CRÍTICA
Por el casino de la vida
A propósito de ‘El contador de cartas’, la nueva película de Paul Schrader
Jesús Cuéllar Menezo 30/12/2021
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En El contador de cartas Paul Schrader retoma ciertas constantes de su cine y sus guiones. Vuelve a situarnos ante un protagonista inadaptado, de aquellos a los que las costuras del mundo les aprietan hasta que explotan. Vuelve a deambular por submundos físicos y psicológicos que quizá no quisiéramos ver. Vuelve a la lucha siempre desigual entre poderosos y débiles. Y vuelve al angustioso deseo de redimirse mediante el perdón y la expiación, después de haber sobrepasado límites inconfesables.
Con un trazo visual casi siempre sosegado y sin sobresaltos, fruto de la escrupulosa planificación a la que le obliga la escasez de presupuesto con la que tan cómodo dice encontrarse, Schrader nos introduce en la vida de William Tell (Oscar Isaac), jugador y expresidiario que va de tapete en tapete “contando cartas”, sin que los casinos se molesten en importunarlo, porque sus métodos, aunque mal vistos por las casas de juego, van unidos a ambiciones modestas. En los primeros compases, como si de un documental se tratase, la película describe minuciosamente partidas, trucos vertiginosos de profesionales del juego y los ambientes en los que se mueven. Y, en medio de ese frío teatro de las apariencias, actúa Tell, cuyas obsesivas costumbres en los moteles nos permiten atisbar una mente torturada que esconde la razón de su condena y augura un futuro problemático.
Detrás de los excesos de los personajes de Schrader hay un impulso 'moral', la necesidad de expiar las propias culpas salvando o protegiendo a alguien
Dos personajes desequilibran el arreglo íntimo al que ha llegado Tell a su salida de una cárcel a la que, como él mismo confiesa mediante voz en off, se había acostumbrado de maravilla. Son La Linda (Tiffany Haddish, aquí en un papel “serio”, alejado de sus habituales películas cómicas) y el joven Cirk (Tye Sheridan, ya magnífico en sus papeles adolescentes en El árbol de la vida de Terrence Malick y Mud de Jeff Nichols). Una y otro le hacen propuestas que en principio rechaza, aunque luego tendrá tiempo y motivos para reconsiderarlas. La Linda es una hermosa y simpática mujer negra que se mueve como pez en el agua entre ruletas y mazos de cartas y a la que se nos presenta de una forma convencionalmente “femenina” y seductora, pero muy eficaz, en una escena que recuerda a la del interrogatorio a Sharon Stone en Instinto básico (1992) de Paul Verhoeven. Por otra parte, está Cirk –“Cirk con C”, como no se cansa de repetir–, un muchacho atrevido, pero mucho más bisoño de lo que él se cree, con el que Tell establece una especie de relación paterno-filial después de que el chaval le devuelva al pasado que el jugador creía haber enterrado bajo los muros de la cárcel.
Oscar Isaac y Tye Sheridan, en El contador de cartas. / Universal
El contador de cartas es un amargo brebaje de preparación lenta que, como tantas películas de Schrader, va conduciendo a un tramo final tenso y catártico. Siguiendo la estela de su anterior y magnífico film El reverendo (2017), pero con un estilo visual menos ascético y bressoniano, Schrader sigue optando aquí por una enorme contención formal, que prácticamente deja fuera de campo las escenas desagradables, salvo en unos impactantes y distorsionados pasajes oníricos que van revelando lo que esconde la psique de William Tell, lo que esconde una sociedad americana adicta a la violencia. Al igual que en El reverendo y en otros filmes de Schrader como Posibilidad de escape, el protagonista es el que relata su propia historia y el que la plasma en diarios. En este caso, esos diarios y las pesadillas que tiene Tell son los que nos van permitiendo conocer por qué estuvo en prisión y qué tiene en común con Cirk y con el siniestro comandante John Gordo, interpretado por Willem Dafoe, uno de los actores fetiche de Schrader, presente en La última tentación de Cristo (1988) de Martin Scorsese (con guion de Schrader), o en películas dirigidas por el propio guionista, como Posibilidad de escape (1992); Aflicción (1997), Desenfocado (2002) o el deslavazado divertimento Como perros salvajes (2016).
Al abandonar la ascética vida carcelaria en la que se sentía protegido, William Tell se encuentra tan en los márgenes, se siente tan intruso en un mundo ajeno (no sólo el del juego, sino el de la propia vida), como el Julian Kay de American Gigoló (1980), los hermanos de Aflicción (1997) o el John LeTour de Posibilidad de escape (1992), algunas de las películas que definen el estilo entre introspectivo y violento de Paul Schrader. Tell parece tenerlo todo bajo control, pero está perdido, como el ya mítico Travis Bickle de Taxi Driver (1976) o incluso el Jesús de La última tentación de Cristo, ambas dirigidas por Martin Scorsese sobre guiones de Schrader.
