literatura
La dureza de Chirbes o la dificultad de la crítica cultural
Cuando llamamos ‘duro’ a Chirbes me parece que nos perdemos lo esencial. Su mirada, más que dura, es simplemente ‘crítica’
Sebastiaan Faber 31/12/2021
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“Unos duros y amargos diarios” llenos de “duros juicios”, escritos en “modo feroz y duro” con una “mirada dura y sin sordina”: “Chirbes es muy difícil de leer en ocasiones precisamente por lo duro que es”…
Más allá de las polémicas que han suscitado, el primer tomo de los Diarios póstumos de Rafael Chirbes, publicado en octubre por Anagrama, ha provocado una impresión sorprendentemente unánime entre la crítica. A todas y todos, las páginas del novelista valenciano les han parecido excepcionalmente duras.
Yo no creo que lo sean. Pero me parece que el hecho de que tantos críticos las lean así confirma la radiografía del ecosistema literario español que traza el mismo Chirbes en sus libretas y cuadernos a lo largo de los veinte años que cubre el volumen.
Para los críticos, la dureza de Chirbes sería doble: le ven muy duro consigo mismo –como escritor, como amante, como ser humano– y le ven excepcionalmente duro con los demás. En esta última categoría destacan las élites políticas (sobre todo del PSOE), sus colegas literatos (Pérez Reverte, Muñoz Molina, Gopegui, Villoro) y, precisamente, quienes se dedican a la crítica literaria en la prensa del país. La supuesta dureza para consigo mismo no me parece que sobrepase las inseguridades normales de cualquier persona que se dedica a la creación. Los juicios que formula sobre los demás, sin embargo, merecen una mirada más detenida.
Con respecto a los políticos, Chirbes llama la atención sobre las mutaciones que han realizado las élites dirigentes del país en la curiosa metamorfosis colectiva que fue la Transición. “[L]a clase media franquista que tanto odiábamos”, escribe, “ahora se ha refugiado en el socialismo”. Si “los franquistas furiosos han empezado a aparecerse con el halo romántico de quien mira la vida a contrapelo, esa mirada sesgada, la posición hirsuta, los correajes y pistolas”, los socialistas “son más de colegio de monjas”.
Chirbes llama la atención sobre las mutaciones que han realizado las élites dirigentes del país en la curiosa metamorfosis colectiva que fue la Transición
La verdad es que los legados de la dictadura han infectado irremediablemente a la cultura política del país entero: “El franquismo lo ha envenenado todo: ha convertido las ideas en mazas. O conmigo o contra mí”. Esos mismos exfranquistas convertidos en socialistas se comportan con un “altivo desparpajo” que refleja una “ilusión de irredentismo por la que todo les parece poco para pagar sus muchos méritos de guerra (cargos, sueldos estratosféricos, comisiones), los servicios que nos prestan (mientras se enriquecen)”. Muchos años antes del 15M, Chirbes constata que la cultura de la Transición supuso, paradójicamente, una profunda despolitización de la sociedad española: “Tuvo que llegar la democracia para que nos sintiéramos expulsados de la política”.
Dado que gran parte de los diarios está dedicada a registrar lecturas y visionados de novelas y películas, no debe sorprender que Chirbes comparta –consigo mismo y, por tanto, con nosotros– las impresiones que le producen los esfuerzos creativos de sus colegas. La admiración que expresa por autores como Balzac o Mann contrasta con la poca sustancia que ve en la producción literaria española de su época. “Leo a la mayoría de mis colegas”, apunta, “y, al margen de los matices de sus respectivas posiciones, percibo un débil flatus vocis”. La sociología del mundillo literario, claro está, no ayuda: “La literatura, en la nueva España, es una forma de refinamiento, un club en el que se practican ciertas maneras, se respetan determinados códigos que solo los iniciados dominan. Hay un guardarropa de trajes literarios que uno se pone para vestirse en los actos sociales”.
