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Zapatero, enfermo de Borges

El ensayo del expresidente es un libro escrito con respeto y admiración. No solo hacia Borges sino hacia América Latina y sus manifestaciones culturales

Gerardo Pisarello 9/11/2021

<p>Detalle de un retrato de Jorge Luis Borges (1965).</p>

Detalle de un retrato de Jorge Luis Borges (1965).

Adolf Hoffmeister

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Es un hecho excepcional, acaso único, que un expresidente español dedique un ensayo a un escritor latinoamericano. Esa excepcionalidad resulta aún más llamativa si se trata de un autor cuya obra gira en torno a la ficción, al mundo de lo fantástico, antes que a la literatura declaradamente realista o políticamente comprometida. Y la novedad crece si ese expresidente sostiene que con ello pretende rendir homenaje, no a un autor entre tantos, sino a su “escritor predilecto”, cuyas páginas lo acompañan desde hace más de cuatro décadas. Solo por estas razones, el breve ensayo que José Luis Rodríguez Zapatero dedica a Jorge Luis Borges (No voy a traicionar a Borges, Ediciones Huso, Madrid, 2021) adquiere connotaciones que exceden lo estrictamente literario. 

1. Una mirada leonesa y latinoamericanista.

Ya desde inicios del siglo XX, las vanguardias literarias latinoamericanas no necesitaron mucha provocación para reaccionar contra lo que veían como un gesto de “arrogancia española” y defender su especificidad continental. El propio Miguel de Unamuno, en sus encendidos alegatos iberoamericanistas recogidos en Contra esto y aquello,les daba la razón y abogaba por una actitud de mayor respeto y curiosidad por lo que se pensaba y se escribía del otro lado del Atlántico. 

La generación de Borges no fue ajena a esta queja. Cuando en 1927 el poeta Guillermo de Torre afirmó que el meridiano cultural de la América hispana pasaba por Madrid, el escritor argentino reaccionó con dureza orgullosa e irónica: “Madrid no nos entiende. Una ciudad cuyas orquestas no pueden intentar un tango sin desalmarlo; una ciudad cuyos estómagos no pueden asumir una caña brasileña sin enfermarse; una ciudad sin otra elaboración intelectual que las greguerías; una ciudad cuyo Yrigoyen es Primo de Rivera; una ciudad cuyos actores no distinguen a un mejicano de un oriental; una ciudad cuya sola invención es el galicismo –por lo menos en ningún otro lugar hablan tanto de él–; una ciudad cuyo humorismo está en el retruécano; una ciudad que dice “envidiable” para elogiar ¿de dónde va a entendernos, qué va a saber de la terrible esperanza que los americanos vivimos?”.

Esta reacción virulenta de Borges se produjo, no en vano, en el momento en que el dictador Primo de Rivera detentaba el poder. No fue el único. El genial peruano José Carlos Mariátegui situó la crítica en términos abiertamente políticos: “La hora no es propicia para que Madrid solicite su reconocimiento como metrópoli espiritual de Hispanoamérica. España no ha salido todavía completamente del Medioevo. Peor todavía: por culpa de su dinastía borbónica se obstina en regresar a él. Para nuestros pueblos en crecimiento no representa siquiera el fenómeno capitalista. Carece, por consiguiente, de títulos para reconquistarnos espiritualmente”.

Ese entusiasmo respetuoso, incondicional incluso, distingue a Zapatero de muchos críticos del escritor argentino. Comenzando por sus compatriotas

El ensayo de Zapatero, desde la primera hasta la última página, es lo opuesto al altanero escrito de Guillermo de Torre. Es un libro escrito con respeto y admiración. No solo por Borges sino por América Latina y sus manifestaciones culturales (“justo es reconocer que la renovación más profunda y creativa del idioma castellano se produjo en América Latina en el siglo XX”). Si se sigue la descripción del escritor gallego Suso del Toro –Madera de Zapatero. Retrato de un presidente, RBA, 2007– esta actitud culta, modesta y respetuosa a la vez, debe mucho a sus orígenes familiares en León. Esa mirada leonesa sobre Borges y sobre América Latina es también una mirada sobre España. Una mirada atenta a la pluralidad, a la diversidad de voces, que Zapatero comparte con el también leonés Anselmo Carretero, republicano federalista exiliado en México tras la imposición del franquismo.

