Golpe de remo
Putinismo de izquierda
Hay una feligresía en cuyos corazones el colapso de la Unión Soviética dejó un vacío que era, ante todo, un vacío religioso, el hueco de un dios caído
Pablo Batalla Cueto 18/03/2022
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Creyó presenciar Hegel en una ocasión al Espíritu Absoluto cabalgando, con la forma de Napoleón Bonaparte, bajo su ventana de Jena. En los últimos años ha habido quien lo halla en Vladímir Putin a lomos de un oso. Confesada o inconfesada, explícita o subterfugiada en patadas discursivas hacia arriba (“condenamos todas las violencias”) y alambiques retóricos de teólogo, hay una admiración por el zar contemporáneo de la Rusia Santa que quiere topar en él el héroe expeditivo del arrasamiento de un mundo, de una era; el “Dios de la Guerra” que en Bonaparte viera otro de sus contemporáneos, el patriota griego Theodoros Kolokotronis.
Putin encandila a Fernando Sánchez Dragó, que en 2018 lo enaltecía como “el mejor político del mundo, el único que de verdad gobierna en vez de pastelear [… y] defiende la civilización europea nacida de la Hélade, Roma y la Cristiandad”. A Juan Manuel de Prada, que ensalzaba en 2015 su “Rusia opuesta al pudridero occidental, la nación fiel a su historia y a sus tradiciones que tiene el cuajo de señalar la inanidad de las colonias europeas, convertidas en felpudo del mundialismo”. A Francisco Marhuenda, que lo elogiaba en 2016 como “un gran patriota ruso, [que] defiende los intereses de Rusia”. A miembros de la Fundación para la Defensa de la Nación Española (DENAES), vivero de Vox, como Daniel López, doctor en Filosofía, quien en 2019 se preguntaba si Rusia es culpable y se respondía que sí: “Culpable de tener en el Kremlin a un líder patriota y al mayor genio geopolítico del presente”. Pero este zar también dispone de admiradores en la trinchera teóricamente opuesta. No es un referente intelectual o mediático de la derecha, sino uno de la izquierda, Manolo Monereo, quien, en 2017, era en estos términos que enaltecía la Rusia de Vladímir Putin: “Un gran arca de Noé para todos los que quieren que este mundo tenga sentido”.
Existe, en efecto, el putinismo de izquierda: distintos grados de admiración insensible al asesinato de disidentes, la persecución de minorías sexuales, el amparo y la financiación de ultraderechas de todo el globo, la teocratización de un décimo de la tierra emergida o la vesania militar más enloquecida. En muchos casos, es una admiración comunista, de comunistas. No lo es –¿hace falta razonarlo?– Putin, no podría serlo menos su hipercapitalismo reaccionario, ungido con los óleos de la Iglesia ortodoxa, pero sí lo es esta feligresía de quien esta contradicción queda resuelta si se comprende que es eso exactamente: una feligresía; una en cuyos corazones el colapso de la Unión Soviética dejó un vacío que era, ante todo, un vacío religioso, el hueco de un dios caído. Moscú venía a ser el Vaticano de una grey global que encontró en el movimiento comunista, a lo largo del siglo XX, una Iglesia de sustitución; la Roma de una fe nueva con su propio Papa (el secretario general del PCUS), una curia (la Nomenklatura), concilios (los congresos del Partido, tan sísmicos a veces, piénsese en el XX, como un Concilio Vaticano II), obispados (los partidos nacionales), parroquias (las sedes locales), textos sagrados (el canon marxista), mandamientos y sacramentos, un Lutero o un luteranismo de los cuales abjurar (Trotski y el trotskismo). Y hasta quiliasmos; las más fantasiosas esperanzas salvíficas. Se recordaba estos días en las redes que en algún momento se hizo en la Unión Soviética una recogida de mensajes para el pueblo soviético del año –entonces lejanísimo– 2017, centenario de la Revolución, leer los cuales resulta ahora una broma macabra. Escribían, por ejemplo, desde Okulova a “aquellos que no saben lo que es la guerra”. Desde Tiráspol enviaban alabanzas por haber “eliminado los virus y las bacterias, el envejecimiento y la enfermedad”; desde Novosibirsk, por estar “hablando con representantes de otras galaxias sobre colaboración científica y cultural”.
