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aniversario

El cumpleaños de Schiller

Sobre los peligros de las celebraciones culturales y a favor del juego

Leonor Saro 2/01/2022

<p>Retrato de Friedrich Schiller.</p>

Retrato de Friedrich Schiller.

Anton Graff

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No me gustan las efemérides. Me recuerdan a la clásica fiesta sorpresa que te organiza un amigo en tu propia casa y que se llena de gente que no conoces de nada y que ni siquiera te trae un regalo. Lo que menos importa en un aniversario institucional es el objeto de la celebración, porque los homenajes siempre se plantean para reforzar una narrativa previa. Las efemérides son la esclerosis de la memoria, la hipertrofia de un semblante fijo y de un repertorio de tópicos que se repiten cíclicamente hasta que se sustituye lo que se rememora por la imagen de lo que interesa rememorar. Con el tiempo, la fijación de cualquier canon deriva inevitablemente en manierismo, pero la deformación se agrava cuando la nostalgia, bajo cuyo prisma todos los gatos son pardos, ocupa el lugar de la memoria. 

La fijación de cualquier canon deriva inevitablemente en manierismo, pero la deformación se agrava cuando la nostalgia ocupa el lugar de la memoria

Lo peor de todo es que estos retratos parciales se presentan con grandes parafernalias: se legitiman porque son oficiales y, sobre todo, porque son solemnes, y no hay nada más eficaz que la grandilocuencia para colar un disparate. Sin ir más lejos, hace unas semanas, Sánchez Dragó escribió un tuit alabando a Dostoievski con ocasión de su bicentenario, poniéndolo a la altura de Homero y de Dante y afirmando tajante que, por supuesto “casi nadie lo lee ahora”. En realidad, Dragó podría haber escrito ese tuit sin haberlo leído tampoco, porque su apreciación se limita a constatar la posición que ocupa el autor en el canon: no hace falta emitir ningún juicio, porque la celebración en sí misma legitima a priori su valoración. Pero la cosa va más lejos: Dragó reivindica a Dostoievski como si se tratara de un autor olvidado, como si no hubiera más de veinte ediciones en español de algunas de sus obras, porque en la cultura de las efemérides lo redundante se hace pasar por necesario. 

El pasado 10 de noviembre fue el aniversario de Friedrich Schiller y me ha pillado en Marbach, su ciudad natal. Es una localidad muy pequeña a orillas del Neckar que hoy alberga el Deutsches Literaturarchiv, el archivo de literatura más importante del país, un destino obligado para cualquier interesado en las letras alemanas. Pero si Marbach es hoy un lugar de memoria es porque hacía falta significarla como tal. Tras la Segunda Guerra Mundial, Weimar, la ciudad indefectiblemente unida al nombre del poeta, quedó en territorio Oriental y este pequeño pueblo suabo en el que Schiller no pasó más que los primeros años de su infancia se institucionalizó como lugar de memoria para la Alemania Occidental: en 1955 el museo y archivo de la ciudad, inaugurado en 1903 y hasta entonces consagrado a la divulgación y conservación de la literatura de la región, se convirtió en el DLA. Hoy el complejo cuenta también con un museo de literatura moderna y una residencia para investigadores. 

Sigue prevaleciendo la idea de que interpretar una obra consiste en extraer un contenido cifrado, en reconstruir un sentido más o menos oculto

La historia del archivo es un claro ejemplo del papel que desempeña la custodia de los grandes mitos culturales en las instituciones y, por ese motivo, no me esperaba nada distinto de la programación cultural de la semana de Schiller. Pero no hay nada mejor que el aburrimiento para dejarse sorprender y, después de una semana de intenso trabajo y pocas distracciones, con el archivo cerrado en domingo y sin nada que hacer, decido acercarme a un recital de canto que se celebra en la balaustrada exterior del museo. Al llegar todo apunta a que el concierto ha sido cancelado: hace tanto frío que algunas personas llevan ropa de nieve y no hay más que algunas tarimas distribuidas a lo largo de la galería. Pero a las dos en punto, sin ceremoniales previos, los cantantes, alumnos de la Hochschule für Musik de Stuttgart, acompañados por la soprano Angelika Luz, se van subiendo a las plataformas. El concierto está planteado como una muestra. En cada una de las tarimas, separadas por unos metros, cada cantante interpreta un repertorio distinto, obras de Stäbler, John Cage, Mauricio Kagel, y una pequeña improvisación a partir de objetos distintos de la colección del museo. El público se mueve libremente por la galería, decide qué escuchar, desde qué distancia, durante cuánto tiempo. 

Una de las chicas, la del mono de esquí, empieza a interpretar Stripsody de Cathy Berberian, un aria construida con las onomatopeyas típicas de los dibujos animados y de los comics. Arrgrrr, bleach!, BUM, boiiiing. Tras unos segundos de desconcierto inicial, el público se engancha. La cantante lleva partitura; conforme va leyendo, lanza las páginas al suelo y el público las recoge y las examina con muchísima curiosidad. Es sorprendente: lo que está escrito como un código que debe ser leído corresponde con la imagen gráfica que evocan los sonidos en el oyente. Es cultura auditiva pop. La pieza de Barberian es divertidísima y muy inteligente; permite que el público se vincule de inmediato, porque su propuesta es reconocible pero no impone un modo de escucha, no te dice desde dónde relacionarte con la obra. Puedes reírte, puedes cabrearte, puede parecerte un disparate, puedes sentirte incómodo, puedes escuchar hasta el final o indignarte y largarte a tu casa. Y todas esas posiciones son válidas, forman parte de la propuesta, porque la obra también se toma en serio a sí misma y al mismo tiempo es consciente de ser una broma. 

