso: el literario, el cultural. Un lugar al que solo se podía acceder a través de la soledad y del cultivo de la intimidad, de lo personal. Un espacio al que la política no podía acceder, pero que ansiaba controlar. Pero, en fin, siempre se deseó el manejo, no la producción.
Los fármacos proporcionaron a las mujeres el poder de huir o, más bien, de sobrevivir a su día a día, a los maridos, a los hijos
El borrado sistemático de la identidad individual femenina y la disolución de esta en una idea común, que no colectiva, de mujer vino marcado por la aparición de la farmacología, sorpresa. No aparece en los manuales de Historia de la Literatura Española, y son pocos los recursos a los que podemos acceder con el fin de desentrañar esta madeja sin desmadejar de la ingesta cotidiana y diaria de remedios químicos. Tan solo tenemos noticia de ellos cuando se convierten, por un lado, en un problema, esto es, cuando los hijos de las mujeres que sufrieron la postguerra, y vivieron el franquismo en todo su esplendor, se dan cuenta de que lo que sus madres toman a diario son, en realidad, anfetaminas que pueden vender a sus amigotes del barrio; por el otro, en una privación de la vía de escape o la desaparición de la torre farmacológica de marfil. Lo que el sistema te da, también te lo quita. Los fármacos proporcionaron a las mujeres el poder de huir o, más bien, de sobrevivir a su día a día, a los maridos, a los hijos, a las subidas de precio de la fruta y la verdura. Su toma y receta no eran otra cosa que la recepción de una dosis, nunca mejor dicho, de poder totalmente ficticio sobre sí mismas. No obstante, y contra todo pronóstico, la plasticidad de la experiencia y el discurso de las mujeres hizo de los fármacos un algo cotidiano que hicieron propio y que se podía reivindicar, tal y como hace Carmen Maura en la maravillosa cinta de Almodóvar del año 1984, ¿Qué he hecho yo para merecer esto?:
“— Quisiera Minilip.
— Eso no se vende sin receta, además lo han retirado.
— Bueno, pues deme Bustaid.
— Tampoco.
— Pues a mí siempre me lo han dado sin receta.
— Pues mal hecho.
— Bueno, pues deme dexedrinas o alguna cosa parecida, es que estoy muy mal de los nervios.
— Tendrá el síndrome.
— ¿El síndrome? Y qué es eso.
— Mire señora, vaya al médico, dígale que es drogadicta y que le extienda una receta.
— Yo, ¿drogadicta? Ah, pero, y encima me insulta.
— Señora, todo lo que usted me está pidiendo son drogas.
— Bueno bueno. Pues soy drogadicta. Drogadicta. Y qué quiere que le haga ¿que le asalte y que me lo lleve a la fuerza o qué?
— Yo le he dicho cuáles son las normas.
— ¿Y qué normas hay cuando una tiene que trabajar todo el día y no puede con su alma?
— Eso es cuestión suya”.
Antes de todo esto, en los años sesenta y setenta, las farmacopeas fenomenales y estupendas de las mujeres venían patrocinadas por la dexedrina y el Minilip. Y es que en las farmacias las anfetaminas estuvieron disponibles hasta los años ochenta, pero se vendían con otros nombres, otros ámbitos:
“Bustaid. La juventud está dentro, no la envuelva con grasas. La obesidad es un peligro para su salud y para su belleza. El nuevo método científico para adelgazar. Bustaid le hará perder peso de manera fácil y agradable. Coma lo que quiera. No se prive de sus platos preferidos y adelgace. Bustaid es muy fácil de tomar. Una tableta por la mañana… ¡y nada más!”.
