GASTROLOGÍA
Comida basura & política basura
Yo juraría encima de lo que quieran que, incluso si a los niños no les encanta, se van a comer ese menú que les sirve la Comunidad de Madrid porque no hay otro, no tienen otro, no pueden elegir
Ramón J. Soria 30/04/2020
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Me encanta la comida basura. También llamarla así: “basura”, me encanta. Me gusta de cuando en cuando guarrindonguear, como dice el gran cocinero David de Jorge “Robin Food” cuando se hace un bocata de anchoas con crema de cacao. Se enfadarán conmigo los dueños de las marcas de fast-food o sus franquiciados pero lo que venden está en el otro extremo de la dieta mediterránea, también de la dieta atlántica, pacífica y antártica. Me encanta la comida basura porque puedo elegir, de cuando en cuando, con conocimiento de causa y sin mala conciencia –ya he superado hace años la fase del “placer culpable”–, tragar una gran pizza con chorizo y piña en caja de cartón, una macrohamburguesa XXL e YZ, en ambos casos con doble de patatas prefritas en aceite de algo y refresco con medio cañaveral cubano metido dentro.
Luego, el resto de días, casi todos los días, el mono loco que llevo dentro prefiere comer lentejas, rinranes de tomate, pescados de todas las especies, frutas del árbol de la ciencia y también del naranjo y del cerezo, un montón de escarola, otro montón de coliflor rebozada, arroces con todo tipo de cosas de colores, quesos que huelen a pies, endivias a mordiscos, huevos fritos y pan con chorreones varios de aceite de oliva. En este mundo en el que hay 1.300 millones de personas pobres en todos los sentidos de la palabra, que no tienen ingresos, acceso al agua potable, alimentos suficientes para la familia o electricidad. En un país, este, España, en el que había, antes de “la peste”, cerca de 12,2 millones de personas en riesgo de pobreza o exclusión social, con dificultades para llenar la nevera, con dificultades para pagar el recibo de la luz para mantener encendida la nevera (datos INE-Eurostat). En este mundo, yo soy un privilegiado. Hoy aún más privilegiado porque todos estos datos, a día de hoy, son mucho más graves.
Y por ahora soy un “privilegiado”, sí, porque puedo comer, elegir qué comer, a veces hasta no comer y hacer dieta. Puedo elegir qué comprar en un supermercado bien provisto, cocinar esos buenos alimentos y luego contarlo aquí, como Josep Pla en su Lo que hemos comido.
Puedo comer, elegir qué comer, a veces hasta no comer y hacer dieta. Puedo elegir qué comprar en un supermercado bien provisto, cocinar esos buenos alimentos y luego contarlo aquí
Privilegiado, y además me reconozco muchas veces vago, casi miserable, porque mis militancias sociales y periodísticas no van más allá de esto, de luchar y soñar con que la gente tenga para comer variado, sano, rico, que tenga fuego para cocinar la comida, calentarse, iluminar la noche y que no viva en la angustia de la nevera vacía, de la despensa a la que va el hijo para encontrar poco, a veces nada, o que la gente no tenga la pesadilla del recibo de la luz pendiente.
La única revolución salvaje a la que aspiro ya es a esa, que a nadie falte eso: buena comida, agua limpia, casa. Otros aquí y allá luchan por un sistema educativo y sanitario público que nos mantenga la inteligencia y la salud. También por la libertad. También por un poco de sol a ratos. Y de lluvia. Y trabajo, porque si no hay trabajo suele faltar todo lo demás. Pero yo no. A mí sólo me duele que la gente no coma, coma poco, coma mal. Por eso les decía que soy bastante miserable, cobarde, vago. Lo digo sin retórica. Lo soy, mi lucha social, ética, ideológica sólo es esa. Por eso me puse a llorar cuando en medio “del cierre por defunción de todo”, en medio de esta “peste”, me enteré de que 11.500 alumnos con beca de comedor, de los que sus familias reciben la renta mínima de inserción, tendrían un menú diario a través de dos empresas de comida rápida, de fast food, de comida basura, de esa que a veces me gusta tanto comer porque yo, lo repito otra vez, puedo elegir comer lo que me da la gana. Pero no me podía creer que quien había seleccionado a estos proveedores de alimentos era Madrid, la comunidad autónoma más rica de España, con el PIB per cápita y los ingresos más altos del país; de un país, España, que más toneladas de alimentos frescos, variados, de calidad (y baratos) produce de Europa.
