Crónicas partisanas
Verdades por la espalda
En una guerra, la proliferación de mentiras, falsedades y propaganda hace trizas la común preocupación por distinguir lo real de lo falso
Xandru Fernández 13/03/2022
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La primera víctima de una guerra es la verdad, decimos. Y lo decimos tantas veces que ni lo dudamos. Pero no es así: las primeras víctimas de una guerra suelen ser personas de carne y hueso, con nombres y apellidos, con historias familiares. Hay que estirar mucho el sentido figurado para llegar a comprender en qué medida la verdad podría ser una víctima. En el mejor de los casos, nos da para afirmar que, en una guerra, la proliferación de mentiras, falsedades y propaganda hace trizas la común preocupación por distinguir lo verdadero de lo falso. Solo hasta ahí es acertado decir que la verdad sea una víctima. En todos los demás sentidos, la verdad es un arma. Las verdades, en plural: proyectiles invisibles, inaudibles y hasta cierto punto indoloros, pero letales.
Ojalá todo fuera tan sencillo como desmontar falsedades y mentiras. La verdad resplandecería por sí misma en cuanto se nos cayera la venda de los ojos. Delicioso, pero absurdo: las verdades, cuando resplandecen, nos ciegan. Solo tenemos ojos para ellas, todo lo demás queda en penumbra, nos pasa inadvertido. Lo cierto es que, lejos de matarlas, la guerra fabrica verdades. Y ese es justo el problema: que cada verdad compite con las demás, tiende a anularlas no por falsas sino por banales. Cada verdad quiere ser única.
La guerra de Ucrania ha generado tantas verdades que, en comparación, las mentiras dan un poco de pena. Pena y miedo, también. Cuando alguien te dice que Putin es comunista, es normal que te compadezcas de él, por su invalidez cognitiva, pero también está justificado que se te hiele la sangre si te paras a pensar en el cinismo que hace falta para sostener una idiotez semejante sin parpadear. Así son las mentiras de la guerra: burdas, sonrojantes, fáciles de refutar, pero persistentes. En cambio, las verdades son todo lo contrario: elaboradas, demasiado elaboradas, contundentes, pero fugaces. Como relámpagos que iluminan el cielo unos instantes, que se dibujan con toda claridad en el firmamento antes de desaparecer. Les sigue un trueno de aplausos y abucheos y enseguida está todo listo para una verdad diferente, que no destruye la anterior, pero la relega al olvido.
Por cada una de esas verdades hay un coro de defensores y otro de detractores y ni siquiera podemos distinguirlos o enfrentarlos por su grado de adecuación a los hechos
Cada verdad tiende a su alrededor un velo de ignorancia. Si nos descuidamos, solo vemos el velo. El velo implica que intentemos parar una pandemia sin tener en cuenta el poder y las complejidades de la industria farmacéutica. El velo también implica que queramos detener una guerra silenciando la existencia de la industria armamentística y los intereses millonarios que la mueven. Obviamos también que no hace falta mentir ni que te mientan para tomar decisiones equivocadas. Joe Biden acaba de decir que una guerra de la OTAN con Rusia sería la Tercera Guerra Mundial. Ni nos engaña ni ha sido engañado: dice la verdad. Lo que debería preocuparnos es la actitud con que nosotros, espectadores y potenciales víctimas de esa verdad suprema, la acogemos y la masticamos: ¿con mansedumbre, con terror, con indignación, con ardor guerrero? ¿Desde dónde pronunciamos la evidencia de que Ucrania ha sido invadida y su población está siendo masacrada: desde la objetividad y la compasión o desde el rencor y la voluntad de escandalizar al adversario político? ¿A qué altura moral hay que encaramarse para acusar al gobierno del que formas parte de apostar por la guerra y no por la diplomacia? ¿Por qué habrían de indignarnos más las armas que España vende a Ucrania que las que vendió en los dos últimos años a Arabia Saudí, potencia agresora en la guerra de Yemen?
Por cada una de esas verdades hay un coro de defensores y otro de detractores y ni siquiera podemos distinguirlos o enfrentarlos por su grado de adecuación a los hechos: casi todos ellos pronuncian verdades cristalinas, complejas, sólidamente argumentadas. Pero cuando chocan dos cristales lo normal es que se hagan añicos. Lo único que se puede hacer es evitar que choquen. Hasta ahora, la llamada distancia social, esa forma elaborada de sociofobia que se puso de moda con la pandemia, ha contribuido a limar las fricciones, pero tan solo en la medida en que ha instaurado un humor social de desconfianza mutua, donde nos callamos por temor a que nos señale una mayoría enfurecida, aterrorizada o simplemente adicta a los informativos. También con Ucrania: es la guerra del gas, una agresión injustificada, la OTAN va provocando, Putin no es Rusia, todo eso es verdad y sin embargo qué poco importa cuando el aliciente no es defender una verdad sino arrojársela al otro a la cara o, como viene siendo norma en el pudridero político en que se han convertido nuestras benditas democracias, por la espalda.
La primera víctima de una guerra es la verdad, decimos. Y lo decimos tantas veces que ni lo dudamos. Pero no es así: las primeras víctimas de una guerra suelen ser personas de carne y hueso, con nombres y apellidos, con historias familiares. Hay que estirar mucho el sentido figurado para llegar a comprender en...
Autor >
Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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