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Hace un par de años me preguntó una buena amiga, muy comprometida con los procesos de paz en Colombia, si la verdad podía ser un bien común. No recuerdo lo que le respondí, pero no pude quitarme la pregunta de la cabeza hasta que logré redactar el texto que ahora comparto. Recuerdo que lo inicié en cuanto llegué al hotel y que lo terminé de madrugada. Temblaba de cansancio y de temor. Me asustaba el atrevimiento de lidiar con asuntos de tanta enjundia y tanta urgencia.
Para mí lo común se diferencia de lo público porque en vez de ser para todos debe acercarse al ideal de ser entre todos. Para saber entonces si algo es un bien común la clave está en conocer cómo se construye o, en otras palabras, que el resultado no es lo más importante, sino la forma en la que lo obtengamos. Construir bienes comunes no se parece en nada a lo que sucede cuando hacemos libros, templos o fiestas. No consiste en producir soluciones, sino en diseñar respuestas que nos representen a todos por igual. Y hay que dar por hecho que ese todos del que hablo puede ser muy heterogéneo.
Ahora necesitamos disminuir la influencia de las corporaciones y aumentar la de los ciudadanos
¿Puede la verdad, entonces, ser entre todos? Tenemos muchos ejemplos históricos de cómo hemos tratado de que fuera para todos, ya sea por imposición de quienes nos mandan, ya sea por consenso de quienes nos representan. Ambas estrategias, no siempre diferentes, tienen en común el coste desmesurado de mantener una afirmación que todos puedan asumir como verdadera. Y, ¿qué condiciones deben darse para que una verdad lo sea para todos? Lo razonable es exigir que sea un aserto que sobreviva en muchos lugares y en distintos momentos. Y así es como descubrimos que mientras en el primer caso se necesitan poderosos aparatos represivos y propagandísticos, en el segundo se reclama la existencia de numerosos laboratorios que la verifiquen y de más aparatos institucionales que la actualicen y difundan.
En ambos casos los costes son extraordinarios y puede que insostenibles. Es inimaginable, por ejemplo, que cada ciudad disponga de toda la parafernalia técnica, personal o financiera necesaria para verificar el alud de asertos, tesis o proclamas que nos inundan cada día. La confianza entonces reclama poderosas infraestructuras cuyo código a veces es intrincado o está oculto.
¿Podemos ser confiados sin ser crédulos? ¿Podemos mitigar el poder de quienes mandan o de quienes saben? Lo que la Ilustración hizo fue desplazar la autoridad de la Iglesia a la Corte y de los claustros a la Academia. Y eso fue visto como un gran progreso. Pero hoy ya no es suficiente. Hace falta renovar el atrevimiento de los modernos y enfrentar nuevos desafíos.
Ahora necesitamos disminuir la influencia de las corporaciones y aumentar la de los ciudadanos. Son tantos los abusos documentados que ya no podemos dejar de mirar de frente este problema. Tantos son los excesos cometidos que podríamos decir que los expertos, más que la solución, han pasado a ser una parte del problema. Y es que, admitámoslo, ya no está clara la divisoria entre los intereses privados y los públicos. Ignoramos si “los que saben” trabajan al servicio del bien común o tienen otros intereses menos ejemplares.
La verdad experta no sólo parece potencialmente contaminada, sino que también se nos muestra con frecuencia como una verdad chica, mezquina, desconfiada y temerosa. Parece una verdad que sobrevive muy mal fuera de toda esa parafernalia de universidades, congresos, revistas, facultades y cátedras, trufada por la red de consultorías, consejos, planes estratégicos, aceleradoras, fondos de inversión y patentes. Una verdad que pese a todo es chica porque pareciera que siempre viene a confirmar los valores y estilos de vida de un porcentaje minúsculo de la población.
