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Para sorpresa de nadie, 2021 ha sido un año en el que la nostalgia ha ocupado buena parte de nuestras conversaciones. Su margen de acción política, su referencia a un pasado ilusorio o mentiroso o la sublimación de la anécdota individual como diagnóstico de época han sido tema de discusión recurrente en un momento histórico en el que nuestra relación con la temporalidad se ha vuelto oscuramente anómala. Este no es un asunto nuevo o demasiado estimulante, ni, evidentemente, un debate que pueda circunscribirse a 2021. En 1973, en un libro que debería ser lectura obligatoria para todos los neorruralistas de ciudad, El campo y la ciudad, Raymond Williams alertaba ya de una suerte de radicalismo retrospectivo que hoy nos atenaza, y aludía a una “indiferencia insolente” por parte de los nostálgicos ante las necesidades de la gente, ante lo que significa la comunidad y quienes están excluidos de ella. Pero es interesante, en cualquier caso, atender a cómo la literatura se hace cargo, legitima o desmonta las tentaciones nostálgicas, sobre todo siendo la nostalgia antes que nada un dispositivo retórico y estético, material de ficción y para la ficción. Lo es quizá más aún evaluar cómo lo hace la poesía, en sí misma una práctica que revela el carácter antinostálgico y antiapocalíptico del lenguaje, una realidad siempre por venir, permanentemente por construir.
Haciendo balance de mis lecturas poéticas de 2021, me sorprende descubrir cómo algunas de mis favoritas se sitúan en una particularísima posición con respecto al pasado y la tradición, reflexionando de paso sobre cómo abordar desde el margen del poema nuestro gran asunto pendiente con la nostalgia. Todas ellas piensan desde lugares infrecuentes, sin renunciar a la potencia imaginativa, la experimentación formal o la belleza, o más bien proponiéndolas como lugares de referencia para la reflexión. En todas ellas hay infinidad de preguntas abiertas, una afirmación de la duda, que contrasta con la obsesión por las certidumbres del nostálgico. Si existiera algo así como un manual de instrucciones para hacer frente a la nostalgia, o al menos un manual para aprender eficazmente a ponerla al servicio del futuro, sería entonces algo parecido a un poema.
En Duende (Ultramarinos, 2021), el primer poemario de Andrea Abello, la pregunta por la nostalgia es, en primera instancia, una pregunta por la relación entre poesía y relato. A partir del trabajo con los cuentos maravillosos y el folklore, la autora tensiona los límites del poema narrativo, dándoles la vuelta, cuestionándolos y aboliéndolos. Tanto la poesía como la nostalgia funcionan por desplazamiento, pero mientras que para los nostálgicos ese desplazamiento es lineal, la poesía se sitúa en espacios y tiempos indeterminados y contradictorios, ilegibles. Esta se convierte en una de las principales virtudes del poemario: la Duende personaje, que es un personaje tan ambiguo, enigmático y fascinante como solo un personaje poético puede serlo, transita como un fantasma a través de la naturaleza y de la historia, sin que podamos ubicarlo (o, más bien, ubicarla) en el pasado o el futuro. Esto no le quita a los poemas ni un ápice de referencialidad. La realidad se cuela por lugares imprevistos y el libro interpela al presente desde una radical operación narrativa. El relato no cuenta nada, la acción está suspendida, y sin embargo funciona de la misma manera que los cuentos de hadas más convencionales: por sugestión lingüística, por un asombro que barre lo individual y lo colectivo; tanto una representación extraordinaria de lo cotidiano como una confrontación extraordinaria con el lenguaje. Duende sugiere que todo lo que sabemos de la utopía nos lo enseñaron los cuentos populares, que la utopía es feérica y fantástica, que la poesía no puede nunca ser realista.
Si existiera algo así como un manual de instrucciones para hacer frente a la nostalgia, sería entonces algo parecido a un poema
Aunque el libro de Andrea Abello irrumpe mágicamente en el panorama de la poesía joven española por su excentricidad (una excentricidad literal), lo cierto es que es muy fácil conectarlo con otro libro indómito de 2021: Mi paese salvaje (La Uña Rota) de Ángela Segovia, y en general con el universo poético de Segovia. Mi paese salvaje constituye el primer poemario de una serie más extensa que piensa en torno a la muerte, la naturaleza y el lenguaje, titulada Bella morte. En ambas propuestas, la de Segovia y la de Abello, la inminencia de una amenaza sobrevuela los poemas, hay un estado de alerta que hace tambalear la aparente ingenuidad de su escritura. De nuevo, esta amenaza no resulta tan oscura como utópica: su sospecha es un elogio de lo imprevisible como aliado político. Frente a este salto al abismo que es el presente, la poesía se reivindica en ambos libros como refugio o posibilidad escapista, no hacia el pasado, sino hacia una suspensión de los tiempos, una evasión específicamente poética.
