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A veces a uno le gustaría lanzar al cielo una piedra, por júbilo o por rabia, con fuerza tal que acabara atravesando el cinturón de la atmósfera y girando y girando en el espacio exterior. Es una imagen bonita, pero no una buena idea. Hace unas semanas leía la mala novela de un buen novelista, La vida de Gérard Fulmard, de Jean Echenoz, que comienza con la destrucción de un centro comercial. Al principio la policía piensa que ha sido una bomba terrorista, pero enseguida se descubre que lo que ha impactado contra el edificio son los restos de un viejo satélite soviético obsoleto. Si lanzáramos una piedra con la fuerza requerida –cifra de amor o de cólera– iría a parar a esa nueva órbita donde, junto a artefactos vivos más o menos completos, giran y giran decenas de miles de objetos desperdigados, cuyas siete mil toneladas de peso incluyen tornillos, remaches y abrazaderas, pero también depósitos de helio o carcasas enteras de vehículos en desuso. Todos los días, al parecer, entran muchos de estos objetos en la atmósfera, donde la mayor parte se volatilizan, pero algunos sobreviven al roce gravitatorio e impactan en desiertos y mares. O, excepcionalmente, en nuestras calles y sobre nuestros cráneos. El apocalipsis clásico nos ofrecía la imagen pirotécnica de una precipitación de estrellas; y sabemos que la extinción de los dinosaurios, que franqueó el paso a los mamíferos, se produjo como consecuencia del choque de un meteorito contra la tierra. Pero ahora tenemos que empezar a pensar en el apocalipsis en otros términos: como la recaída sobre nuestras cabezas de todo lo que en los últimos setenta años –y en los próximos setenta, si un poco de juicio terrestre no lo remedia– hemos lanzado y seguiremos lanzando al espacio. El Antropoceno, que ha derrotado ya al 80% de los mamíferos y superado con sus artilugios el peso físico de la biomasa natural, acabará dejando caer sobre nosotros una lluvia torrencial de satélites viejos y naves descompuestas. No se me ocurre ningún cierre más “humano” para nuestro herrumbroso narcisismo expansivo.
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Digo esto para señalar un peligro al que siempre hemos estado expuestos: el de que nos caigan encima nuestros propios productos y creaciones. Entre estos productos –a menudo se nos olvida– hay que incluir también las palabras, todas esas palabras, enunciadas y escritas, que lanzamos al aire o al suelo, en colada ininterrumpida, como la del volcán de La Palma, sin mucha conciencia de los efectos que introducen en el mundo ni de lo mucho que nos comprometen. El Antropoceno, quiero decir, son también los verbos y frases que dejamos caer en el exterior, entre los cuerpos, todos los días: si pudiesen medirse en toneladas, ninguna otra obra humana pesaría tanto ni ocuparía tanto lugar en nuestro frágil planeta. La palabrería es bastante más ruidosa e invasora que la cacharrería. Y eso que por fortuna nos reservamos la mayor parte de nuestros pensamientos, cuya delirante frondosidad bulliciosa haría imposible el movimiento.
Bueno, eso no ya no es del todo cierto: lo de que nos reservemos nuestros pensamientos. Un signo de nuestra época, facilitado por las nuevas tecnologías, es el de que casi todo lo que se nos pasa por la cabeza –nuestros impulsos más íntimos y nuestros pensamientos más destructivos– lo dejamos salir inmediatamente al mundo, sin filtros ni rellanos. Más aún: una de las características de los períodos de transición civilizacional, donde prosperan todos los fascismos, es esta sobreproducción lingüística que borra las diferencias entre pensar, hablar y actuar. Si digo todo el rato lo que pienso, acabaré hablando sin pensar; y si hablo sin pensar, acabaré lanzando una piedra, junto a un insulto, al espacio exterior. Cada vez corremos más riesgo de que todos nuestros pensamientos, aún antes de formularlos, se conviertan en proyectiles.
Una de las formas de ecologismo más olvidadas o inatendidas, en efecto, es la que atañe a la actividad humana por excelencia: el lenguaje. Se nos olvida, sí, que nuestro hábitat natural es la palabra, como el de los peces es el agua; se nos olvida el poder de las palabras, que es inmenso. Si no lo fuera, no se daría eso que llamamos la “disputa por el relato” ni los más poderosos emplearían tantos recursos en controlar periódicos, canales de televisión y medios de comunicación en general. Hay que asumirlo: la destrucción del planeta, del espacio público, de la convivencia política no es solo consecuencia de los saqueos y los zarpazos; es además una cuestión de palabras. Una palabra mal dicha, como ese viejo satélite soviético de Echenoz, puede destruir no ya un centro comercial sino un parlamento, un hospital público y una selva.
Por eso mismo arreglar el mundo, o al menos parchearlo, también es una cuestión de palabras, de cuáles elegimos, de en qué momento las pronunciamos, de a quién las dirigimos, de en qué orden y a qué ritmo las pronunciamos: una cuestión, en definitiva de cuidarlas, como debemos cuidar los bosques y los niños, y de cambiarlas, como nos cambiamos de ropa interior. Confieso que me sumé a la comunidad de CTXT porque pienso muy despacio, leo y escribo trabajosamente y tengo poca convicción para lanzar piedras. Y porque creo que ahí reside aún buena parte de nuestro poder –en un mundo difícil y hecho harapos– para evitar que la palabrería y la cacharrería, más amenazadoras que nunca, se derrumben finalmente sobre nuestras cabezas.
Saludos,
Santiago Alba Rico
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A veces a uno le gustaría lanzar al cielo una piedra, por júbilo o por rabia, con fuerza tal que acabara atravesando el cinturón de la atmósfera y girando y girando en el espacio exterior. Es una imagen bonita, pero no una buena idea. Hace unas semanas leía la mala...
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Santiago Alba Rico
Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".
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