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Se sentaban en las mesas de atrás, junto a la pared, debajo de los percheros, entre los abrigos. No hablábamos con ellos: ellos nos hablaban a nosotros. Con voz ronca, casi siempre riéndose, a veces insultándonos. Muchos vestían igual que nuestros padres y algunas veces se dormían en clase y roncaban y sonaba como si roncaran nuestros padres: sonaba igual que cuando un adulto se duerme rodeado de niños.
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Eran los repetidores y nos caían bien. Pero no eran de los nuestros, ni nosotros éramos de los suyos. Su vida, la de verdad, estaba fuera del colegio: ganaban dinero o ayudaban a ganarlo, se divertían, se hacían más sabios y expertos. Pero en el colegio no hacían nada, eran algo así como ideas platónicas: inmutables, inalcanzables, idénticos a sí mismos. No cambiaban, no aprendían nada, se limitaban a estar. Nosotros pasábamos y ellos se quedaban.
Pudo haber sido de otro modo. Es, de hecho, de otro modo: hace mucho tiempo que han desaparecido, o casi, esas figuras humilladas bajo los percheros, lo que no quiere decir que todo el mundo salga de la educación obligatoria sabiendo lo mismo ni con las mismas oportunidades. Ninguna reflexión seria sobre el estado de la educación puede ignorar ese avance ni esas carencias. Como tampoco se puede ignorar que hace ya muchos años que no es imprescindible aprobar todas las asignaturas para pasar de curso u obtener el título de graduado en ESO. O el de Bachiller: aquí, la junta evaluadora se reúne y analiza aquellos casos en que hay un solo suspenso y, por regla general, si no ha habido abandono de la asignatura, se acuerda con el profesor dar por buenos los esfuerzos del alumno o la alumna, por más que no hayan sido suficientes. Agitar el avispero del miedo al futuro es, en este caso, mala fe y nada más: ese futuro es el presente y el pasado de muchos estudiantes y profesores.
No hay la menor evidencia empírica de que repetir curso ayude a mejorar los resultados escolares. Aun así, la cantinela arrecia cada vez que toca nueva ley educativa: las diez plagas de Egipto no son nada, comparadas con el estado en que quedará la educación si eliminamos la figura del repetidor, premiamos la molicie y privamos de incentivos a los estudiantes más trabajadores y disciplinados. Toda una sarta de disparates, más disparatada aún cuando proviene de gente que no ha tenido que mover nunca un dedo ni esforzarse lo más mínimo, que para eso están los apellidos, los contactos y los colegios de pago, para ahorrarles el sudor y las horas de estudio.
Si tanto meten las narices en el sudor y las horas de estudio de los demás, es porque ese sudor y esas horas de estudio son un peaje que a ellos no se les exige. Lo que el buen estudiante pretende alcanzar mediante el estudio y el esfuerzo es un lugar análogo al que ellos ocupan por derecho de cuna y privilegio de clase. Ni se plantean ocupar una de esas mesas en la fila de atrás. No han sido diseñados para competir. La competitividad la predican para los demás, no para sí mismos.
Pasar de curso no es un premio, es un imperativo biológico. Se llama crecer. Si hemos adoptado la convención de educar a los niños y las niñas según grupos de edad, será porque hemos observado alguna relación significativa entre la madurez intelectual y el crecimiento natural. Así que no se entiende cómo el que necesita más ayuda va a obtenerla sacándolo de su grupo de edad y poniéndolo con los más pequeños. Es sencillamente un castigo, y eso no cambia aunque no usemos esa palabra.
El sistema educativo español acostumbra a pensarse poco a sí mismo, y, cuando finge hacerlo, se llena de teorías de todo y expertos en nada, pero no parece que el remedio pase por volver a los tiempos de la vara de avellano y las pastillas Juanola. No hay nada que envidiar de un sistema escolar que dejaba a la intemperie a la inmensa mayoría y premiaba –igual que este, pero con orgullo y pompa– la pertenencia a una elite exenta de los rigores y los sacrificios que se consideran indispensables en las aulas de las clases subalternas. Aquellos repetidores de mi infancia estaban allí, simplemente, para servir de escarmiento a los demás. Se los humillaba para que los demás comprendiéramos que aquellas mesas al fondo, debajo de las perchas, era el lugar del que debíamos huir, fuera como fuese.
Se sentaban en las mesas de atrás, junto a la pared, debajo de los percheros, entre los abrigos. No hablábamos con ellos: ellos nos hablaban a nosotros. Con voz ronca, casi siempre riéndose, a veces insultándonos. Muchos vestían igual que nuestros padres y algunas veces se dormían en clase y roncaban y sonaba...
Autor >
Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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