Crónicas partisanas
El fin de todo
Una cultura que renuncia, en nombre de la guerra, a pedazos de sí misma ya está muerta
Xandru Fernández 6/03/2022
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Las cosas no son nunca exactamente como nos las cuentan, pero a veces nos las cuentan muy bien. A nosotros nos contaron que Solaris, la adaptación cinematográfica que hizo Andrei Tarkovski de la novela de Stanislaw Lem, pretendía ser la respuesta soviética al éxito internacional de 2001: A Space Odyssey, de Stanley Kubrick. La guerra fría servía para explicarlo todo, y, haya o no algo de verdad en lo de la “respuesta soviética”, lo cierto es que a Tarkovski las autoridades de su país se lo pusieron en esta ocasión un poco más fácil que de costumbre, aunque eso no sea decir demasiado. En Cannes, Solaris fue recibida con aplausos y premios. Era 1972, el mismo año en que el estadounidense Bobby Fisher le arrebataba al soviético Boris Spasski el título de campeón mundial de ajedrez. Cincuenta años más tarde, la Filmoteca de Andalucía ha retirado Solaris de su programación, amparándose en el boicot antirruso promovido por la Academia Europea de Cine.
Cada vez tengo menos claro que los boicots sirvan para algo, pero los comprendo y alguna vez los he apoyado (aunque dudo que vuelva a hacerlo en el futuro). En todo caso, me cuesta entender en qué medida la invisibilización del cine ruso (de la cultura rusa, en general: hace unos días la Universidad de Milán suspendía una conferencia sobre Dostoievski) puede hacer pupa en las arcas de Putin. Esto no es un boicot, sino puro papanatismo: parte de un juego de lenguaje consistente en demonizar al enemigo por todos los medios, el mismo juego de lenguaje en el que cobra sentido calificar todas las acciones de la resistencia ucraniana como “heroicas”. Con ello se consigue mantener en tensión a los espectadores de esta guerra, a quienes no se ha movilizado más que como observadores y posibles jueces de un espectáculo de masas. Todo se ha vuelto símbolo: guerra de colorines para estrategas de sofá.
Casi cincuenta años duró la Guerra Fría. En Estados Unidos, igual que en España o en el Reino Unido, la Unión Soviética era el mal, y claro que hubo episodios de rusofobia, pero en conjunto, si tenemos en cuenta la duración del conflicto, podemos estar bastante orgullosos de que a Stravinski no le tiraran piedras por la calle en California, donde vivía. Ni se las tiraron en Moscú cuando el gobierno soviético le invitó en 1962. Nadie evitó que Mick Jagger leyera a Bulgakov en Londres, y gracias a eso podemos tararear “Sympathy for the Devil”. De hecho, Occidente se vanagloriaba de no prohibir: eran los otros, los malos, los que censuraban.
Las cosas han cambiado. La tensión ideológica propia de la Guerra Fría ha quedado sepultada bajo nuevas formas de intolerancia cultural: los mismos clichés que ensayamos durante décadas contra el islam, los mismos que nos sirvieron para invisibilizar sociedades enteras como si en ellas no hubiera más que desiertos y camellos, se emplean ahora como arma de guerra simbólica para trazar, de nuevo, la frontera entre nosotros y los malos. Tarkovski ha quedado del lado malo de la historia. A nadie parece importarle que huyera a Suecia y rodara allí su última película, Sacrificio, meses antes de morir en París.
Solaris no me gusta demasiado. Creo que es la peor película de uno de mis cineastas favoritos. Por el contrario, Sacrificio es una de sus obras maestras. Trata de un hombre que ofrece en sacrificio todo lo que posee (su casa, su familia, su propia cordura) a cambio de que cese la guerra nuclear que ha estallado ese mismo día. No exactamente a cambio de que cese: a cambio de que no haya tenido lugar, a cambio de que todo vuelva a ser como era cuando amaneció. Un milagro, el de la vuelta atrás, que al final parece obrarse, aunque las consecuencias, para su protagonista, sean la destrucción de su casa y su propia locura.
No tengo demasiadas dudas al respecto: quemaría toda la cultura rusa a cambio de la vida de una sola persona, y vería arder Solaris y Los hermanos Karamazov con la misma indiferencia con que el protagonista de Sacrificio ve arder su propia casa. Pero no hay milagros y Tarkovski lo sabía: en el fondo, Sacrificio no trata del apocalipsis nuclear, sino de cómo justificar la propia vida cuando estás a las puertas de la muerte. Pero también es una película sobre el apocalipsis nuclear, en la medida en que este sigue siendo el símbolo más perfecto y demoledor del fin de todo. Empezando por el fin de la cordura: ¿de qué podría arrepentirse una especie entera cuando se halla al borde de la extinción? Como cualquiera de los individuos que la componen: de no haber vivido más, de no haber experimentado más, de no haber aprendido más. Una cultura que renuncia, en nombre de la guerra, a pedazos de sí misma ya está muerta. Ya ha sustituido la complejidad por la simpleza, el debate racional por la consigna. Tardará en comprender que, en lugar de amordazar a Dostoievski, tendría que haber abierto canales de comunicación con los miles de personas que en Rusia se enfrentan a penas de prisión y a saber a qué más por oponerse, como nosotros, a la invasión de Ucrania. No las ayudaremos quitando su cine de nuestras pantallas.
Las cosas no son nunca exactamente como nos las cuentan, pero a veces nos las cuentan muy bien. A nosotros nos contaron que Solaris, la adaptación cinematográfica que hizo Andrei Tarkovski de la novela de Stanislaw Lem, pretendía ser la respuesta soviética al éxito internacional de 2001: A...
Autor >
Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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