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EL SALÓN ELÉCTRICO

Garzón, el cinéfilo

A pesar de los telefilmes de la hora de la siesta y las series de veterinarios, el cine con mayúsculas se empeña en decirnos que no hay paraísos y más vale no enfrentarse con una Naturaleza en pie de guerra

Pilar Ruiz 15/01/2022

<p><em>Único testigo</em> (1985)</p>

Único testigo (1985)

Peter Weir

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Menosprecio de corte y alabanza de aldea. Así tituló su librito el renacentista Fray Antonio de Guevara, cortesano de Isabel la Católica y predicador real con Carlos I, anti-comunero, perseguidor de moriscos y best seller traducido de inmediato al francés, italiano, inglés y alemán. La apropiación –indebida– de la frase hace estragos hoy en día. Ya son legión quienes abogan por regresar a las esencias de la vida campestre buscando en la aldea una Tierra Prometida más allá de la masificación, el caos y la contaminación de la corte. Un éxodo de conversos al mito del buen salvaje, a pesar del nada roussoniano refranero español: “Pueblo pequeño, infierno grande”. Muchos de estos nuevos creyentes no conocen el campo más allá de una semana santa en una casa rural o un trekking por la sierra más cercana. Montes nevados, bosques verdes, campos feraces. Pueblos tranquilos, habitados por gente amable que se saluda al encontrarse en la tienda de toda la vida, comunidades unidas por la falta de cobertura telefónica, servicios sanitarios, bancos. Sin incendiarios ni furtivos, tampoco balsas de purines, talas indiscriminadas, uso de pesticidas prohibidos, vertederos ilegales ni contaminación industrial. Ni macrogranjas.

A veces la supuesta realidad se sumerge en la ficción mucho más que la propia ficción. Porque a pesar de los telefilmes de la hora de la siesta y las series de veterinarios, el cine con mayúsculas se empeña en decirnos que no hay paraísos y más vale no enfrentarse con una Naturaleza siempre en pie de guerra. Sentimos chafar las esperanzas de tantos hastiados urbanitas por culpa de instituciones fans del barullo turístico, alumbrados navideños, terrazas, pafetos y atascos contaminantes, pero el cine no abona esta viejísima idealización de lo campestre sino todo lo contrario. Con excepciones claro; hay que remontarse a los años de la emigración del pueblo a la ciudad contada por un militante falangista hedillista como Nieves Conde en Surcos (1951) y su visión anti-progreso de rabiosa –muy rabiosa– actualidad. O la de un obseso del paisaje como Terrence Mallick en Días del cielo (1978), aunque cuente cómo obreros y obreras parias ponen en peligro el orden establecido naturalmente por el propietario de una macrogranja. Porque estamos en Texas y allí todo es macro, como bien señala el Western, género especialista en ganadería vacuna de formato inmenso, tamaño manada de cornilargos cruzando el Río Grande. La pelea entre extensivos e intensivos no es nueva: vean sino la infinidad de pelis en las que se enfrentan a tiros en guerras por culpa del alambre de espino, como La pradera sin ley (Vidor, 1955). El macro terrateniente suele aparecer como súper malvado del Oeste, rodeado de pistoleros sicarios encargados de hacer la vida imposible a los pequeños granjeros. De eso va una película gloriosa como Raíces profundas (Stevens, 1953) donde el pistolero outsider se pone de parte del mini ganadero. En cualquier caso, violencia a raudales: otro de los “topos” del género sería el muy rural macro odio entre familias tipo Puerto Hurraco (El séptimo día, Saura, 2004) como en Horizontes de grandeza (Wyler, 1958), expresiva muestra de las costumbres y tradiciones en la América vaciada. De indios, sobre todo. 

Días del cielo (Terrence Malick, 1978)

En la duda quedaría la granjera más famosa de la literatura: Isak Dinesen-Karen Blixen. La granja que tenía en África, ¿era macro o micro? El imperialismo colonial puede dar respuesta a eso: el gobierno británico expropió en Kenia 1 millón de acres, las llamadas “Highlands blancas”. Que opinen los kikuyus obligados a abandonar sus tierras o trabajar para el amo blanco –hut tax–. Entre 1952 y 1961 –anteayer– durante la rebelión Mau-Mau 90.000 kikuyus, fueron ejecutados, mutilados o torturados y 160.000 acabaron en campos de detención (Informe de la Comisión de Derechos Humanos de Kenia, 2011) Pero, ¿quién no se deja atrapar por la maravillosa Memorias de África (Pollack, 1986)?  

Lo cierto es que las narraciones fílmicas prefieren como protagonistas a los ganaderos y agricultores extensivos: hasta para eso del cine muestran mayor calidad. Pero aparecen y desaparecen de las pantallas según ciertos designios industriales. Una de las películas más famosas sobre el choque entre lo urbano y lo rural, Único testigo (1985), tuvo mil problemas para llevarse a cabo, cuando un jefazo del estudio le conminó a su director, Peter Weir: “La Fox no hace pelis rurales”. Por cierto, el policía interpretado por Harrison Ford no se queda entre los amish, que una cosa es acabar con una trama de corrupción de policías asesinos y otra distinta remedar el estilo de vida de hace 300 años de una secta religiosa patriarcal que, entre otras cosas, considera a la mujer como un ser inferior. 

También designios industriales los que ahora dan protagonismo a granjeros, campesinos, ganaderos en una polémica bulímica –atracón de bulo– con resultados eméticos para cualquier estómago sensible a la estupidez y a la obviedad. 

