
Un fragmento de ‘Equal-Parallel’ de Richard Serra en el Museo Reina Sofía de Madrid.
Melanie Lazarow (CC BY-NC-SA 2.0)En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Muchos artistas desearían hacer un chiste sobre una obra de arte y, de paso, sobre un director de museo. Barnett Newman lo hizo con rotundidad antimoderna al afirmar que “una escultura es aquello con lo que te tropiezas cuando das un paso atrás para ver un cuadro”. A mediados de los cincuenta, desencantado y en horas bajas, el pintor y escultor estadounidense –uno de los Big Five de la Escuela de Nueva York– había decidido abandonar el taller y marcharse de la ciudad para dedicarse al estudio de la botánica y la ornitología (“la estética es para los artistas lo que la ornitología para los pájaros”), pero al final encontró su vocación secreta como cortador en una sastrería. Entre sus fantasías estaba la de hacerle un traje al director del MoMA, colocárselo como si fuera un maniquí y después mostrarle bruscamente la puerta. Pura “crítica institucional”. Poco tiempo después, Newman recuperó su entusiasmo como artista en su querido taller, llegando a consolidar su fama como defensor de la idea de lo sublime en el arte frente al cinismo de lo que se avecinaba: la cultura de masas y el pop art.
Las fantasías-chistes del artista son las penetrantes metáforas del mañana. El escultor Richard Serra nunca imaginó que la realidad del sistema del arte que encontró en la España de la Movida fuera más terca, gris y pesada que los materiales que suele emplear en sus obras, acero y plomo. Una opinión que probablemente secundaría el escritor Juan Tallón, autor de Obra maestra (Anagrama, 2022), una sátira burocráticamente realista sobre el tinglado que se montó tras conocerse la desaparición de una escultura de Serra de unos almacenes en Arganda del Rey, donde había permanecido arrinconada durante años después de haber sido exhibida en el Reina Sofía, que la había encargado para la inauguración del museo en 1986.
El escultor nunca imaginó que la realidad del sistema del arte que encontró en la España de la Movida fuera más terca, gris y pesada que los materiales que suele emplear en sus obras
En 2006 salta la noticia de que el conjunto escultórico creado por Richard Serra titulado Equal-Parallel/Guernica-Bengasi se ha esfumado –con sus pesadas treinta y ocho toneladas de hierro– de la manera menos bucólica y heroica. Es entonces cuando Tallón le da vueltas a la idea de escribir una novela sobre el asunto, planteando su desaparición como un misterio que el lector pudiera desentrañar a través de los testimonios (algunos maquillados o inventados) de 73 personajes de lo más variopinto: un chatarrero, un vigilante jurado, un jubilado, directores de museo, periodistas, críticos y comisarios, la jueza que instruyó el caso, hasta un terrorista. Lo más relevante de la lectura de esta “novela ficticia” es que es exactamente lo que evoca, el retrato –más bien una mancha de Rorschach– de un país de figuras, instituciones y encuentros sociales con resplandores contradictorios, con esa familiar combinación de barroquismo y miseria pública. Al final, se buscará una fórmula para contener el desprestigio que produce un suceso de estas características: crear una copia como original. Se trata de una solución tan artificiosa y ajena al nudo exegético que la propia desaparición provoca que termine siendo una muestra más de la legendaria afición patria por la simulación.
Entre los testimonios de profesionales del mundo del arte recogidos por Tallón, el único que aporta un perfume diferente dentro del cocido castellano es el de la persona que encarga la pieza a Serra, la conservadora de arte Carmen Giménez:
“(Tras su exhibición en el Reina en 1986) yo me negué a que el museo la adquiriese en propiedad. Era absurdo, pero se impuso el criterio contrario. El plan no era quedárnosla, porque el Reina Sofía necesita espacio y tú no puedes condenar una sala tan grande a ser una sala de Richard Serra para siempre. Equal-Parallel fue creada para un momento y para un espacio. Fuera de ahí perdía su fuerza, su sentido, su naturaleza, ya no era la misma obra. Entonces, ¿para qué comprarla?, ¿para después enviarla al almacén, y del almacén a una nave industrial, que es lo que acabó pasando? Menudo desperdicio (…) Era una obra maestra, se gastó mucho dinero en el montaje –treinta y seis millones de pesetas–, pero era imposible exhibirla permanentemente. De no comprarse esa obra, se habría destruido. Y no habría pasado nada. Richard está acostumbrado a hacerlo todo el tiempo. Hace exposición tras exposición, y al acabar muchas obras se destruyen, porque él así lo quiere, y cuando desea volver a exhibirlas, las fabrica de nuevo. No significa que la obra desaparezca para siempre”.