Más allá de sus méritos intelectuales, la carga simbólica del Borges de Zapatero resulta innegable. Ningún presidente español exhibió antes una mirada de este tipo –progresista, ajena a la jactancia y al sesgo neocolonial– sobre América Latina. Durante algún momento de los años ochenta del siglo pasado lo intentó Felipe González. Pero su conversión en lobista de grandes empresas en el continente le vedó para siempre ese destino. Quizás el único antecedente comparable con Zapatero sea el del barcelonés Francesc Pi i Margall, fugaz presidente de la Primera República en 1873 y defensor convencido de la paz y de las grandes gestas democratizadoras en América Latina.     

 2. La fascinación por la belleza y el ingenio borgeanos

Lo llamativo, en cualquier caso, es que el interés de Zapatero por Borges no se presente como un interés primariamente político. Que se asuma, ante todo, como un compromiso “tan intenso como misterioso” con el hecho estético borgeano. Esto es, como una admiración que tiene su centro en los “geniales recursos literarios” del autor de El Alephy que mueve a Zapatero a dedicar años a “deconstruir sus formas retóricas y a entender o intentar entender las raíces intelectuales de ese camino entre la filosofía y la literatura plena”.

Esa fascinación por la belleza y por el ingenio de Borges, que acaban alumbrando “otra dimensión de lo real”, puede rastrearse ya en un Prólogo a Ficciones que el expresidente escribió en 2001. Allí admite claramente: “Cuando era más joven, estuve enfermo de Borges y todavía no estoy seguro de haberme curado”. Esa “enfermedad”, sumada a una actitud vital que él mismo reconoce como optimista, conducen a Zapatero a la celebración entusiasta de todos los recursos literarios del autor de El Jardín de los senderos que se bifurcan. Elogia sus prólogos y sus epílogos; su amor por la brevedad y su abominación del volumen gordo; su sentido de la ironía; el virtuosismo de sus juegos con los espejos, los laberintos, las bibliotecas o el tiempo; su talento poético; su pulsión “hacia la pendencia, el duelo intelectual y la provocación altiva y mordaz”. Tampoco escapa a la tentación, irresistible tratándose de Borges, de imitarlo mientras escribe sobre él.

Ese entusiasmo respetuoso, incondicional incluso, distingue a Zapatero de muchos críticos del escritor argentino. Comenzando por sus compatriotas. Como bien apunta el expresidente, Borges no se entiende sin Argentina. Y allí, la implacable mordacidad con propios y ajenos es un ejercicio en el que tanto el autor de La biblioteca de Babel como sus críticos son pródigos. De hecho, no es extraño que el extendido culto a la adjetivación en Borges venga en Argentina indefectiblemente acompañado del más severo de los escrutinios. “¿Qué pretende Borges con la frase ‘nadie lo vio llegar en la unánime noche’? ¿Cómo puede elogiarse ese uso concreto del adjetivo? ¿Por qué no lo eliminó? ¿O por qué no lo puso después, limitándose a escribir, ‘nadie lo vio llegar en la noche unánime?’”. 

Esa disección cáustica puede extenderse a cualquier aspecto de la obra borgeana: la arbitrariedad de sus lecturas, su menosprecio o desconocimiento de los grandes novelistas del siglo XX, de Proust a Thomas Mann o Robert Musil, su reducción de la filosofía a sofismas o filosofemas, las insuficiencias de unos conocimientos que no irían mucho más allá de Hume, Berkeley o Schopenhauer, sus plagios inconfesados, una erudición calificada de extravagante o unilateral. 

Nada de eso encontrarán los lectores en el ensayo de Zapatero, generoso y siempre dispuesto a poner por delante, con inocencia si se quiere, la felicidad que le depara lo que lee. Así, por ejemplo, cuando al evocar el poema dedicado a Heráclito –“¿Qué trama es esta del será, del es y del fue? ¿Qué río es este cuya fuente es inconcebible? De una materia deleznable fui hecho, de misterioso tiempo”– apostilla conmovido: “Cuánto Borges”. O cuando, al rememorar los versos de El ciego –“Lo han despojado del diverso mundo, de los rostros, que son lo que eran antes. Es de noche. No hay otros. Con el verso debo labrar mi insípido universo”– comenta para sí: “Insípido universo ¡Qué exactitud!”.

