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Cada año nuevo nos repetimos el axioma, como si fuera verdad, inmunes a la desesperación y al hastío, y nos entregamos a las felices consecuencias de nuestra credulidad. Es como un efímero sueño infantil, que nos encantara, antes de despertarnos. No es que seamos tontos, como pudiera parecer, es que inconscientemente sabemos, por experiencia, que nos sentará bien. Porque quizá no estaría mal un poco de inconsciencia, de cuando en cuando. Con todos nuestros remordimientos abiertos, con los ojos cuajados de tragedias, con el peso de los malos recuerdos del año que acaba de terminar y con la euforia del alcohol de las celebraciones navideñas y de la noche de San Silvestre, somos capaces de tener confianza en el futuro, de alimentar buenos propósitos y de descubrirnos una fuerza de voluntad suficiente para llevarlos a cabo. En enero, los días son cortos, el frío congela hasta los pensamientos y la paga extra de diciembre se ha perdido por las cloacas del consumismo. El hecho de estar el mes de enero consagrado al dios Jano, que le dio nombre, de inuarium, el dios de las dos cabezas, una hacia adelante y la otra hacia atrás, nos lo hace sospechoso y no nos fiamos de él. Pero no importa, nos rehacemos desde la nada, encontramos disculpas para ser optimistas, nos agarramos a un clavo ardiendo. Los hielos matutinos renuevan el paisaje, los cielos nos abrigan, el viento cortante nos estimula. Somos capaces de comernos el mundo. Los caminos vuelven a ser largos y la luna nos consuela en su soledad infinita. Pero ya vendrá el tío Paco con la rebaja. Ni se duda. No hay vida nueva. Es mentira. Sería demasiado bonito el paraíso en la tierra. Vuelve la rutina del trabajo. La semana de siete días. Los finales de mes. El cansancio de vivir. Enero muestra sus muchas maneras de ser cruel. Nihil novum sub sole, que decía el adagio latino, o, como nos aconsejaba Dante, “abandonad toda esperanza”, a la entrada del infierno. Es el mes que mejor encarna el absurdo camusiano, las perspectivas diferidas, las esperanzas frustradas, la lucidez inútil, las ilusiones perdidas, el futuro hipotecado, los disgustos permanentes, el pesimismo endémico, los amores olvidados, la lluvia a destiempo, los domingos sin sol, los caminos cerrados, el mundo feo, la condición humana, las palabras degradadas, los adjetivos vacíos. Y, encima, bajo cero.
Cada año nuevo nos repetimos el axioma, como si fuera verdad, inmunes a la desesperación y al hastío, y nos entregamos a las felices consecuencias de nuestra credulidad. Es como un efímero sueño infantil, que nos encantara, antes de despertarnos. No es que seamos tontos, como pudiera parecer, es que...
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Luciano G. Egido
Es escritor y periodista. Autor de numerosas novelas y ensayos por los que ha obtenido diversos premios.
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