Muchos de los trabajos de Serra son procesos de desaparición: el objeto disuelto en el campo escultórico que se percibe en el curso del tiempo
En efecto, así había ocurrido unos años antes con otra escultura de Serra, House of Cards, reeditada para el Museo de Bellas Artes de Bilbao (se había exhibido en 1969 en Nueva York) para la muestra colectiva Correspondencias (1982). La obra se componía de cuatro placas de plomo de doscientos kilos cada una, erigidas con puntos de contacto entre ellas sólo en sus esquinas superiores, que se destruyeron una vez clausurada la exposición.
Muchos de los trabajos de Serra son procesos de desaparición: el objeto disuelto en el campo escultórico que se percibe en el curso del tiempo. En el conjunto escultórico La materia del tiempo que se exhibe en el Guggenheim Bilbao, la obra no es propiamente las siete elípticas y espirales que vemos magníficamente protegidas del emoliente brillo del edificio de Frank Gerhy, sino las que nosotros “hacemos” en nuestro deambular impredecible por los pliegues del acero corten y que parecen mutarse en carne entre el eros y la memoria cultural de la ría de Bilbao.
Al igual que otros escultores postminimalistas (Robert Morris, Eva Hesse), Serra retuvo la categoría de escultura lejos de las premisas de la modernidad, abriéndola a la relación entre el campo escultórico y el espectador que se mueve en ese espacio. El ataque a la verticalidad de la escultura por parte de aquellos artistas tuvo consecuencias nunca vistas: la degradación física y simbólica del material remitía a lo escatológico, al desecho, a las condiciones industriales de la sociedad moderna.
Serra trabajó en acerías durante su juventud. Él mismo recuerda los paseos por la bahía de San Francisco y en los astilleros, donde su padre trabajaba como fontanero. El momento de la botadura de un petrolero es su magdalena:
“Era desproporcionadamente horizontal, y para un niño de mi edad (tenía cuatro años) tan grande como un rascacielos tumbado sobre un costado. Recorrimos el arco del casco, contemplando la gigantesca hélice de bronce. De pronto, un súbito despliegue de actividad, las escoras, puntales, calzos de madera, pértigas, cuñas de la quilla, todos los materiales de contención fueron retirados, se soltaron los cables, se liberaron los grilletes de la proa (…) El miedo y el asombro que sentí entonces permanecen. Toda la materia prima que necesito está contenida en ese recuerdo. Estaba ante un objeto pesado que podía convertirse en algo ligerísimo. Aquellas toneladas eran capaces de transformarse en algo lírico”.
La escultura se había pasado la mayor parte de su vida depositada en el exterior de la nave de Macarrón S.A.
De ahí la importancia de los procesos que ocurren en la fabricación de la obra y que le permiten al artista desplegar las propiedades inherentes del material (el peso, la densidad, rigidez), entender la escultura como una “construcción” capaz de provocar el movimiento físico del espectador. La obra se transforma en una cosa “poseída”, bailada por el observador mientras la niega como forma cerrada, pura, estable.
Para entender esta lógica escultórica, conviene recordar dos piezas fundamentales en la larga trayectoria de Richard Serra, que más que un inventario de formas son una lista de actitudes, todos verbos transitivos (cortar, separar, plegar, torcer, partir, soltar, chafar) que conducen a la desaparición del volumen, como debió de ocurrir, quién sabe por quién y dónde, con la obra ‘Equal-Parallel’, pero esta vez como el chiste de Newman, pues la escultura se había pasado la mayor parte de su vida depositada en el exterior de la nave de Macarrón S.A. –empresa especializada en el montaje de exposiciones y almacenamiento– abandonada a la intemperie con la única protección de una lona azul y probablemente entorpeciendo el trasiego de gentes y máquinas.