3. Las contenidas distancias con un personaje políticamente controvertido

Naturalmente, las afinidades de Zapatero con el universo estético borgeano no lo llevan a obviar la dimensión política de su obra. Como activista y como expresidente, es consciente de las contradicciones que atraviesan no solo el pensamiento sino las concretas incursiones políticas de Borges. 

Sabe que hay un Borges juvenil que mostró una fugaz simpatía por la revolución bolchevique: “Yo intenté el estudio del ruso, hacia 1918, digamos, a fines de la Primera Guerra, cuando yo era comunista. Pero claro, el comunismo de entonces significaba la amistad de todos los hombres, el olvido de las fronteras; y ahora creo que representa el zarismo nuevo”. Sabe que hay un Borges nacionalista, que muy rápidamente cedió a la visceralidad del antiperonismo, reflejada en un cuento grotescamente elitista que firmó con Bioy Casares: La fiesta del monstruo. Sabe, también, que aunque era antifascista, Borges no se opuso a las dictaduras de tipo tradicional. Que condenó el antisemitismo, pero que en cambio tuvo censurables comentarios racistas con los migrantes de clase humilde o con las personas negras, para las que recomendó la esclavitud. Que aunque se burló de muchas supersticiones argentinas cedió ante otras lamentables como las glorificación de las viejas oligarquías militares y de los árboles genealógicos. 

El elitismo antiplebeyo de Borges no le impidió exhibir su efusión por ciertas manifestaciones de la cultura popular, desde las milongas y los tangos de Troilo hasta Pink Floyd

Esos prejuicios elitistas, antiplebeyos, propios del “anarquismo conservador” con el que llegó a definirse, llevaron a Borges, como el propio Zapatero recuerda, a apoyar regímenes infaustos como los de Pinochet o Videla. “¡Por la espada –llegó a decir en 1976 mientras recibía un doctorado Honoris Causa en Santiago– conocí a Chile! […] Por ella, he venido ahora. La espada está emergiendo de la ciénaga a la República argentina…. ¡Chile gracias a ella ya salió de esa misma ciénaga!”. Tiempo después, ese gesto, esa mano estrechada a Pinochet a poco del asesinato de Orlando Letelier, le costaron a Borges el Premio Nobel de Literatura. 

Siendo todo esto cierto, también es verdad que no basta para definir políticamente a un Borges mucho más complejo y poliédrico. Porque su elitismo antiplebeyo no le impidió exhibir su efusión por ciertas manifestaciones de la cultura popular, desde las milongas y los tangos de Troilo hasta la música de Pink Floyd, como ha revelado su compañera María Kodama. Tampoco le impidió admirar el coraje y la sensualidad de ese pueblo bajo al que desdeñaba y se sentía unido, como muestra su magnífico Poema conjetural. Como el propio Zapatero señala en su ensayo, Borges fue un escritor universal capaz de combinar su interés por lo local con un cosmopolitismo abierto a todas las culturas, civilizaciones y lenguas de la tierra. De hecho, se abrió a ellas casi sin salir de Buenos Aires y a pesar de su ceguera, y nunca dejó de considerarlas un patrimonio común de la humanidad. 

Cometió graves errores políticos. Pero tuvo la lucidez y la valentía de autocriticarse sin concesiones por muchos de ellos. Cuando descubrió que los militares a los que había visto como salvadores de la patria eran verdugos que ejercían de noche y de día la crueldad que estigmatizaba Stevenson, lo denunció sin ambages, abandonando el tono satírico y paródico de sus ficciones. Se reunió con madres y abuelas de Plaza de Mayo, calificó a los militares como “incompetentes y deshonestos”, se indignó ante sus ominosos crímenes, ante sus indecentes aventuras militares en Malvinas o ante los intentos de guerra con Chile, y llegó a decir que la deuda externa que habían contraído “es producto del robo”. 

