Homeopatías
Margarita
Es imposible que una mujer de 98 años se muera. Me han dicho que en Australia ha temblado la tierra y que todos los pájaros de Asia han cerrado las alas en pleno vuelo. Transformar el mundo es más fácil que sostenerlo. Necesitamos refuerzos
Santiago Alba Rico 15/11/2021
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Ha ocurrido algo imposible: se ha muerto una mujer de 98 años. Se llamaba Margarita y era, sin embargo, un árbol. Su hermana María, que murió casi a la misma edad hace ya dos décadas, se convirtió en un cerro; poco después de su muerte, en efecto, descubrimos su cara nítidamente impresa en el relieve de la montaña, a la izquierda, bajando desde Fernán Pérez a Las Hortichuelas. Margarita era un árbol. Ella misma lo reconocía. En una ocasión, un extravagante piquete de testigos de Jehová desembarcó en el pueblo, vestidos de chaqueta y corbata, bajo un sol rotundamente injusto. Margarita, sentada en su poyete, los escuchó con silenciosa sorna mientras intentaban convencerla de que era muy bonito vivir en Dios y gozar luego de las zambras del paraíso en el otro mundo. Margarita ya tenía bastante con este mundo como para desear ningún otro. “Ya se lo he dicho”, nos dijo más tarde, “yo, cuando me muera, como la siesta de un árbol seco; pala tierra y pal sol”, en una lorquianísima frase que luego recogió Nacho Vegas en su hermosa canción “Ser árbol”. Toda vida desprende alguna vez una frase que la resume de un trazo, pero hablamos y cambiamos tanto que se pierde irreconocible entre el follaje. Margarita, que hablaba poco y siempre desde la raíz del bancal (en el bellísimo andaluz deshidratado que llamamos “almeriense”), desprendió ese verso apretado que concentraba su carácter, su biografía, su visión del mundo. Vivir es secarse con muchas ramas, sin desmayo y sin falsas ilusiones; morir es volver a la ley del sol.
Pala tierra y pal sol se fue Margarita cuando menos lo esperábamos. Nadie espera que se muera un árbol. Ni a los 98 años ni a los mil. ¿”Para qué se va usted a morir ya, Margarita?”, le decíamos nosotros cuando, fatalista y sarcástica, prometía hacer “lo que pueda” para seguir viva hasta el verano siguiente. “Ni se le ocurra a usted morirse, Margarita”, le repetimos varias veces por teléfono durante el confinamiento. “Hago lo que puedo”, insistía maliciosa, con un deje remoto de coquetería geológica. “No salga usted de casa”, añadíamos. “¿Y a dónde voy a ir?”, respondía con la rechifla sorda, ferozmente igualitaria, con que se juzgaba a sí misma, atada ya a sus viejas piernas con varices, y al resto del universo.
Margarita no se murió, se secó. Enraizó en su sillón, como milenario olivo retorcido, y el suelo le fue chupando la savia. En tierra de pitas y chumberas, los robles y castaños son de carne y hueso, una raza especial de mujeres y hombres que han sufrido mucho, se han quejado poco y han hecho ningún daño: el bien inmenso –al contrario– de mantenerse firmes, sobre los dos pies, en el centro que ellas mismas generaron. Margarita se irá al cerro como su hermana María después de haberlo sostenido sobre sus espaldas toda la vida. Su larguísima sombra protectora llegaba hasta el tataranieto que le había nacido este verano. Eran los “suyos”: “mi” Juan, “mi” Ramón, “mi” Miguel, “mi” María del Mar. Ese posesivo indisputado tenía un valor clasificatorio, entre tanto tocayo emparentado, pero ceñía también, por así decirlo, un hecho natural y un derecho laboral. Sus hijos eran “suyos” como es del carpintero la mesa que ha tallado, como es del aceitunero ardiente el olivo que ha enderezado: eran “suyos” porque los había amamantado, cuidado, regañado, entregado sin remilgos a nueras y yernos a los que aceptaba con desenvuelta y a veces imperiosa resignación. Pero cuidado: la madera no es del carpintero, el agua no es del campesino. Margarita lo sabía. Sus hijos no eran quizás los más listos ni los más guapos y, siendo buenos, no lo eran porque fueran suyos; eran suyos, al revés, porque le habían salido de dentro, sin haberlos elegido, uno más listo, otro más callado, otro menos guapo; si han resultado todos extraordinarios, cada uno a su manera, ha sido precisamente porque Margarita no los escogió ni los compró ni los admiró, agarrados a su falda, como ocurrencia suya. Hizo lo que le tocaba hacer: darles y conservarles la vida. Ellos respondieron acompañándola fielmente hasta la hora de la siesta.
La única cosa que le daba miedo a Margarita era el timbre del teléfono porque dos veces había sonado para arrancarle el corazón. Margarita, que no se hacía ilusiones, que siempre esperaba lo peor, no tenía prisa en volverse pala tierra y pal sol; se dejaba vivir, irónica y abrupta, con disimulos de novia antigua. Todos los años, el 15 de agosto, su populosa familia celebraba su cumpleaños, a veces con caballos enjaezados, en la diminuta placita del pueblo, a la que ella salía como a regañadientes, afectando mal humor, y allí se sentaba, siempre de negro, siempre rocosa, feliz de esa abundancia de cuerpos, feliz de ser agasajada contra su voluntad. Los festejos se interrumpieron hace cuatro años cuando su hijo Miguel cayó enfermo. Margarita tenía miedo de que sonase el teléfono; Margarita tenía miedo de vivir más que los suyos. Sólo por eso –y no por su glaucoma y sus piernas– dejó de oponer resistencia a la tentación de la siesta.