No importa de qué hablemos, las preguntas que mejor cuajan en el laboratorio son las que inquietan a las clases medias y a las más adineradas. En fin, podríamos ampliar este argumento para dotarlo de mayor robustez, pero quizás no agregaríamos nada que no pueda derivarse de lo ya dicho. Y entonces, ¿qué podemos hacer? O, en otros términos, ¿qué podríamos exigirle a las prácticas e instituciones de la verdad?
Lo más fácil es preguntarnos por lo que queremos saber y tratar de darle forma a las prácticas orientadas a conseguirlo. Porque no sólo queremos acercarnos tanto como podamos a algo que sea confiable, o sea, a algo que nos llegue dotado con la suficiente autoridad. Actuar con verdad es un fin noble, pero la forma en la que lo alcancemos nos importa tanto o más que el resultado mismo.
No queremos desdeñar nada ni a nadie, pero una verdad llave en mano, de encargo e impecable en su ejecución no nos interesa porque, como ya se dijo, el coste posterior de su mantenimiento podría ser tan desmesurado como distante el grupo de quienes querrían defenderla.
La verdad, el conocimiento, la ciencia, debieran ser para y por quienes la necesitan. La forma en la que la consigamos puede ahorrarnos muchos dolores de cabeza y también evitarle enemigos. Vengamos entonces a considerar esos cómo.
La verdad canónica
Las tres características mínimas que debemos exigir a un proceso que busca la verdad son fáciles de nombrar: abierto, público y provisional. Y ahora vamos a explicarlas someramente.
Abierto quiere decir al menos dos cosas; la primera se confunde con la noción de accesible y la segunda evoca los imaginarios de lo interdisciplinar e indisciplinar. La vida no está compartimentada ni dividida por cátedras o departamentos, sino que fluye por todos los espacios y temporalidades. Cualquier problema concreto se ramifica por distintos ámbitos del saber y quienes los practican tienen que hacer el esfuerzo de escucharse. Pero los afectados no tienen necesariamente que ser gentes con formación superior o conocimientos técnicos. Con frecuencia puede tratarse de personas con muy bajo nivel educativo y con muchas dificultades para expresarse en el espacio público. No contar con ellos/as sería lamentable.
Necesitamos entonces crear las condiciones para que se produzca un diálogo entre los saberes disciplinares y los indisciplinares, los que pueden monitorizarse y los que se mueven por los elusivos ámbitos de lo tácito, lo local, lo ancestral, lo afectivo o lo experiencial. La conversación que reclamamos exige la creación de colectivos heterogéneos, mapas de actores con agencia y la existencia de espacios hospitalarios, es decir facilitados por mediadores.
La conversación que reclamamos exige la creación de colectivos heterogéneos y la existencia de espacios hospitalarios, es decir facilitados por mediadores
La verdad que queremos tiene que ser pública. Todos tenemos derecho a nuestra propia opinión, pero no a nuestros propios hechos. No es que estemos desdeñando esas verdades domésticas, privadas o sectarias en las que con frecuencia nos apoyamos para interpretar el mundo que habitamos. No queremos tirar a la basura nada de lo que nos acontezca, pero a cambio queremos que esas u otras convicciones sean contrastadas o, en otros términos, que todas nuestras afirmaciones sean públicas para que puedan ser verificadas.
Cada verdad se hace más robusta cuantos más testimonios favorables reciba, tanto orales como documentales. Cuanto más delicados sean los asuntos abordados, más exigentes debemos ser con la documentación que los respalde, de forma que cualquiera pueda verificarla, matizarla, ensancharla, apoyarla, difundirla o refutarla. La condición de pública la convierte, al menos potencialmente, en contrastable, participativa y estándar.
Contrastable quiere decir que siempre podemos discriminar las fuentes que sostienen nuestros asertos; participativa que, en principio, todos podemos aportar nuestro modesto grano de arena. Estándar es la condición que deben tener los objetos (datos, prototipos, lenguajes y protocolos) para que puedan navegar entre sistemas operativos y culturas distintas. La tecnología ya puede garantizar la accesibilidad a todos los documentos, como también la absoluta preservación de todas las contribuciones, visiones y versiones, como también hacer transparente la versión operativa y la forma en la que se construyó.