Porque el ministro Garzón no hace más que afirmar cuestiones que la UE, los propios interesados y el cine denuncian. Que tenga cuidado: puede que entre los demás insultos le acusen de ser cinéfilo y eso sí que resulta imperdonable en un político. ¿Pruebas? Ahí está la anterior trifulca del “imbatible” chuletón: de los males del abuso de la carne seguro que el ministro conoce El carnicero (Chabrol, 1970). En esta pesadilla chabroliana obra maestra de todos los géneros, la profesora de un pueblecito más francés que el Camembert se enfrenta a un carnicero en serie. Perdón, asesino en serie. (Aviso a los escandalizados con problemas de comprensión lectora que interpretarán esto como una acusación a todo el sector cárnico: Chabrol no era vegano y los artistas, escritores y otros sujetos de mal vivir solemos utilizar metáforas.) 

Y hablando de canibalismo político, en el menú cinéfilo ministerial no faltará Un hombre lobo americano en Londres (Landis, 1987): todos conocemos la enfermedad-maldición que recae sobre un mochilero yanki en una Escocia profunda repleta de lugareños desabridos que no solo carecen de simpatía; de vez en cuando, aúllan. Respecto de las posibles acciones de este gobierno de coalición: la protección del lobo, ¿es una prueba más de la naturaleza demoníaca del comunismo? 

Efectos secundarios de la ruralización del mochilero.

En esta lista contra lo bucólico estaría el desaforado “alabanza de corte, desprecio de aldea” de Boorman en Deliverance (1972) o cuando los violadores asesinos no son menas sino paisanos igualitos a los que asaltan Capitolios. Pero para transformación rural, Perros de paja (Peckimpah, 1971) donde el matemático encarnado por Dustin Hofmann, acosado por embrutecidos paletos, pasa de pacífico urbanita a bestia feroz. Sobre todo después de que violen a su mujer. Y si no les gustan las bromas, que se vayan del pueblo, decía Gila. 

Hartos de campo.

Lo cierto es que todo son penurias en la vida cinéfilo-agropecuaria, antes y ahora: contra la naturaleza indomable –y el crédito hipotecario– nada pueden hacer los granjeros Mel Gibson y Sissi Spacek en Cuando el río crece (Rydell, 1984). Si los problemas de los campesinos endeudados en los USA no les interesan lo más mínimo y si los de los de los coterráneos, ahí tienen La vida que te espera (Gutiérrez Aragón, 2004). Un retrato de la ancestral forma de vida de los ganaderos pasiegos en torno a la vaca como animal totémico; el ansia de huida a la ciudad de las generaciones jóvenes –a quién se le ocurre– y pasiones rurales como matar a un vecino por una vaca favorita; esas cosas solo pasan cuando el animal es parte de la familia. Así que comparados con un homicidio, los delitos contra el medio ambiente y la destrucción de la economía ganadera tradicional resultan nimios. Carecen de reproche popular quizá por la falta de comprensión de la dinámica capitalista en la población en general y en algunas asociaciones del ramo en particular. 

La vida que te espera (Manuel Gutierrez Aragón, 2004)

Los nostálgicos de ideales tiempos pasados no querrán ni ver otra película ministerial: El árbol de los zuecos(Olmi, 1978), increíble inmersión en la vida de los contadini italianos con estética de Angelus de Millet. Europa, finales del siglo XIX, hombres, mujeres y niños semi esclavizados y comiendo solo polenta –igualita a la borona de maíz, menú único de los campesinos del norte de España–. Porque eso de comer carne a diario es modernísimo: hace menos de cien años el carnívoro era el padrone (Padre padrone, los Taviani, 1977) dueño de los animales, la tierra, de la casa, de los aperos. Hasta de los árboles. Y por si les queda alguna duda sobre recetas tradicionales campesinas pueden echar un vistazo al Japón rural de La balada de Narayama (Imamura, 1983), aunque puede que se les indigeste más que la desaparición del bipartidismo. 

Doblar el lomo según Ermanno Olmi.

Ante la avalancha de declaraciones histéricas que a nada conducen, animamos al sector porcino a querellarse contra Babe, el cerdito valiente (Noonan, 1995), culpable de convertir a generaciones de infantes en peligrosos activistas: “Mami, ¿esta mortadela está hecha con Babe?”. Y la industria avícola puede hacer lo mismo por el stop-motion de Chiken Run: Evasión en la granja (Park y Lord, 2000) y su granja de pollos idéntica a un campo de concentración nazi. Una conspiración de ecologistas, veganos, animalistas y antifascistas contra la libertad de educación de los padres. Luego te salen Gretas como setas. Es probable que el joven ministro también haya sido aleccionado de niño por estas películas, ya decimos que la cinefilia es un demérito de lo más sospechoso para los honrados votantes. ¿Qué se puede esperar de un gremio apesebrado al dictado de su padrone comunista? El sector cultural más rencoroso, pedigüeño y quejica: que si crisis financiera, que si políticas de austeridad –lógicas, razonables– que si pandemia mundial, ¿habrase visto desvergüenza? Steak tartar habría que hacer con los autores de libelos como los citados más arriba para que no puedan quitarles lo suyo a los sectores verdaderamente productivos, de esos que arriesgan y si no pueden competir, echan el cierre. Y aquí podríamos abrir otro melón –español y de Villaconejos–: las traídas y llevadas subvenciones.

¿Melones? Donde esté un buen picadillo de carne roja ministerial… 

 

Menosprecio de corte y alabanza de aldea. Así tituló su librito el renacentista Fray Antonio de Guevara, cortesano de Isabel la Católica y predicador real con Carlos I, anti-comunero, perseguidor de moriscos y best seller traducido de inmediato al francés, italiano, inglés y alemán. La...

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Autora >

Pilar Ruiz

Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).

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