En 1985, ocho meses antes de su muerte, se sinceró con el periodista Carlos Ares. Su mea culpa, que salvando las obvias distancias podría compararse con los últimos pensamientos de Unamuno tras el levantamiento franquista de 1936, apareció en las páginas de El País: “No entiendo nada de política –dijo–. Yo descreí de la democracia durante mucho tiempo, pero el pueblo argentino se ha encargado de mostrarme que estaba equivocado. En 1976, cuando los militares dieron el golpe de Estado, yo pensé: ‘Al fin vamos a tener un gobierno de caballeros’. Pero ellos mismos me hicieron cambiar de opinión. Aunque tardé en tener noticias de los desaparecidos y las atrocidades que cometieron… Fue un periodo diabólico y hay que tratar que pertenezca al pasado”. 

4. La vindicación de un humanista escéptico, pero apasionado

Refiriéndose a las páginas de su ensayo en las que analiza el vínculo entre Borges y la política, Zapatero insiste: “Escribo este capítulo con la ingenua pretensión de que se olvide cuanto antes”. En el fondo, la preferencia de Zapatero por el Borges artista obedece a razones diferentes. Por un lado, a la constatación de que Borges “se interesó mucho más por los seres humanos y sus sueños que por el gobierno de los mismos”. Pero también, por la convicción de Zapatero de que “la cultura y el arte” pueden corregir “nuestra adhesión a doctrinas y lealtades”. Efectivamente, hay en Zapatero un antidogmatismo que le lleva a sostener que una existencia auténtica exige, más que la apelación a ideologías cerradas, sentido de la duda, de la complejidad de las cosas y una cierta ejemplaridad en la práctica de los valores que se profesan. Su adhesión a Borges tiene que ver en buena medida con eso: con el hecho de considerarlo “un ejemplo de sinceridad y de ética, celoso de su libertad de pensamiento, de su irrenunciable determinación de pensar por sí mismo”. 

Para Zapatero, esa ética borgeana se traduciría, sí, en un escepticismo frente a las grandes religiones y las grandes ideologías vecino del nihilismo. Pero también en lo que José Saramago o él mismo identifican como un humanismo apasionado. Ese humanismo, que se expresa en poemas como Los justos o El principio, implicaría asumir algunas reglas socráticas básicas: la predisposición a padecer una injusticia antes que a cometerla; el diálogo incesante como actitud ante las incomprensiones y las diferencias; la amistad y el amor, incluso el no correspondido, como claves para dar sentido a la existencia. 

La manera en que esas reglas abstractas operan en sociedades marcadas por hirientes desigualdades de estatus, de clase y de género, abriría todo un debate. Pero lo cierto es que incluso en Borges se detecta la desazón que la distancia entre esos valores abstractos y el mundo real genera. Después de todo, si el autor de la Historia universal de la infamia se entregó a la ficción, a la ironía, a las paradojas, también fue por eso: porque entendía que era una forma de contrarrestar una realidad a menudo cruda e infamante. 

En una entrevista concedida al periodista Manuel Santelices en Nueva York, María Kodama constata que muchos de los momentos de pesadumbre de Borges tenían que ver con su percepción de que el mundo que lo rodeaba priorizaba valores denigrantes como “el exitismo, la recompensa rápida, el querer ganar dinero y nada más que dinero”. Seguramente, este rechazo a la codicia ilimitada, a la entronización presuntuosa del yo, también explica las afinidades de Zapatero, nieto de un capitán republicano fusilado en 1936, con Borges. Es verdad que no se puede saber cuál hubiera sido la deriva vital del escritor argentino. Pero cuesta imaginarlo, por ejemplo, convertido en un Mario Vargas Llosa, un buen escritor que en su desmedida vanidad ha acabado como animador de las derechas afectas a las trampas fiscales y otros negocios turbios. Borges fue otra cosa y cultivó otros valores. Y son esos valores, a la postre, los que le han granjeado la admiración de un expresidente que reconoce en él al “maestro de la duda inteligente, [al] gran dialéctico de las inquietudes de la vida”, pero también al escritor austero, reacio a la fatuidad, que precisamente por eso es capaz de infundir en sus lectores una sensación de “serenidad cierta”.   

Es un hecho excepcional, acaso único, que un expresidente español dedique un ensayo a un escritor latinoamericano. Esa excepcionalidad resulta aún más llamativa si se trata de un autor cuya obra gira en torno a la ficción, al mundo de lo fantástico, antes que a la literatura declaradamente realista o...

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Autor >

Gerardo Pisarello

Diputado por Comuns. Profesor de Derecho Constitucional de la UB.

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