Ambas sustancias mencionadas, la dexedrina y el Minilip, permitían escenificar el baile diario de papeles a medio aprender: hija, mujer, esposa y madre de la mujer española media durante el franquismo. También los somníferos y los tranquilizantes hacen su entrada en escena, en menor medida o cantidad, para apaciguar la falta de sustancia. Eran igualmente habituales en aquellas dietas barbitúricas contra la desidia y el abandono. Sabemos, por la biografía que le dedica Anna Caballé (2009), que Carmen Laforet tomaba Minilip:
“Es muy probable que los vaivenes emocionales de Laforet respondan a la toma de Minilip, una medicación a base de anfetaminas que en un principio se había vendido sin receta, como cura de ‘adelgazamiento’, y a la cual muchas amas de casa quedaron atrapadas. Laforet llevaba tiempo tomando Minilip de forma regular (“en dosis mínima de una pastilla al día”, escribe a su hermano médico) para “mantenerse en forma” y conservar la línea, una preocupación permanente en la escritora. Pero el efecto vigorizante, antidepresivo, de la anfetamina le era también indispensable, ocasionándole a la larga cierta confusión mental”;
Y por boca de la propia Carmen Martín Gaite sabemos que el consumo de dexedrina lo tenía nuestra salmantina bastante integrado, tal y como nos cuenta en la novela que le hizo alzarse en 1978 con el Premio Nacional de Literatura:
“— ¿Has tomado dexedrina?
— Me vuelvo, apoyándome en la mesa y me encuentro con sus ojos intrigados. Antes de que apareciera la carta azul, fui a la cesta de costura en busca de algún fármaco, sí, tal vez…
— No me acuerdo— digo.
— Bueno, mujer, pero no pongas esa cara de apuro, te lo preguntaba por preguntar. ¿Qué piensas?
— Me preocupa que últimamente estoy perdiendo mucho la memoria, con la buena memoria que tenía yo”.
Así queda recogido en Cuadernos de todo, así queda reflejado en El cuarto de atrás, donde la autora hace gala de su alijo mental:
“Avanzo hacia el radiador, tendría que ponerme a ordenar este cuarto, me paro a mirarlo desde aquí; ahora la cama se ha vuelto enorme, si creciera un poco más me aplastaría contra el rincón, pero no, no crece más, aún me separa de su borde inferior una franja de moqueta; me pregunto qué vendría a buscar aquí, si es que venía a– o para espabilarme –dexedrina, maxibamato– o para el dolor de cabeza –cafiaspirina, optalidón, fiorinal–; son nombres que se me vienen automáticamente a la imaginación y que repaso con tedio y sin fe, gastados como los apellidos del listín telefónico, amigos, a los que se han perdido ya las ganas de pedir nada”.
Novela, en fin, la de El cuarto de atrás, en la que, por mucho empeño que le ponga la crítica, no solo rememora en una sola noche, y desde la soledad de la casa, los años del franquismo, sino que también da buena cuenta de la educación sentimental que recibieron las niñas durante el régimen, rosario de imposiciones que las convertiría, años después, en mujeres al borde de un ataque de nervios.
Laforet inauguró la modernidad literaria tras la guerra, y le mostró a las demás jovencitas con prurito y vocación literaria que la letra se podía conquistar
¿Paliar la desazón, mantenerse en la misma talla de ropa, no poder dormir, evitar desquiciarse, no ser un manojito de nervios? ¡Minilip, dexedrina, somníferos! Todo ello no son más que formas estimulantes de control y de experimentar cierto poder sobre la vida de una misma desde un punto de fuga. También como espacio, lo voy a decir, de creación literaria. Los fármacos, su consumo, el estado en el que les sumaban les permitían imaginar, hablar libremente en sueños, crear. Así las cosas, cortar el grifo, dicho muy coloquialmente, o decidir lo que es o no legal, cuando el consumo anterior era sin receta, confirma lo que siempre supimos: la agencia de ese poder para las mujeres era una ficción, siempre lo fue. Una ficción del sistema. Lo que subyace bajo todo lo comentado es quizá un cambio o, mejor dicho, una sustitución de la materia de gobierno. Hay quien lo llamaría también la “instalación de una nueva dinámica, en relación a otros materiales o materia de distracción”, qué largo. Ese “quién”, en realidad, soy yo, y esa materia no es otra que el dinero. Las mujeres tenían que salir de sus hogares y comenzar no solo a producirlo, sino también a experimentarlo a través del consumo, pero no de estupefacientes, sino de objetos que reportasen una felicidad material completa: un abrigo, unos zapatos, un vestido, maquillaje. Carmen Laforet, como bien subraya nuevamente Caballé a lo largo de su biografía, tuvo muchos problemas a lo largo de su trayectoria profesional con el dinero por, valga la redundancia, ¡el dinero! Lo producía y lo experimentaba, pero, sin duda, no como Andrea, la protagonista de Nada, que no sabe cómo producirlo, pero sí sabe cómo gastarlo, y genera, en ese acto económicamente contemplativo... ¡nada! Ja, ja, ja. Laforet lo hacía con naturalidad, viajaba, comía; se instalaba aquí y allí. Se alimentaba. Disfrutaba mucho, muchísimo con sus amistades.