No es que sus colegas carezcan de ambición. Sobre la novela Sefarad, de Muñoz Molina, dice que le parece, con El jinete polaco, su “libro más ambicioso”. Pero le molestan otros defectos: “un cosmopolitismo de pie forzado”, por ejemplo, y una actitud de parte del autor que identifica como una falta de modestia, un “impudor” que le lleva a construir una imagen de sí mismo tan exageradamente halagador que produce vergüenza ajena: “Su falta de sentido de la proporción, del decoro, le lleva a decir cosas del estilo de allí estábamos los dos, Mari Puri (o como se llame la novia) y yo, como Kafka y Milena estaban en Praga. Esas cosas abochornan, no debe decirlas un escritor”. De la misma forma, Lo real, de Belén Gopegui, le parece brillante “en algunos tramos”, además de “bienintencionado”, aunque al final “en su conjunto resulta artificioso, hasta rozar la cursilería en algunas metáforas y en la elección de adjetivos”.
Leer Cabo Trafalgar de Pérez Reverte, que “derrocha dosis de populismo y demagogia”, le produce una especie de urticaria. No solo es que los diálogos le resulten “insoportables” y le molesten los anacronismos. El problema es que el fondo popular de la historia –o lo que Reverte interpreta como tal– está directamente importado del franquismo: “No es Trafalgar, de Galdós, ni el heroísmo de sus personajes es el de los soldaditos del Imán, de Sender, ese libro excelso escrito contra Dios, la Patria, el Rey, el Ejército que los defiende y la puta que los parió a todos ellos”. No, la novela de Reverte es “un fruto tardif del franquismo”.
Para Chirbes, el problema de Pérez Reverte es menos literario o político que higiénico. Su novela se nutre, irreflexivamente, de un subsuelo “popular” contaminado por cuarenta años de franquismo
Para Chirbes, el problema de Pérez Reverte es menos literario o político que higiénico. Su novela se nutre, irreflexivamente, de un subsuelo “popular” contaminado por cuarenta años de franquismo: “Lo que me escandaliza de los personajes de Pérez-Reverte”, concluye, son “los modales, el tipo moral a quien corresponde”. Trazando su genealogía literaria, uno acaba no en Ramón J. Sender sino en “los discursos patrióticos de Primo de Rivera padre, o los de Queipo en Sevilla con su perfume a coñac de garrafa”. Y, sin embargo –constata con pasmo–, “la crítica sesuda ha comentado favorable, e incluso admirativamente, el libro. ¿Alguien puede venir a explicármelo?”
Esa sesuda crítica recibe su propia serie de reflexiones. Los que dedican a reseñar las novedades literarias en la prensa, nos explica Chirbes, están lastrados por dos defectos principales: un desmedido afán de prestigio –un deseo elitista de marcar jerarquías sociales– y un oportunismo que se revela, entre otras cosas, en una abrumadora falta de consistencia. “Uno de los embustes de la crítica literaria”, anota, “se produce en esa circunstancia tan frecuente en la que el crítico busca referentes elevados para envolverse, y envolver su propio vacío. Cubre su desnudez con trajes ajenos. (…) Eso le permite moverse como un ofidio entre los diversos valores, hacerlo todo suyo y, al mismo tiempo, no ligarse a nada, tener una extrema libertad desde la que adopta (bastante frívolamente) posiciones antitéticas. (…) Ahora estoy aquí y, hop, ahora estoy allí, que ya es otro sitio”. Si la literatura en España se ha convertido –a lo Bourdieu– en un instrumento oportunista de distinción social, Chirbes sospecha que los críticos usan esa literatura no solo para señalar su superioridad sobre los demás mortales, sino para alzarse incluso por encima de los propios autores: “La literatura como diosa que concede sus favores misteriosamente solo a algunos elegidos, élite de inteligencias elevadas, entre las que se encuentra –cómo no– el exégeta, el crítico”.