Como en el mejor cine negro estadounidense, que estudió y sobre el que escribió Paul Schrader antes de lanzarse a crear sus propios guiones, sus protagonistas, normalmente hombres (traficantes de drogas, gigolós, jugadores de cartas, sacerdotes, hombres de negocios), se ven obligados a salir de sus insólitas rutinas porque su pasado, la violencia circundante y los abusos los persiguen. Eso sí, Schrader añade al thriller clásico de su país dos elementos de los que este carecía. Por una parte, incorpora conceptos de innegable raigambre religiosa, legado de la estricta educación que recibió en su infancia y de la que huyó para poder dedicarse al cine. Son el perdón, la expiación, la providencia e incluso la gracia y el martirio (el jugador que protagoniza El contador de cartas lleva tatuadas en la espalda las frases: “Confío mi vida a la providencia. Confío mi alma a la gracia”). Por otra, aporta un componente reflexivo y literario bastante ajeno a las obras clásicas de Otto Preminger o Fritz Lang (pocos protagonistas del antiguo noir leerían, por ejemplo, las Meditaciones de Marco Aurelio, como hace William Tell).
Detrás de los excesos de los personajes de Schrader hay un impulso “moral”, la necesidad de expiar las propias culpas salvando o protegiendo a alguien. Quienes necesitan protección suelen ser mujeres, como la joven prostituta interpretada por Jodie Foster en Taxi Driver, o la hija, también prostituida, del estricto calvinista que interpreta George C. Scott en Hardcore (1979). Sin embargo, en El contador de cartas un William Tell embotado emocionalmente decide poner bajo su protección al joven Cirk (el comedido duelo interpretativo entre Isaac y Sheridan es digno de verse), para apartarle de una realidad y de unos planes que él sabe mucho más peligrosos de lo que pueda imaginarse el muchacho y quizá para encontrar la calidez humana que él mismo se ha negado desde que entró en la cárcel.
Las mujeres en el cine de Schrader
Como ocurre en gran parte de las películas de los autores del llamado Nuevo Cine Estadounidense de las décadas de 1960 y 1970, una generación de la que pocos quedan en activo (Spielberg, Scorsese, el propio Schrader), en los guiones escritos para otros y las películas dirigidas por Paul Schrader sobre sus propias historias las mujeres no suelen tener papeles protagonistas. Ya se ha dicho que suelen ser objeto de la protección de los hombres, pero rara vez llevan el peso de la trama. Entre las excepciones figuran Patty Hearst (1988), interpretada por Natasha Richardson, que narra la peripecia de la rica heredera estadounidense secuestrada en 1974 por el Ejército Simbiótico de Liberación, al que luego se uniría para cometer varios atracos; Rock Star (1987), en la que la cantante Joan Jett interpreta a una rockera enfrentada a una madre ultraconservadora y religiosa –quizá inspirada en los propios padres de Schrader–, encarnada por Gena Rowlands, o El beso de la pantera (1982), una recreación bastante kitsch del clásico de Jacques Tourneur La mujer pantera (1942), protagonizada en este caso por Nastassja Kinski y dirigida por Schrader sobre un guión de Alan Ormsby.
Siguiendo las analogías del imaginario cristiano utilizadas por Schrader, podríamos decir que su mujer ideal es como una María Magdalena que acompaña al mártir
Sin embargo, no se puede decir que la presencia femenina sea irrelevante en Schrader. Aunque, dada la complejidad de sus personajes masculinos, muchas veces resulte decepcionante el esquematismo de las mujeres en sus guiones. Unas veces actúan como ancla pasiva de las ensoñaciones románticas de los hombres, como en Taxi Driver; otras, son un catalizador activo de los impulsos más dignos que esos atormentados varones pueden albergar, como en este Contador de cartas. Siguiendo las analogías del imaginario cristiano tan utilizadas por Schrader, podríamos decir que su mujer ideal es como una María Magdalena que acompaña al “héroe”, o más bien al mártir, a cierta distancia, y a veces incluso lo rescata después de la catarsis, del sacrificio al que en muchas ocasiones se dirige irremisiblemente. Este es el papel encomendado en El contador de cartas a La Linda. Es una mujer que mantiene la cabeza fría en medio del vendaval y que, sobre todo, está decidida a darle al protagonista oportunidades que hace tiempo que no tiene, a pesar de su derrota ante un mundo en el que la impunidad de los poderosos campa por sus respetos.
La Linda acaba representando un papel similar al de otras mujeres de Schrader, como la Michelle Stratton (Lauren Hutton) de American gigoló o la Ann (Susan Sarandon) de Posibilidad de escape, que rescatan a los hombres de sí mismos o, al menos, los aguardan mientras purgan sus pecados. La escena final de El contador de cartas, con una poderosa imagen congelada de dos dedos prácticamente tocándose, que remite a La creación de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, resume la actitud, crucial pero un tanto secundaria, que Schrader parece esperar de las mujeres, por lo menos en sus guiones.
En El contador de cartas Paul Schrader retoma ciertas constantes de su cine y sus guiones. Vuelve a situarnos ante un protagonista inadaptado, de aquellos a los que las costuras del mundo les aprietan hasta que explotan. Vuelve a deambular por submundos físicos y psicológicos que quizá no...
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