NIÑERING
Las niñas sólo quieren crecer y ser tan altas como para poder tocar el techo
Ojalá mi niña pueda seguir creciendo y ser tan grande como quiera, sin tener miedo nunca de ocupar su lugar en el mundo, de expandirse, de comer, de ser. Sin ceder jamás a la angustia que a muchas nos enseñaron a sentir
Adriana T. 28/12/2021
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Hace ya algún tiempo que me reconcilié con el niñering tras la loca experiencia suiza, y cuido desde entonces a dos hermanitos de manera regular. Me gustaría hablar hoy de la pequeña. Tiene cuatro años, y, sé que me ciega el cariño que siento por ella, pero para mí no hay una niña mejor. Es simpática y preciosa. Los ojos verdiazulados le chispean a cada nueva travesura. Una larga cascada de espesos rizos rubios le cae por los hombros, sus dulces risotadas refrendan cada una de las bromas que le gasto. Las mejillas se le arrebolan cuando corretea, dándole un aire pícaro de querubín de Rafael. Es sociable, cariñosa, observadora, empática, alegre, terriblemente testaruda y adorable. Nos llevamos muy bien.
Cuando la conocí me pareció una muñeca, y al principio me resultaba difícil no alabarla por lo bonita que es. Unas cuantas veces, personas desconocidas me han felicitado por la calle, extasiadas, al verme llevar de la mano a una nena tan guapa. Ahí fue cuando me di cuenta -más vale tarde que nunca- de que la cría necesitaba escuchar otras cosas. Que es fuerte, que es valiente, que es muy buena con sus amigos, que es lista y decidida, que hace muchas cosas bien. Por encima de todo, que es querida. Empecé a incorporar estas palabras a mi vocabulario habitual cuando me dirigía a ella, y las sonrisas arrebatadoras que me dedicaba se ensancharon aún más.
No es, pese a tantos y tan desmedidos cumplidos, una niña especialmente vanidosa. A menudo la pillo ensayando muecas ante los espejos y la cámara del móvil, riendo a carcajadas al ver el resultado. Tiene sus propios criterios estéticos, que todavía no han sido plenamente fagocitados por la imposición de las modas. Hay una cosa sobre su aspecto físico, sin embargo, de la que está tremendamente orgullosa: su tamaño.
Mi niña se esponja de felicidad cuando las mallas se le rompen, dadas de sí, porque se le han quedado pequeñas. Ríe con alborozo si le pruebo una prenda y descubrimos que ya no le cabe. Se toca embelesada la barriguita después de comer, y anuncia con determinación que quiere tener un estómago tan grande como el de los hombres adultos de su familia. Quiere ser alta y fuerte. Le complace mucho cuando la cojo en brazos y se me escapa un jadeo causado por su peso creciente, aún más si exagero mis quejas y le digo que ya casi no puedo con ella, fingiendo que ambas vamos a caer al suelo. Aspira a ser grande y a poder tocar el techo o aún el cielo, como todos los niños pequeños. Ve en la comida una aliada para lograr sus propósitos. Le gusta comer, y crece saludable y hermosa. Cuando le compran ropa de una talla mayor lo considera un motivo de triunfal orgullo, no una humillación.
Y yo, agorera, me pregunto con angustia en qué momento cambiarán las tornas para ella. Cuándo, y de qué manera vil y subrepticia, su natural deseo –casi universal entre los niños de su edad– de crecer sin límites, dará paso al miedo atroz e irracional a ocupar espacio físico que a todas las mujeres se nos inculca con saña desde la más temprana niñez. Cuántos años tendrá la primera vez que decida voluntariamente privarse de comer algo que le apetece comer, o no privarse pero sentirse culpable y mortificada después. Me perturba pensar si todavía creerá en Papá Noel el día en que deje de mirarse a sí misma con la complacencia, la admiración y la ternura que merece. En qué momento, las muecas divertidas y despreocupadas que pone ante el espejo darán paso a mohines de disgusto mientras se palpa la carne todavía blandita de la infancia, escrutando una gordura del todo inexistente. No sé si será lo bastante afortunada como para librarse de todo ese dolor tan innecesario, de los juicios sobre su cuerpo que otras personas sin duda emitirán, porque sobre el cuerpo de las mujeres y las niñas todo el mundo opina. Si podrá sobreponerse a las críticas, si seguirá sintiéndose orgullosa de ser cada día más grande, o si en algún momento decidirá anteponer las mezquinas opiniones ajenas a su salud y su bienestar. Me pregunto si la dejarán crecer, en todos los sentidos. Si la dejarán ser.
Tiene apenas cuatro años, pero no sé si podrá ser feliz en el perfecto y todavía diminuto cuerpo que habita, porque millones de mujeres y de niñas no hemos podido serlo jamás. Me pregunto si la comida seguirá siendo su aliada, si continuará soñando con crecer hasta llegar al techo, si no tendrá que doblegarse y cortar sus alas, y encogerse, y ver una humillación en cada nueva subida de talla.
Yo confío, con una fe tan ciega e irracional como el cariño que le profeso, en que sí. En que quizá tengamos algo de suerte, y para las niñas de su generación las cosas puedan ser un poco diferentes. Es más un deseo que una esperanza real, pero ojalá mi niña pueda seguir creciendo y ser tan grande como quiera, sin tener miedo nunca de ocupar su lugar en el mundo, de expandirse, de comer, de ser, de crecer. De vivir, en el más amplio sentido de la palabra. Sin ceder jamás a la angustia que a muchas nos enseñaron a sentir por, perfectas como éramos, querer tocar el cielo.
Hace ya algún tiempo que me reconcilié con el niñering tras la loca experiencia suiza, y cuido desde entonces a dos hermanitos de manera regular. Me gustaría hablar hoy de la pequeña. Tiene cuatro años, y, sé que me ciega el cariño que siento por ella, pero para mí no hay una niña mejor. Es...
Autora >
Adriana T.
Treintañera exmigrante. Vengo aquí a hablar de lo mío. Autora de ‘Niñering’ (Escritos Contextatarios, 2022).
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