La tercera característica que queremos exigirle a la verdad es que sea provisional. La verdad que buscamos está siempre en construcción, nunca se acaba porque siempre nos quedamos a la expectativa de un nuevo actor, un nuevo dato, un nuevo instrumento, un nuevo concepto o, en términos generales, un nuevo enfoque.
La verdad que necesitamos no está escrita en piedra, sino que está viva y vibra al compás de nuestro mundo. Como es una verdad incompleta no tiene dueño y sólo puede ser emergente. No está hecha exclusivamente de datos o cifras, sino también de relatos y presencias. No es sólo una excrecencia epistémica, es también una producción situada.
La verdad que necesitamos no se hace al margen nuestro, sino que es una construcción relacional. Es una forma de relacionarnos y una manera de prometernos convivencia. Y si aspiramos a cambiar nuestros modos de existencia, necesitamos incorporar más detalles, matices o contingencias para que las nuevas prácticas de vida en común no corran riesgo de ser reprimidas, ocultadas o excluidas.
Puede que algunas propuestas parezcan visionarias, imposibles o utópicas, ya sea por impracticables, ya sea por minoritarias o estrambóticas. No importa que así sea, pues las nuevas tecnologías no sólo permiten la discrepancia, sino que la animan. Sin coste añadido, hacen factible que la práctica del disenso nos ayude a entender potenciales carencias, explorar distintas posibilidades y contribuir a la producción de confianza.
La verdad expandida
¿Basta con estas tres características para tener una verdad entre todos y no una verdad regalada, ajena, dictaminada, abstracta, fría, frustrante o claustrofóbica? No, creo que no. Necesitamos que cumpla otros requisitos. La verdad entre todos tiene que ser barata, amigable y granular.
Barata porque de otro modo siempre sería un coto profesional y/o una excrecencia corporativa. Una verdad cara es una producción malamente replicable y escasamente reticular. Una verdad barata es una construcción a la que se puede llegar mediante figuraciones rápidas, herramientas pobres, prácticas bricoleur y anticipaciones domésticas.
Nada nos obliga a pensar las verdades baratas como remedos simples, panaceas mugrientas o conclusiones crédulas. Bajo coste no equivale a baja fiabilidad. La ciencia barata, como la innovación frugal, no es una forma alternativa a la practicada en la academia, sino una producción táctica cuyo destino no es hacer carrera, sino hacer ciudad; no se postula como conocimiento que busca su objetivación, sino la objetualización. No aspira a tener razón, sino a materializar la convivialidad. Si construimos el objeto o prototipo sumando nuestras habilidades, estamos dando existencia a algo que puede ser replicado y, sobre todo, a una forma auto organizada de vivir juntos.
La verdad barata no llegará por sí misma, necesita un lugar donde anidar, un espacio que la favorezca, un lugar cuyos protocolos de gestión no espanten a quienes por ser sencillos no dejan de ser sabios o, en otros términos, los expertos en experiencia. Portadores de un conocimiento que debe ser activado si queremos que nuestras prácticas sean inclusivas y, por tanto, liberadoras, promotoras de otros mundos posibles.
La verdad que buscamos está siempre en construcción, nunca se acaba porque siempre nos quedamos a la expectativa, un nuevo enfoque
Amigable es una hermosa palabra que evoca los mundos de lo jovial, lo lúdico y lo leve. La verdad siempre se viste con una severidad patriarcal, y se muestra en mundos un poco antipáticos, con gestos sobrios, coreografías grises, libretos excesivos, burocracias incomprensibles, actores masculinos, espacios aislados, vestuarios formales, palabras previsibles y horarios laborales. La verdad es aburrida, escasa, unívoca y muchas veces incomprensible. En el teatro de la verdad (casi) nunca están los niños, las mujeres, los indígenas, los negros, los discapacitados. Son teatros para personas mayores, disfraces oscuros y palabras grandilocuentes. Pero no siempre fue así.
