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14 centímetros es la medida física, sobre el cuerpo de mi hija, de los casi dos años que han pasado entre el primer confinamiento, en marzo de 2020, y este estruendoso febrero de 2022. Esos 14 centímetros que ha crecido encierran toneladas de amor materno y de vivencias únicas que quedarán grabados de algún modo en esa extraña forma de medir el tiempo que tienen nuestros cuerpos: lo que llamamos ‘crecer’ cuando somos niños y ‘envejecer’ cuando somos adultos.
Su cuerpo es aún un folio en blanco donde la vida dibuja recuerdos por primera vez y el mío ya va camino de ser un cuaderno usado lleno de apuntes y garabatos que pronto alguien comenzará a definir como viejo. Igual que hubo un día en que alguien me llamó señora y a mí me dio un ataque al corazón porque yo aún me veía frente al espejo como una adolescente, llegará un día en que a mi hija alguien la llamará adolescente y ella sonreirá divina y yo me querré morir ante el avance indestructible del tiempo.
Pero para que todo eso ocurra, ella habrá tenido que superar algunos traumas que quedarán cincelados en esos 14 centímetros y que marcarán a toda su generación.
Hasta que la covid-19 no te toca de cerca te refugias en informaciones, estadísticas, números que de alguna manera construyen un sólido muro entre nosotros y el bicho. Pero cuando el virus se te mete en casa, esos miles de artículos que hemos consumido en dos años se vuelven lejanos y lo primero que te asalta es el miedo. Ya no son unos números recitados en letanía en los telediarios, tu hija y su fiebre no son una estadística anónima, como tampoco lo es tu tía de 86 años ingresada sola en un hospital en la misma semana en que tu hija resulta positiva. Ambas dejan de ser titulares de periódico para convertirse en tu cabeza en protagonistas de películas como Contagio, peli estrella sobre pandemias.
El miedo es espeso y agrio, se anida impertérrito sobre tu estómago y te tritura la espalda, y da igual que llame a tu puerta dos años después desde la aparición del virus, ahora que se supone que “esto es otra cosa”, porque de repente, esos números que veías en el telediario te miran directamente a los ojos y las cerca de 7.000 personas que han muerto en Italia en enero de 2022 se te aparecen en sueños.
Sin duda en mi familia hemos tenido suerte. Ver crecer a mi hija sin que el virus nos rozase ha sido una bendición. Pero en esos 14 centímetros de niña que ha pasado de 6 a 8 años viviendo un 70% del tiempo encerrada en casa han quedado cicatrices. Dos años asistiendo a la escabechina diaria de la covid tienen que dejar rastro, igual que lo dejan las guerras, o el hambre. Toda una generación de niños está creciendo asustada. Seguramente no es comparable al estallido de una granada junto a tu puerta, pero no hay nada sano en este encierro perpetuo, en esta vida relegada a pocos encuentros, en este medir constantemente las distancias y en ese quedarse en casa durante largas temporadas porque afuera pasa algo que te puede hacer daño, si no a ti, a alguien cercano a ti. Los niños resisten mucho más de lo que creemos y hasta cierto punto han sido ciudadanos ejemplares de esta pandemia: creo que mi hija y sus amigos son los únicos a los que no he oído quejarse de tener que llevar mascarilla. Hay que hacerlo y se hace. Pero sufro por lo que puede estar cocinándose en su cabeza. Por eso verla estallar en lágrimas mientras me dice que no me quiere contagiar porque yo soy una adulta y me puedo morir me rompe el corazón. Aunque ella sepa que la vacuna a mí me ayuda a no contagiarme, o a evitar caer gravemente enferma y por eso llevo meses explicándoselo, es tan humana como yo, y el miedo también se asoma a su ventana.
Confinarla en un cuarto como te dice el médico y no abrazarla ni achucharla resulta anti-natural para una madre y dudo mucho que ninguna estemos siguiendo los protocolos covid como deberíamos, porque la teoría de cómo lidiar con un positivo es una cosa, pero la realidad nunca concuerda con ella. Y si tu hijo pequeño está enfermo lo abrazas. “Al fin y al cabo, no es ébola”, piensas, y rezas para que no te contagie.