Lo que a mí me gustaría, en lo más profundo de mi bienestar íntimo e intelectual, es que se reconociese la figura de Carmen Laforet como lo que es: la escritora que inauguró la modernidad literaria tras la guerra, y que le mostró a las demás jovencitas con prurito y vocación literaria que la letra se podía conquistar. Y no solo a las muchachitas, sino también a los muchachitos, aunque no quisieran. Como el personaje, si recordáis, de Gerardo en la novela: “Echamos a andar uno al lado del otro. Gerardo hablaba tanto como el día en que le conocí. Me fijé que hablaba como un libro, citando a cada paso trozos de obras que había leído. Me dijo que yo era inteligente, que él lo era también. Luego, que él no creía en la inteligencia femenina. Más tarde, que Schopenhauer había dicho…”. La tradición literaria española que recibió nuestra escritora encuentra en Nada una relectura absolutamente revolucionaria, que no reaccionaria, para su tiempo. Como Lázaro de Tormes, como el don Pablos de Quevedo, como Diego de Torres Villarroel en Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras del Doctor Diego de Torres Villarroel (o sea, un Marc Jacobs para Marc Jacobs, pero en el siglo XVIII) o como Augusto Pérez en Niebla, Laforet empuña la autoficción narrativa para proponer una novelita moral que recoge una crítica moral y social a las costumbres de la época, época que no es otra que la posguerra española. El paisaje urbano se reactiva tras el conflicto bélico, y es Carmen Laforet quien anota esta nueva pulsión vital, colectiva. Es capaz de observar, de escribir. También de alojar en la escritura de su novela el choque intergeneracional, los nuevos modelos económicos que alteran la fotografía de las ciudades, el ocaso de la familia tal y como se conocía, así como el cambio a la hora de relacionarnos en términos o no románticos. En Nada fue la primera vez que leí que no me tenía que gustar el primer beso con un chico, más si lo recibía sin pedirlo. Aquello lo aprendí en una novela de 1944 de una autora en cuyo centenario la gente creería que solo había escrito Nada (aunque sea la hazaña de la segunda mitad del siglo XX español). Una autora que tendría que someter su vida privada a los designios de su vida pública. Alguien para quien el dinero fue más una soga que un desahogo. Una mujer española que, en caso de necesidad, se hubiese acercado a una farmacia a comienzos de los ochenta para que la llamasen, como a Carmen Maura y a cualquier mujer de la época, drogadicta.
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Andrea Toribio (Madrid, 1993) realiza su tesis doctoral sobre Cuadernos de todo, de Carmen Martín Gaite. Ha publicado Geografía azul (Ebediziones, 2014) y Crecimiento radial. Cuaderno de notas (Eirene, 2018). Trabaja en Planeta, colabora con El Ciervo y con distintos proyectos editoriales independientes.
Al finalizar la guerra civil las casas editoras o, mejor dicho, impresoras, cuya actividad antes de la contienda no evidenciaba una ideología contraria al régimen pudieron recomponer sus máquinas y retirar los escombros que las cubrían. No lo tuvieron tan fácil aquellas cuyas inquietudes intelectuales se...
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