Fragmento de la partitura de ‘Stripsody’, de Cathy Barberian.

 

En realidad no hay mucha diferencia entre Stripsody y un capítulo de los Looney Tunes, pero nuestras expectativas frente a las dos cosas no tienen nada que ver. Por algún motivo, la distancia irónica que en los dibujos animados nos parece una genialidad, no es tan fácil de asimilar cuando vamos a un museo o a un recital de canto y muchas veces es percibida como una barrera que dificulta el vínculo entre el público y la obra. En mi opinión el problema es que seguimos relacionándonos con cierto tipo de arte en clave de lectura. En el fondo, sigue prevaleciendo la idea de que interpretar una obra consiste en extraer un contenido cifrado, en reconstruir un sentido más o menos oculto. Pero en Stripsody no hay nada que leer porque lo que propone es un juego y lo único que es necesario en un juego es un contexto. 

No jugamos para aprender, ni para comprender, ni para sentir, ni para dialogar, aunque podamos hacer todas estas cosas jugando. Jugar es el simple ejercicio de la libertad sin limitaciones ni consecuencias reales, explorar todas las disposiciones a nuestro alcance en el marco de unas premisas pactadas, recorriendo caminos posibles y rebasando límites que en la realidad no se pueden transgredir. El juego brinda un espacio seguro donde la libertad y la curiosidad pueden ir mucho más lejos que en la vida, porque no hay más condiciones que las que se pactan previamente: el límite es la propuesta del juego en sí mismo y solo sirve como punto de partida. Como cualquier ficción, todo juego exige una dosis mínima de seriedad, la suficiente para aceptar el simulacro y que el juego sea posible, pero si nos lo tomamos demasiado en serio y nos lo traemos a la vida, si desficcionalizamos lo que ensayamos y performamos en el juego, la cosa deja de tener gracia, porque rompemos el pacto que nos permite ser más libres jugando que viviendo. Por eso no hay nada peor cuando se juega que un tramposo, y que un mal perdedor cuando el juego se ha acabado. 

Para Schiller, el juego era el fundamento de la civilización, el instrumento por el cual dominamos las cosas en lugar de ser dominados por ellas

No es poca cosa: jugamos para ser libres. Y si hay alguien que lo tenía claro, ese era Schiller. Para él, el juego era el fundamento de la civilización, el instrumento por el cual dominamos las cosas en lugar de ser dominados por ellas o al menos conseguimos distanciarlas. El lenguaje, los símbolos, los rituales no son más que instrumentos para conquistar un espacio de libertad allí donde la naturaleza nos impone un límite. El juego aligera el peso de la vida y alivia la angustia frente a la muerte y lo hace otorgándose sus propias reglas. Por eso “el hombre solo juega cuando es hombre en el sentido pleno de la palabra, y solo es enteramente hombre cuando juega”, y para Schiller el juego por excelencia es el arte, un espacio de disposiciones inagotables que nos permite liberarnos de las coacciones a las que está sometida la vida. Han pasado más de doscientos años desde la muerte de Schiller, pero por muchos aniversarios que celebremos y por mucho que repitamos los tópicos, todavía hay quien se empeña en seguir juzgando el arte según unas reglas distintas a las que la obra propone, unas reglas que por algún motivo parecen más legítimas. Resulta tan absurdo como empeñarte en jugar al ajedrez en una partida de mus. Pero esto es lo que pasa cuando se le concede más peso al canon que a las obras en sí mismas. Si todavía hay quien sostiene que la regularidad rítmica es una condición indispensable de la poesía es porque le está concediendo más peso a un canon determinado que a la obra que tiene delante y lo antepone como un criterio de valor a la hora de emitir un juicio. 

Por eso, me reitero: no me gustan las efemérides. Reivindicar a Schiller desde su posición en el canon sería pasar por encima de la realidad de su obra, condenarle a la inmovilidad de un retrato solemne y, sobre todo, echar a perder el juego. En Marbach, sin embargo, me han demostrado que existe otra forma de hacer memoria: han preferido demostrar que el espacio de libertad que él conquistó con su palabra sigue siendo habitado, que su punto de partida continúa inagotable, que seguimos descubriendo caminos y explorando direcciones para poder ser más libres, porque no nos hemos cansado de jugar. 

No me gustan las efemérides. Me recuerdan a la clásica fiesta sorpresa que te organiza un amigo en tu propia casa y que se llena de gente que no conoces de nada y que ni siquiera te trae un regalo. Lo que menos importa en un aniversario institucional es el objeto de la celebración, porque los homenajes siempre se...

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Leonor Saro

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