Hay otras teorías que por desgracia tampoco se corresponden con la realidad de esta pandemia. Por ejemplo, en teoría uno pensaría que una mujer de 86 años no puede pasarse tres días tirada en una camilla en urgencias como ocurría en el principio de la pandemia en 2020, y menos ahora que la covid ya no es “lo de antes”. Pero la realidad es que mi tía lleva tres días tirada sola en un pasillo de urgencias porque no hay camas libres en los hospitales públicos de Roma para atenderla en condiciones. ¿Cómo digerimos eso? ¿Y cómo lo digerirá mi hija, que ya está en esa edad en que afila la oreja y escucha absolutamente todo lo que se habla en casa?
Cuando antes de la pandemia invitaba a mi hija a ir al parque salía disparada. Ahora hay que convencerla de que ahí fuera se está mejor que en casa
Recuerdo que cuando nació comencé a mirar a las personas con una curiosidad nueva: ¿es realmente posible que ese señor antipático que hoy me ha gruñido en Correos haya sido al principio de su vida una miniatura comestible con olor a panettone como mi bebé? ¿Esa señora que a duras penas puede subirse al autobús fue también un bebé amoroso que al mirarlo te hacía sonreír? ¿Qué nos ocurre para que nos convirtamos, por ejemplo, en seres egoístas como los antivacunas? Todo en la vida nos marca y contribuye a convertirnos en las personas que somos.
Envejecer es tremendo, probablemente lo más difícil que te pone la vida por delante. Y en nuestro egoísmo adulto creemos que para los niños hacerse mayor es fácil y divertido, pero creo que también para ellos tiene algo de traumático, y en este contexto pandémico, aún más. Nos lo ha dejado claro esa epidemia de problemas de salud mental que acosa ahora a los adolescentes. Pero los niños más pequeños también arrastrarán secuelas, aunque aún no sabemos cuales. Cuando antes de la pandemia invitaba a mi hija a ir al parque salía disparada. Ahora hay que convencerla de que ahí fuera se está mejor que en casa. Su mundo se ha hecho más pequeño, su horizonte también, apenas ha visto a sus amigos en dos años y me preguntó qué ocurrirá con su curiosidad, sus aspiraciones, sus deseos, su capacidad para ser independiente, exploradora, atrevida si los próximos inviernos siguen siendo como los dos últimos, y sí, ya hemos entrado en el tercero.
Me queda el consuelo de haber estado mucho más cerca de ella de lo que habría estado sin pandemia, de haber tenido que inventar mil nuevos modos de entretenernos entre cuatro paredes sin recurrir continuamente al ordenador o el teléfono, esos objetos a los que todas las madres nos agarramos al principio de la pandemia y que pronto tuvimos que aprender a dosificar conscientes de que, si no, íbamos a reventar el cerebro de nuestros hijos. Es probable que madres menos afortunadas que yo y que no han podido estar tan cerca de sus hijos a causa de sus condiciones laborales no hayan podido evitar esas sobredosis. Nadie puede culparlas.
Lo único que espero es que en los huesos de mi hija también se hayan grabado las pequeñas cosas buenas que sí ha traído la pandemia: nos hemos abrazado y achuchado hasta el infinito, hemos aprendido a decir te quiero, perdón, lo siento, porque son palabras esenciales para convivir en casa, pero sobre todo en la vida. Y también espero que haya aprendido lo importante que es sacrificarse por el bien común, porque eso es vivir en sociedad y esto para mí es la mayor lección de esta pandemia. Muchos niños se olvidarán de que hubo un tiempo en que no pudieron visitar a su abuela sin estar vacunados, o sin hacerse un test para evitar ponerla en peligro, pero otros lo llevarán grabado para siempre en alguna parte de su memoria y quizás esa experiencia, aplicada a la vida, contribuya a convertirles en personas generosas, que no pondrán el yo por encima de todo lo demás como aún vemos con el mundo anti vacunas. En 14 centímetros de niño cabe un mundo y, pese a las cicatrices, algunas cosas buenas también quedarán tras la covid-19.
14 centímetros es la medida física, sobre el cuerpo de mi hija, de los casi dos años que han pasado entre el primer confinamiento, en marzo de 2020, y este estruendoso febrero de 2022. Esos 14 centímetros que ha crecido encierran toneladas de amor materno y de vivencias únicas que quedarán grabados de...
Autora >
Barbara Celis
Vive en Roma, donde trabaja como consultora en comunicación. Ha sido corresponsal freelance en Nueva York, Londres y Taipei para Ctxt, El Pais, El Confidencial y otros. Es directora del documental Surviving Amina. Ha recibido cuatro premios de periodismo.Su pasión es la cultura, su nueva batalla el cambio climático..
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