Margarita nació cuando los padres iban aún a la Argentina a “hacer la patata”; conoció a Paca Cañada, la protagonista real de Bodas de sangre (“fea, coja, retorcía, pobrecica, víctima de dos hombres”); subió comida de noche al cerro del Aire, en cuyas cuevas se habían escondido los hombres para no ir a la guerra; pasó hambre alrededor de un solo tomate, que su madre no les dejaba comerse hasta que el sol alcanzaba una cierta baldosa en el patio; se casó (o se ajuntó en el monte), como otras mozas del pueblo, a los 16 años, apenas acabada la guerra, temerosas todas de quedarse de nuevo sin novios; vivió el esplendor y el declive de las minas de oro de Rodalquilar, que contrataron y a veces mataron a maridos e hijos (“qué flor de hombre murió en la mina”, suspiraba su hermana María); vivió también la emigración a Barcelona, donde su marido trabajó como vigilante nocturno de una fábrica hasta que lo atropellaron; vivió luego, ya viuda, el retorno a un pueblo que en los años 80 no tenía aún agua corriente; vivió por fin la llegada del turismo, de los plásticos de los invernaderos, de los marroquíes, subsaharianos y ucranianos. Margarita contaba todo esto sin animosidad, sin nostalgia, con la objetividad complacida, a veces maliciosa y a veces orgullosa, con la que un árbol ve pasar a la carrera un ciervo o discurrir un arroyo entre sus raíces. O con que un lagarto deja pasar una mosca.
Margarita se fue pala tierra y pal sol con la mente despejada, anclada, intacta. No he visto nunca una inteligencia más aguda para entender el mundo
Pocas mujeres me han impresionado tanto en mi vida. O ninguna. En un mundo desinhibido que se rebela contra los maestros y las montañas, hay que recordar el valor del verbo “intimidar”, que es la base misma de la civilización humana. ¿No dejarse intimidar? Depende. ¿No dejarse intimidar por el Himalaya, por el Duomo de Orvieto, por un niño dormido, por la mujer amada, por la Crítica de la Razón Pura, por las Elegías del Duino, por un árbol viejo? Margarita, nombre de flor, hechura de monte, nos intimidó hasta el final: era una lección permanente de ética terrestre. Tengo la impresión de que los “madrileños” perdemos cada vez más pronto la cabeza porque vivimos en el aire; y en el aire es muy difícil mantener unidas las neuronas y agavillados los principios. Margarita se fue pala tierra y pal sol con la mente despejada, anclada, intacta. No he visto nunca una inteligencia más aguda para entender el mundo ni un juicio más certero para juzgar el alma de la gente; jamás he encontrado una rectitud más recia en la desgracia ni una generosidad mejor seleccionada en la bonanza. Ni una frontera más tajante y menos puritana entre el bien y el mal. ¿Cómo decirlo? Allí donde ella estaba, enraizada al final en su sillón, estaba el centro de la tierra. Nunca –nunca– dio un consejo. ¿Cuándo se ha visto a un castaño o a una montaña darlos? El Teide se limita a erguirse en el espacio y a decirnos con su presencia dónde estamos y a dónde tenemos que mirar. La estrella polar sólo necesita existir, clavada en el cielo, para que no nos perdamos.
El mundo es una mesa: tiene cuatro patas. ¿No sentís trágicamente que se va inclinando el tablero? Le van quedando pocas. Quizás solo una. Me siento desorientado y dolorido; también –pido perdón– un poco rencoroso. Las madres quieren morir antes que sus hijos; los hijos quieren morir como nacieron: al lado de sus madres. Morimos todos huérfanos.
La madre ya pasó por este mundo
después del dinosaurio y el mamut
rodando bajo el peso del alud
el tiempo entero arriado en un segundo
La madre muerta en su final fecundo
de niños viejos huérfanos de luz
como enjambres desnudos en la cruz
de un alfiler larguísimo y profundo
El árbol se acostó para la siesta
pal sol y pala tierra se volvía
prometieron quedarse y ya se fueron
Pala tierra y pal sol las madres nuestras
que el cosmos sus varices sostenían
prometieron quedarse y se murieron
Es imposible que una mujer de 98 años se muera. Se llamaba Margarita y era, sin embargo, un árbol, un cerro, un risco, una torre, un campanario. Pocas muertes me han impresionado tanto. Pocas muertes tendrán más consecuencias. Me han dicho que en Australia ha temblado la tierra y que todos los pájaros de Asia han cerrado las alas en pleno vuelo. Transformar el mundo es más fácil que sostenerlo. Margarita se ha acostado la siesta. Necesitamos refuerzos.
Ha ocurrido algo imposible: se ha muerto una mujer de 98 años. Se llamaba Margarita y era, sin embargo, un árbol. Su hermana María, que murió casi a la misma edad hace ya dos décadas, se convirtió en un cerro; poco después de su muerte, en efecto, descubrimos su cara nítidamente impresa en el relieve...
Autor >
Santiago Alba Rico
Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".
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