En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
La Odisea es un género extraño. Es posible que sea un género propio y único. Parte, de manera muy depurada –y, por ello, fácil de omitir, fácil de olvidar–, de algo muy común y que existió hasta hace muy poco. Hasta el GPS. Se trata de las canciones para navegar. Un universal. Pescar, o desplazarse por el mar, sin perder de vista la costa, requería el conocimiento de señales. Las señales son –¿eran?– puntos del litoral –rocas, montañas, cuevas, accidentes impactantes y reconocibles–, avistables desde el mar. Esos anclajes se recordaban porque estaban compendiados en canciones. Unas canciones absurdas –yo escuché alguna, en la niñez–, cuya comprensión estaba reservada a iniciados, que sabían que, tras unas palabras aparentemente ilógicas, había señales diáfanas, almacenadas en una rima. Esas canciones eran un viaje. Críptico. Quizás la literatura es –¿fue?–, poco más que eso.
En todo caso, ese viaje descomunal en La Odisea –el primer viaje; tal vez el último en su desmesura y profundidad–, es también el inventario de señales que permitían navegar de Turquía a Gibraltar. Son señales efectivas, al punto que Schliemann utilizó esas señales para descubrir, en el siglo XIX, las ruinas de Troya. Entre todas esas señales se ubican otras, para otra navegación. La emisión constante, absoluta, de señales, en La Odisea solo finaliza en su canto XXIII. En ese canto sucede el fin definitivo de un viaje de 20 años. La llegada, el encuentro de Odiseo con la esposa y el hijo. Debe ser, por tanto, algo apoteósico y cargado de sentido. Después de XXII cantos emitiendo señales, La Odisea crea su propia señal y se convierte en ella.
En el canto anterior, el XXII, Odiseo, en la noche, ha matado a los pretendientes de Penélope y a las esclavas que les dieron placer. Después ha purificado su casa, quemando azufre. Solo tras esa purificación, sucio, ensangrentado “como un león tras devorar un buey”, pide a Euriclea, su antigua nodriza, que llame a Penélope, que duerme en su dormitorio. El canto XXIII arranca con una Euriclea pletórica, informando a una escéptica Penélope, ante la llegada, sano y salvo, de Odiseo. Euriclea no tiene ninguna duda sobre la identidad de Odiseo pues, al lavarle, le ha visto la herida antigua que en la infancia le hizo un jabalí. Pero eso no convence a Penélope. Sí, el cuerpo es el de Odiseo. ¿Pero es Odiseo? Lo sabremos en breve, cuando Penélope vea a su marido, a quien dispensa una gran frialdad inicial. Descreída, hasta reseca, su hijo, Telémaco, le afea su frialdad. “Hijo”, contesta ella, “dentro de mi pecho el corazón está atónito y lleno de sorpresa”. “Si él es él, sin duda podremos reconocernos. Tenemos señales que conocemos únicamente nosotros, y que son un secreto para los otros”. Odiseo, queda claro, no son sus cicatrices, sino otro tipo de cicatrices: sus propias señales, compartidas en la intimidad con su esposa. Esas señales son el matrimonio, algo que ya no es solo la transmisión de la propiedad –Odiseo ha solventado todo eso, al matar a los pretendientes–, sino el amor, un juego de señales extraño, secreto e intransferible, al que se enfrenta ahora. El Canto XXIII explica, sin enumerarlo, sin revelarlo, ese secreto. Es el Gran Secreto.
Penélope, con argucias, hace explicar a su esposo cómo es el lecho matrimonial de ambos. Odiseo, enfurecido por la desconfianza, lo hace. Al hacerlo vemos señales de un Odiseo desconocido. Gran artesano, hizo con sus propias manos, copado por el cariño, esa cama, el punto en el que se produce la maternidad y, antes y muchas más veces, el encuentro. Penélope reconoce entonces a Odiseo. Y llora. Y se abraza a él. Y explica el motivo de sus anteriores reparos. Quería saber si él era aún él. Quería reconocerlo en sus señales. “Ni tan solo la nacida de Zeus, Helena la argiva, nunca se hubiera juntado en el amor y en la cama con un extraño (…). Fue un dios quien la impulsó a una acción vergonzosa: la locura funesta, que antes nunca tuvo en su ánimo, y por la cual también comenzaron nuestras desgracias”. Esto es, Penélope, al confiar en las señales, antes que en los dioses, finaliza, por fin, la guerra que se explica en La Ilíada. Odiseo experimenta, en ese momento, la paz. Una paz inaudita. Que Homero describe como la del superviviente de un naufragio que accede a la costa. La de la persona, de pronto, sin señales, y que, de pronto, vuelve a acceder a ellas. Posteriormente, Odiseo y Penélope guiados por Eurínome, van a su habitación. Allí, “ambos fueron felices en su antiguo lecho y al viejo rito”. Sabemos lo que es “el viejo rito”. Pero solo ahora comprendemos que, ese rito viejo, consiste en la verificación de señales secretas previas. Ese verso, el 296 del Canto XXIII es, según los críticos antiguos, el fin de la Odisea que, no obstante, continúa aún hasta el verso 370, y hasta el fin de otro canto, el XXIV.
Señales. Que nadie sabe. Señales que evitan la locura y la guerra. Señales secretas y silentes, que confirman, que son, la identidad. Y que son sumamente costosas. Lo ha explicado Penélope un poco antes: “Fueron los dioses los que nos enviaron el infortunio: no quisieron, por envidia, que tú y yo viviésemos, de jóvenes, juntos y felices, antes de llegar al límite de la vejez”. Buscar, encontrar las señales, que nadie verá salvo a quien las regales, ocupa una gran franja de la vida. La juventud. Impiden, tal vez, compartir la juventud, esa franja sin señales, en las que las señales se fabrican. Lo dice Penélope en el canto que da sentido a las señales. Las parejas obtienen señales en pago a su juventud. Las canciones absurdas, sin lógica alguna, sobre señales, requieren sacrificar en señales la juventud. Como en La Odisea, llegar requiere ese incendio.
La Odisea es un género extraño. Es posible que sea un género propio y único. Parte, de manera muy depurada –y, por ello, fácil de omitir, fácil de olvidar–, de algo muy común y que existió hasta hace muy poco. Hasta el GPS. Se trata de las canciones para navegar. Un universal. Pescar, o desplazarse por el mar,...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí