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Quizás la pandemia, todavía en curso, no haya cambiado todo de forma radical como en algún momento se dijo, pero quién se atrevería a insinuar que todo sigue igual. Para nosotros, la covid-19 y su estado de excepción planetario –los confinamientos, los toques de queda, la globalización suspendida– son un destello del futuro que ya llegó. La crisis climática, con sus episodios como bofetadas a prueba de negacionismos; la amenaza nuclear que tratamos de olvidar pero que permanece latente como un mal sueño; las superbacterias invencibles por cualquier antibiótico; los nuevos virus que aguardan apenas su momento para resurgir impulsados por la deforestación o la voracidad de lo humano-capitalista; todo ello parece hoy posible y cercano. La humanidad se desliza por el alambre, convertida en una fuerza geológica –el Antropoceno– capaz de modificar el sistema planetario al tiempo que reconocemos que, con la posible inviabilidad de nuestra existencia sobre la Tierra, damos paso también a una crisis civilizatoria que se enreda con el surgimiento de otro virus, político, humano y pavoroso: los posfascismos.
La humanidad ha vivido otros momentos de la historia donde el “fin del mundo” parecía posible pero, desde el advenimiento de la Modernidad, el mañana no solo era posible, sino que sería mejor. Hoy, y desde hace relativamente poco, el futuro se llama apocalipsis, su tonalidad afectiva es la de la angustia metafísica. Esa angustia, ese miedo, nos conduce por los caminos del autoritarismo o la deserción del mundo.
Dice Bruno Latour en Dónde aterrizar que la vieja universalidad –la que suponía que todos los humanos compartíamos un territorio común– se ha descompuesto para dar paso a una nueva que consiste en sentir que “el suelo se está desintegrando”. Las élites que imagina Latour detrás de Trump y sus homólogos populistas –la nueva ira– son las que conocen la catástrofe en ciernes pero que renuncian a su solución, que adoptan la posición “detrás de mí, el diluvio”. Son aquellas que solo se plantean huir del planeta como solución, las que renuncian al lastre de la solidaridad; “de ahí la explosión de las desigualdades”, dice Latour. Estas élites oscurantistas han decidido desmantelar la “ideología de un planeta común para todos”. Pensar en escapar solos de la catástrofe –yo y mi familia– es el equivalente a encerrarse en casa con la trabajadora doméstica y los envíos a domicilio en medio de la pandemia para seguir llevando el mismo nivel de vida. Es también el equivalente a pensar que es posible hacer lo mismo en la nación, también con sus extranjeros contados en posición de sirvientes mientras los que sobran se quedan en el mar o hacinados en las fronteras; falsas soluciones para unos pocos que no pueden detener el fin de los tiempos. Pero tenemos que ser capaces de pensar una salida para todos, y tenemos que conseguir la fuerza para imponerla. No va a venir de forma fácil.
Pablo Stefanoni decía en una carta anterior que nuestros problemas se pueden resumir en tres palabras: futuro, imaginación, comunidad. Describía cómo el presente ha capturado la imaginación para unos tiempos donde apenas somos capaces de pensar que vaya a haber mañana. Entonces, qué utopía, cómo liberar al futuro de la catástrofe y qué comunidad podría dar forma a ese porvenir alternativo que seamos capaces de imaginar. Las preguntas fundamentales han cambiado: ¿qué política es posible o deseable en el fin de los tiempos? ¿Qué de lo que fuimos capaces de pensar o hacer en el pasado sigue siendo una oportunidad para la emancipación y el viejo sueño de la igualdad, la libertad, la fraternidad? ¿Cómo cambian estos conceptos en una línea temporal en descomposición?
Las preguntas para un medio son, sin embargo, mucho más modestas: ¿cómo sería un periodismo para el fin de los tiempos? ¿Cómo explicar que los que planean su huída dejan tras de sí un paisaje devastado? ¿Cómo contar las posibilidades, las historias de los que luchan para frenar ese miedo que pone su alfombra roja a los postfascismos? Hablar del fin del mundo, como decíamos, tiene que ser hablar de la necesidad de dar forma a una mitología de liberación adecuada al fin de los tiempos. Frente a la deserción y el miedo, dar cuenta de las posibilidades desde la conciencia de que hace falta reconstruir esos mundos comunes, y otros deseos más ajustados a las posibilidades, o a los límites del mundo. Ya no hay dudas de que sin un cambio civilizatorio, sin una transformación de lo que significa ser humano no será posible frenar la extinción. Intuimos algunas cosas: el futuro que queremos pasa por tener todos menos, pero más repartido; trabajar menos, también en los ratos que nos deja la vida, y no al revés.
Contar el abismo, relatar la catástrofe. Un periodismo para el fin de los tiempos significa explicar los problemas y las amenazas, sin alarmismos, pero desde el compromiso. Desde una forma de contar que no produzca “acostumbramiento a la pérdida”, que diría Rita Laura Segato, tan necesario para seguir dejando caer aquellas vidas a las que hemos etiquetado como prescindibles y que tan bien conoce la tumba líquida del Mediterráneo, o la de la ruta africana-canaria hacia Europa.
Tener certezas sobre lo que viene o lo que es posible tampoco es sencillo, y deberíamos ser capaces de dar cuenta de esa complejidad. Muchas de las revueltas que ya presenciamos, o que vendrán, serán ambiguas, no estarán definidas por los marcos tradicionales de la protesta, o serán estallidos informes que condensarán diversos malestares. No serán, por tanto, fáciles de explicar, pero tendremos que tener los ojos bien abiertos. Como proponía el compañero Amador Fernández-Savater en uno de nuestros consejos editoriales: inventar un periodismo capaz de expresar la duda. No, no tenemos todas las certezas pero queremos atrevernos a imaginar imposibles. No sabemos si los tiempos permiten expresar dudas en un momento de extrema militancia mediática y de trincheras implacables, pero vamos a intentarlo. Queremos atrevernos a contar dónde están siendo posibles atisbos de ese porvenir. Porque, como dice Srećko Horvat, las alternativas son o la reinvención radical del mundo o la extinción masiva.
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Quizás la pandemia, todavía en curso, no haya cambiado todo de forma radical como en algún momento se dijo, pero quién se atrevería a insinuar que todo sigue igual. Para nosotros, la covid-19 y su estado de excepción planetario –los confinamientos, los toques de...
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Nuria Alabao
Es periodista y doctora en Antropología Social. Investigadora especializada en el tratamiento de las cuestiones de género en las nuevas extremas derechas.
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