Desde otro lugar, la cuestión de la nostalgia es también una clave fundamental de lectura en Ligero (La Bella Varsovia, 2021) de Ismael Ramos, la traducción del propio autor a partir de la edición gallega (Xerais, 2021). Contraviniendo su título, la gravedad de los poemas, una gravedad no necesariamente solemne, radica en la forma en la que están atravesados por la memoria, la naturaleza o la amistad. En una conmovedora sucesión de estampas, el poemario abre distintas posibilidades para la representación y plantea algunas preguntas sobre cómo congeniar la autonomía del poema y la irrupción de personajes. Tal y como se indica en los agradecimientos, el poemario se titulaba originalmente El libro de los amigos, un hecho que sostiene todavía el poemario y que lo proyecta hacia direcciones imprevistas. ¿Quiénes son los personajes de los libros de poemas? ¿Es preciso nombrarlos para que se les convoque? ¿Es la amistad una forma específica de representación de los otros? ¿Hay en ellos alguna evolución o transformación o funcionan, sin embargo, por elipsis? Es difícil plantear respuestas a estas preguntas, sobre todo teniendo en cuenta que en la mayoría de los libros de poesía el personaje por antonomasia sigue siendo el autor, que domina y eclipsa al resto. No obstante, frente a las narrativas clausuradas, los personajes en el poema están desprovistos de biografía, no hay un relato que los ampare o los explique, no hay pistas que apunten a su continuidad. Sus actos carecen, por lo tanto, de coherencia o de contradicción. En Ligero, este hecho los dota de una libertad inaudita, de una capacidad asombrosa para generar nuevos sentidos. Así, el libro hace del encuentro y de la convivencia desinteresada su centro, un reconocimiento no solo entre amigos, sino también con el paisaje, los animales, los árboles.
Ligero hace del encuentro y de la convivencia desinteresada su centro, un reconocimiento no solo entre amigos, sino también con el paisaje, los animales, los árboles
Esta apertura hacia las otras que sustentan y justifican los poemas está también presente en otro poemario bellísimo editado este año por La Bella Varsovia, El ritual del baño de Sara Torres, un libro que expande el proyecto de la autora de construir una genealogía poética lesbiana y utopista. Frente a un costumbrismo tradicionalista y excluyente, que hace del amor romántico uno de sus bastiones estéticos, Sara Torres reivindica una cotidianeidad disidente, un conjunto de gestos que, en su viciada repetición, le dan la vuelta a cualquier imaginario hegemónico.
También, en Cantar qué (Pre-Textos, 2021) de Juan de Beatriz, el vínculo con la tradición poética y la reflexión sobre las posibilidades de esa tradición para comprender o referir el amor ocupan un lugar preeminente. Este vínculo no opera por reverencia al pasado ni por iconoclasia, como suele ser habitual, sino por una suerte de torsión expresiva: en el poema coexisten ritmos, voces, estructuras que no son exactamente clásicas ni aspiran tampoco a una ruptura lineal, sino que están, de nuevo, desplazadas y desubicadas. Ello le confiere al poemario un tono mestizo y omnívoro, una escritura consciente tanto del carácter tramposo del canon como de la ineficacia de nombrar el futuro desde cero. Esta naturaleza impura y fronteriza articula otro poemario emocionante, publicado también por Pre-Textos, Se rompe una rama de Manuel Mata. “Todos los mundos que casi existieron importan tanto como el mundo donde vivimos”, dice la cita de James K. Mantleray que introduce el poemario. Pero quizás importan más, duelen más, hablan más de nosotros. La imposibilidad nos significa.
El asunto de la nostalgia y la evidencia de una relación distorsionada con el pasado, el presente y el futuro están presentes en infinidad de poemarios publicados este año, muchos de ellos espléndidos. En mi caso, son además leídos desde un explícito deseo lector, que aspira a buscar formas en las que la poesía contribuye a resolver los grandes temas de nuestro tiempo. Intuyo que las voces nostálgicas y apocalípticas van a seguir acompañándonos durante mucho más tiempo: todos las llevamos dentro, el enemigo está en casa. Ojalá podamos darles menos protagonismo, dejar de concederles tanto espacio. La poesía es siempre un acto de memoria y de imaginación, ideas en conflicto con la nostalgia, incluso aunque los poemas sean a veces complacientes, retrospectivos, estériles. Hay algo que los excede, un empuje utópico que gira su sentido. Como en dos de mis versos favoritos de 2021, en Geometría interior (Editorial Dieciséis) de Álvaro Cruzado: “Se ha girado el sentido: / somos fantasmas”. Fantasmas del futuro.
Para sorpresa de nadie, 2021 ha sido un año en el que la nostalgia ha ocupado buena parte de nuestras conversaciones. Su margen de acción política, su referencia a un pasado ilusorio o mentiroso o la sublimación de la anécdota individual como diagnóstico de época han sido tema de discusión recurrente...
Autora >
Rosa Berbel
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