La primera es Mano cogiendo plomo (1969), una película repetitiva de tres minutos en blanco y negro donde se ve, en el lado derecho y llenando casi por completo la pantalla, una mano y un antebrazo en su intento de coger una serie de trozos de metal que en su caída atraviesan de arriba abajo el espacio de la imagen. El ritmo entre mano abierta y puño cerrado, es la única puntuación de la sucesión espacio-temporal de la película. La secuencia de la mano separada del cuerpo, concentrada afanosamente en su tarea de coger el plomo, no tiene clímax. El artista no considera en absoluto el “éxito”, ya que la pieza es el proceso, el tiempo de la película es el tiempo de la operación, como ocurre en la escultura realizada aquel mismo año, Fundición, que consiste en el procedimiento repetido de echar plomo fundido en el ángulo entre el suelo y la pared y retirar la forma endurecida hacia el centro de la habitación, resultando la acción una secuencia de bandas de plomo parecida a las olas del mar en su camino a a la orilla.
La segunda obra es Tilted Arc (1981-1989) y, a diferencia de Equal-Parallel, consiguió abrir un debate ciudadano sobre el lugar de la escultura en el espacio público. Resumidamente, los hechos transcurrieron así: en 1979, bajo la administración del presidente Carter, el programa Art in Architecture encarga a Richard Serra una obra para colocar frente a un edificio de oficinas gubernamentales, en una anodina plaza semicircular conocida como Federal Plaza. El artista crea una larga plancha de acero corten de 36 metros de largo y 3,7 metros de alto que se sostenía exenta y perpendicularmente sobre el suelo. Ligeramente combada en arco, dirigía sus extremos hacia el edificio de oficinas federales y la sede de la cámara de comercio, respectivamente, bloqueaba la vista desde los edificios, entorpeciendo también el tráfico peatonal de entrada y salida de las oficinas. Su presencia herrumbrosa contrastaba además con la arquitectura de los edificios circundantes, que combinaban historicismo y estilo internacional. Tilted Arc era una escultura que claramente interrumpía el discurso estético, espacial e ideológico del lugar. Era una nota discordante en la trama urbana, era agresiva, un “enemigo público” capaz de favorecer nuevas lecturas sobre el papel de la escultura en el espacio público.
No tardaron en surgir las protestas. Críticos, artistas, políticos, transeúntes, consideraron, en el mejor de los casos, anómala la colocación de la obra en el contexto. Enseguida se generó un debate entre partidarios de mantenerla en “su lugar” (el artista la concibió como un site-specific) y los que pedían su desmantelamiento. Unos cuantos años más tarde, las autoridades tomaron cartas en el asunto. Ante la negativa de su autor a trasladarla a otro emplazamiento, el asunto se “judicializó” y finalmente se decidió desmantelarla. La mayoría de los argumentos condenatorios coincidieron en destacar lo molesto de su ubicación, otros fueron descalificaciones de tipo estético, era “un objeto de hierro oxidado, una barricada antiterrorista y que como tal parece parte integrante de nuestro programa de choque para proteger los edificios del gobierno de los Estados Unidos contra actividades terroristas” o que la pieza “invitaba a los vándalos a escribir grafitis sobre ella. De hecho se han visto a vagabundos mear ahí”.
Tilted Arc fue retirada ocho años después de su inauguración. La única similitud que guarda con la obra que Serra llevó al Reina Sofía en los ochenta es el hecho de que, sin pretenderlo, su desmantelamiento/desaparición acabó siendo “la obra de arte”. Si bien la pieza neoyorquina tenía el valor intrínseco de expresar un contradiscurso en la ciudad, pues el espacio público nunca podía ser neutral ni uniforme, Equal-Parallel y sus posibles metáforas exigen, aún hoy, unas normas de decencia y transparencia administrativas, además de señalar el carácter obstructivo, no tanto de la escultura, sino de la institución. Sin pretenderlo, Serra le hizo un buen traje a la dirección del museo.
Muchos artistas desearían hacer un chiste sobre una obra de arte y, de paso, sobre un director de museo. Barnett Newman lo hizo con rotundidad antimoderna al afirmar que “una escultura es aquello con lo que te tropiezas cuando das un paso atrás para ver un cuadro”. A mediados de los cincuenta,...
Autora >
Ángela Molina
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