La ciencia moderna, la ciencia experimental que conocemos, nació a finales del siglo XVII como un proyecto minoritario, contra hegemónico, artesanal, urbano y vinculado a la cultura del espectáculo, el café y la plaza. Y no son pocos los que reclamamos una vuelta a sus orígenes en los salones de las preciosas, entre enciclopedistas, libertinos, viajeros, periodistas, músicos y artesanos. La verdad puede aliarse con lo mundano, lo ordinario, lo común, lo divertido, lo carnavalesco y lo vibrante, para hacerse más gaya, más callejera, más carnal, más gozosa y, en fin, más cómplice con lo que nos pasa. Seguro que hay muchos escenarios posibles e inspiradores. Deberíamos mapearlos y, a continuación, diseñar espacios que nos cuiden y donde la levedad sea algo que se respira.
Un proyecto debe ser granular. La verdad se nos muestra con frecuencia como entera y de una pieza, algo que no puede ser desmontado, descompuesto, desarmado, desorganizado, descontextualizado o deshilachado. Y si no puede ser intervenida para cambiar una esquinita, reescribir una frase, abrir un fragmento, rehacer una línea, recrear un bloque, incluir un sesgo, introducir un matiz, proponer un pliegue o restaurar un marco, entonces es una verdad que nos rechaza, que solo nos acepta para adorarla, como espectadores o usuarios, pero nunca como hacedores, como críticos o cómo productores.
La verdad debe mostrársenos hecha en fragmentos lo más granulares posible, para que cualquiera que acceda a tan admirable construcción sea capaz de encontrar una tarea que lo mejore o complemente, porque no debemos conformarnos con ser pares, queremos ser parte. No queremos una verdad de otros a la que se nos invita, sino una verdad nuestra y entre todos, hecha de fragmentos memorables que sólo existen por la convergencia con otras aportaciones tan minúsculas como indispensables.
Y a granularizar se puede aprender, especialmente si queremos promover la participación. Pero no basta con intentarlo, necesitamos dominar ese arte extraño de distribuir tareas, repartir el juego, visualizar las contribuciones, hacer aflorar los aportes, apreciar los cuidados y, en general, hacer equipo sin reclamar de sus integrantes dedicaciones plenas, identidades probadas y compromisos firmes. Al hacer los procesos granulares favorecemos las estructuras informales, los vínculos frágiles, las responsabilidades esporádicas y las pertenencias intermitentes. No solo favorecemos la hospitalidad, sino que le damos opción a la diferencia.
¿Podemos entonces imaginar una verdad entre todos? Obviamente, sí. Especialmente cuando nos referimos a instancias como la paz, la libertad o la justicia. ¿Cómo podríamos no ser necesarios a la hora de construir las infraestructuras que garantizan la convivialidad? Este texto además se escribe desde una doble convicción: la primera es que no nos interesan las verdades universales, ajenas a nuestra circunstancia concreta o insensibles a los detalles que nos conciernen. La segunda convicción entonces ya ha sido insinuada, pues estamos refiriéndonos a verdades que nos necesitan tomar en cuenta, como se dijo, los saberes locales, experienciales y tácitos. En definitiva, no solo necesitamos la producción de cierto tipo de verdades, sino que esas verdades nos necesitan a nosotros. Nos necesitan mucho, nos necesitan todo el tiempo. Y se desvanecen en cuanto nos alejamos. No son nuestras, sino entre todos. No somos sus propietarios, sino sus responsables.
Hace un par de años me preguntó una buena amiga, muy comprometida con los procesos de paz en Colombia, si la verdad podía ser un bien común. No recuerdo lo que le respondí, pero no pude quitarme la pregunta de la cabeza hasta que logré redactar el texto que ahora comparto. Recuerdo que lo inicié en cuanto llegué...
Autor >
Antonio Lafuente
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