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Había visto Qué bello es vivir, de Frank Capra en alguna ocasión, supongo, pero aquel día, si bien no lo sabía, la vería por primera vez. Ver es ver. Ver no es ojear. Ver rompe la frente. Entonces yo no era ni grande ni pequeño. Volví a casa a las tantas. Creo que ya no vivía allí. Me encontré a mi padre enfrascado en uno de sus insomnios. Hablamos un poco y, de repente, la tele empezó a emitir la película. La película, como ya saben, habla de la inocencia. De una América de Main Street, y de un joven que quiere comerse la vida a bocados, el cual, por una serie de microdecisiones –no hay decisiones más trascendentes en la vida–, acaba en su pueblo, anclado, haciendo del Main Street el campo de batalla contra el mal. La película explica la última batalla contra el señor Potter, el cacique local, el dueño de medio pueblo. El joven pierde la batalla, aparentemente. Desesperado, intenta acabar con su vida. Un ángel, tan ingenuo e inepto que no cruje, no levanta sospechas en el espectador, le descubre que su vida ha tenido un sentido pleno y constante. Su vida ha tenido el sentido del viento o de la lluvia, esas anécdotas que construyen el paisaje. No se puede pedir más. Finalmente, el joven asume su destino. Quiere vivir. Vuelve a casa, corriendo, alegre, dispuesto a afrontar la ruina, el deshonor, la cárcel. Allí le espera un agente judicial. Pero, en ese momento, todo el pueblo, todo el Main Street, llega a su casa. Son cientos de ciudadanos. Son sus acciones pasadas, las acciones cotidianas del joven, que construía casas y las vendía a bajo precio. Esas personas, lo descubre ahora el joven, pero también el espectador, son su biografía. Todos cantan y ríen. Todos aportan un poco de dinero, el que tienen, y el joven puede zafarse de los planes del señor Potter, en lo que es uno de los triunfos más humildes, sencillos y bellos de la cinematografía de todos los tiempos.
Recuerdo ver todo eso con mi padre. Era como un diálogo con él. Ambos simulábamos que no llorábamos mientras asistíamos a esa película emocionante y diálogo mudo. Uno, en fin, jamás dialoga con su padre. Lo hace a través de películas, de partidos de fútbol, de fenómenos aparentemente anecdóticos. En aquel diálogo profundo comprendí a un joven ingenuo, una historia de amor, el trabajo, el Main Street, ese país, el peso inaudito y sangrante de una familia, el valor pesado de las pequeñas decisiones, las más trascendentes, y el peso asfixiante de la vida cotidiana. Comprendí que quien lo soporta, quien se deja pisotear, sin pisotear, es un héroe. Y comprendí más a mi padre. Un hombre normal. Esto es, un héroe. Lo comprendí más, de forma más absoluta, una, dos semanas después, cuando se reveló lo único que mi padre no me explicó en ese diálogo silencioso e inaudito. Su Gran Secreto.
Una, dos semanas después, en efecto, se produjo el desahucio. Como en la película, vino el agente judicial, pero no vino el todo Main Street. Nadie cantó. Estaba él solo, con sus acciones, sus pequeñas grandes decisiones. La certeza –espero; nunca lo sabré– de haberlas realizado. Lluvia y viento efectivos y, como siempre sucede fuera de la ficción, sin sentido alguno, salvo tu propia erosión. Fuera de la ficción, las acciones suelen no existir. La realidad es la peor ficción posible. Impide, incluso, diálogos silenciosos. Impide. Simplemente. Todo.
Había visto Qué bello es vivir, de Frank Capra en alguna ocasión, supongo, pero aquel día, si bien no lo sabía, la vería por primera vez. Ver es ver. Ver no es ojear. Ver rompe la frente. Entonces yo no era ni grande ni pequeño. Volví a casa a las tantas. Creo que ya no vivía allí. Me encontré...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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