Un problema aparte lo constituyen los expertos universitarios. Chirbes dedica varios párrafos a Jordi Gracia, profesor de la Universidad de Barcelona, cuyo libro La resistencia interior –en que argumenta que los orígenes de la democracia actual española hay que buscarlos en intelectuales afines al dictador que, como Dionisio Ridruejo, acaban desencantados con el régimen– le parece tan coherente como falso. En el fondo, se trata de un “ejercicio de sofística”: “A lo mejor el libro puede sostenerse sacando a relucir un documento u otro, pero no aguanta el contraste con la historia. Es más, lo que pretende es borrar las huellas que dejó la historia que fue y trazar las pautas de como él quiere que haya sido, y cómo quiere ordenarla para hacerla cuadrar con su proyecto ideológico”.
Chirbes no duda que el libro de Gracia forma parte de una ofensiva más amplia, internacional, que, terminada la Guerra Fría, pretende reescribir la historia intelectual del siglo XX y así rematar la tarea empezada por la CIA y su Congreso por la Libertad de la Cultura (que, dicho sea de paso, tuvo a Ridruejo en la nómina). Como parte de esta ofensiva, se invocan supuestos criterios estéticos para ensalzar a autores que se dejaron seducir por los fascismos, al mismo tiempo que se descalifica a autores comprometidos con la izquierda, el antifranquismo incluido, por “ideológicos” y literariamente inferiores.
Ahora bien, ¿son duros estos análisis? Es verdad que son precisos y directos. Desde luego también son matizables, incluso debatibles; y llama la atención que decidiera hacerlos públicos solo póstumamente. A pesar de ello, son consistentes, fundamentados y ponderados. Cuando llamamos duro a Chirbes me parece que nos perdemos lo esencial. Su mirada, más que dura, es simplemente crítica.
Como cualquier buena crítica cultural, la de Chirbes combina tres elementos clave. Primero, se nutre de –y se mantiene fiel a– una visión política, ética y estética tan clara como meditada. En el caso de Chirbes, las experiencias que la conforman incluyen su origen valenciano, su complicada juventud, y militancia política y, desde luego, sus lecturas: desde Max Aub y la tradición marxista (incluido su amigo Blanco Aguinaga) a clásicos del realismo como Balzac o Mann. Si Chirbes es capaz de leer con ojo crítico a sus contemporáneos es porque tiene muy claro para qué sirve la literatura: “No se trata de enfrentarse a los problemas de este o de aquel, sino –contando lo que sea– proporcionarle al lector instrumentos que le ayuden a dotar de sentido su vida. Situarlo en el mundo, ponerlo ante esas contradicciones que solo a él compete enfrentar”.
En segundo lugar, la buena crítica se fundamenta en una observación –una lectura– atenta y cuidadosa. (Será difícil encontrar a alguien que haya leído a un Pérez Reverte con ojo más analítico.) Tercero, es honesta. Chirbes lo es, consigo mismo y con los demás. Como parte de esta honestidad, además, practica una costumbre muy poco española: no solo formula juicios críticos, sino que los ilustra… ¡con nombres propios! Algo relativamente común en otras latitudes pero que, como yo he mismo he podido comprobar, en España raras veces tiene perdón. En este sentido, como también señala Marta Sanz en el prólogo al libro, no es baladí que solo se atreviera a ello en una publicación póstuma.
Como indica el propio Chirbes a lo largo de su obra, dedicarse a la crítica cultural en la España democrática es una ocupación de alto riesgo. Y esto es, a su vez, síntoma de una serie de deficiencias que, sospecho, afectan a editores, críticos y lectores por igual. Falta costumbre. Falta tolerancia. Y puede que falte valentía –una valentía que, en este caso, también le faltó al autor en vida.
“Unos duros y amargos diarios” llenos de “duros juicios”, escritos en “modo feroz y duro” con una “mirada dura y sin sordina”: “Chirbes es muy difícil de leer en ocasiones precisamente por lo duro que es”…
Más allá de las polémicas que han suscitado, el primer tomo de los...
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Sebastiaan Faber
Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. Es autor de numerosos libros, el último de ellos 'Exhuming Franco: Spain's second transition'
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