No me podía creer que quien había seleccionado a estos proveedores de alimentos era Madrid, la comunidad autónoma más rica de España, con el PIB per cápita y los ingresos más altos del país
No me podía creer, no me podía creer, no me podía creer porque aún hoy me resulta increíble que la Comunidad de Madrid ofreciera para comer todos estos días de cuarentena un menú infantil de: “hamburguesas, nugget, pizzas, pasta con tomate, sándwiches patatas fritas, refrescos azucarados”. Sí, también había “ensalada mediterránea”. Así todos los días, un días tras otro, una semana tras otra, durante más de cuarenta días, por ahora, seguro que muchos día más. La verdad es que he llorado de vergüenza ¿cómo era posible? Luego argumentaron para tapar esta locura que esa dieta basura cumplía los requisitos de una “dieta semanal equilibrada tipo”, que no tenía un exceso de calorías, que estaba “diseñada” para que no tuviera ninguna carencia y además había sido aceptada por el Ministerio de Sanidad. ¿De verdad? ¿tenemos que creernos eso? ¿nuestro empacho de fake news acepta ya hasta esa postverdad nutricional? ¿Esas mentiras las aceptamos todos?
Llevamos ya muchas décadas de pedagogía sobre la dieta mediterránea, de lucha y orgullo por un estilo de comida y de cocina saludable, variado y rico. Una dieta cuyos ingredientes son frescos y suelen ser baratos, la forma de cocina no es sofisticada, los alimentos los cultivan y producen nuestros agricultores y ganaderos. Para la mayoría de los españoles es un pequeño orgullo comer y cocinar así, que vengan millones de personas de fuera y quieran aprender a cocinar y a comer así. Nuestra gastronomía, nuestra cultura culinaria es nuestro pequeño tesoro. El fast food no lo es.
Pero Ayer Díaz Ayuso defendía en la Asamblea de la Comunidad la decisión de su Gobierno con sólidos sensatos y ordenados argumentos nutricionales: “A ningún padre le parece mal”, “ensalada mediterránea, pops de pollo, hamburguesa de pollo infantil y otro día pizza... y Coca- Cola. Yo juraría que a la mayoría de los niños les encantan”. “Seguramente a ustedes no les guste y no se las hayan comido en la vida pero a los ciudadanos y a los niños... Juraría que al 100% de los niños les encanta”. Y sonreía, ironizaba, le resbalaba la sarta de post verdades. Docenas de empresas de catering cocinaban menús variados antes de esta “peste” y no entiendo por qué la pandemia obligaba a la Comunidad de Madrid, la más rica de España, del país que más alimentos de calidad y en cantidad produce de Europa, a reducir la dieta de 11.500 niños al fast food de tres empresas.
Y no lo entiendo, no lo entiendo, no lo entiendo, no lo entendía antes ni lo entiendo ahora. Yo juraría como ella, encima de una biblia de Gutemberg, lo que ustedes quieran. Por ejemplo que ella, Diaz Ayuso, es como yo, y ha comido alguna vez, de cuando en cuando, cuando le da la gana, sin placer culpable, un pizza de chorizo y piña, albondiguillas de despojos de pollo, puré de carne entre dos panes y una litrona de refresco, todas esas guarrindongadas que a veces nos cuenta David de Jorge por la tele entre risas. “¡A los niños les encanta!”. Yo juraría encima de lo que quieran que incluso si no les encanta nada de nada esos niños se van a comer ese menú, porque no hay otro, no tienen otro, no pueden elegir. No tener para comer es bien jodido, aunque ella no lo sabe, ni puede imaginarlo, ni aunque utilizase toda su concentración y todas sus neuronas puede entenderlo, porque si lo entendiera, si supiera lo que es estar comiendo más de cuarenta días ese tipo de menú no tendría el valor, la vergüenza, la dignidad ni el humor para salir a defenderlo con ese desparpajo. Porque si lo hace así, con conocimiento de causa, es que es una mala persona.
Con la comida no se juega, no se hacen gracias y no se ironiza cuando hablamos de la comida de otros, de la necesidad de otros, mejor no reírse. Ha vuelto a España el discurso de la “caridad”, aplaudimos los comedores sociales, los repartos de alimentos que hacen muchas Ongs, de la lucha de muchos ciudadanos por intentar paliar de alguna forma la necesidad de sus vecinos. Pero este Gobierno ha puesto encima de la mesa el otro discurso, el de la “justicia social”, el de que un Estado europeo, desarrollado, moderno y rico no puede permitir que algunos de sus ciudadanos no tengan para comer, pagar la luz, alojarse y que dependan de nuevo de la caridad o la buena voluntad de quién sabe.
Sé que es un discurso viejo, desgastado, manido, centenario, una aspiración utópica que incomoda a muchos, pero es el mío, mi aspiración y mi sueño, ya les he dicho que soy bastante miserable, cobarde y vago, porque sólo hablo de comida. Sólo escribo de comida. Sólo me preocupa la comida. A los niños les encanta. Y a los mayores, a más de 12,2 millones de personas aquí, a 1.300 millones de personas un poco más allá ¿les damos una pizza? ¿un poco de comida basura? ¿un poco de política basura?
Me encanta la comida basura. También llamarla así: “basura”, me encanta. Me gusta de cuando en cuando guarrindonguear, como dice el gran cocinero David de Jorge “Robin Food” cuando se hace un bocata de anchoas con crema de cacao. Se enfadarán conmigo los dueños de las marcas de...
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Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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