Cuando la Iglesia dispone, el fiel obedece. Contre l’Église, il n’y a pas de conscience, decía a François Mauriac su madre, católica muy tradicionalista, cuando aquel se quejaba de la condena de Pío XII a la Action Française. “Contra la Iglesia, no hay conciencia”. También de esto hubo manifestaciones en la Iglesia que llegó a ser el Partido. Nos da el ejemplo de una Ignacio Gallego, líder de una escisión ortodoxa del Partido Comunista de España en los años ochenta, que regresó al partido matriz poco después del reemplazo, en 1986, de Boris Ponomáriov por Vadim Zagladin como responsable de las relaciones exteriores del PCUS con otras organizaciones bolcheviques mundiales. Zagladin era uno de los padres intelectuales de la Perestroika y asumió el cargo decretando un giro de ciento ochenta grados con respecto a la gestión de su predecesor, que había fomentado escisiones ortodoxas como la española en aquellos partidos comunistas que se habían moderado y alejado de la órbita soviética. La nueva consigna de la curia moscovita era la unidad, y eso y nada más bastó a Gallego para desandar el camino del fraccionalismo. Contre le Parti, il n’y a pas de conscience.
Pese a todas las materias en las que la URSS y los partidos comunistas internacionales fueron pioneros en cuanto a emancipación de la mujer y liberación de las costumbres, a lo largo del siglo el movimiento comunista acabó asociándose también, con mucha frecuencia, a una moral conservadora; la que, por ejemplo, movió al septuagenario diputado comunista francés Jacques Duclos a lanzar estos exabruptos a un militante del Frente Homosexual de Acción Revolucionaria durante un tumultuoso encuentro en el marco del sesenta y ocho, en la parisina Maison de la Mutualité: “¿Cómo vosotros, pederastas, tenéis los cojones de venir a plantearnos estas cuestiones? ¡Idos a freír espárragos! Las mujeres francesas están sanas; el PCF está sano; los hombres están hechos para amar a las mujeres”. Por más o menos las mismas fechas –eso nos han contado alguna vez de nuestro admiradísimo Horacio–, el dirigente comunista asturiano Horacio Fernández Inguanzo, al descubrir que militantes del partido habían organizado una suerte de picadero clandestino, obligaba a los implicados, no solo a disolverlo, sino a confesárselo a sus mujeres y pedirles perdón. El Partido no era una mera convergencia de intereses económicos, sino una comunidad moral, organizada también en torno a un ideal de virtud y pecado.
Para una parte de esta feligresía, huérfana desde 1991 de una Kaaba hacia la cual orientar la brújula de sus rezos, no pudo sino ser casi irresistible el magnetismo de quien, heredando el carajal de la Rusia humillada de los años noventa, y deshaciéndose del grotesco Yeltsin, supo alzarla de nuevo a la condición de superpotencia y volver a convertir el Kremlin en fortaleza temible de un altermundismo; y que diera un poco lo mismo qué altermundismo fuera ese. Hay también nostalgia de la Guerra Fría en estas gentes; una que forma parte de la oleada melancólica que caracteriza a nuestro tiempo: en este caso, la melancolía de un mundo más simple, uni- o bipartidista, también para el antiimperialismo. El Imperio del mal y, a su frente, el Imperio del bien. La Luz y las Tinieblas, los Zurván y Ahrimán del maniqueísmo. Ahrimán son los Estados Unidos y todo aquello que se le enfrente deben ser, por fuerza, fotones de la luz de Zurván. Cuando se les pregunta por los crímenes de Putin, si los reconocen, se encogen de hombros y apelan a la geopolítica, ese posmodernismo de los antiposmodernos, relativismo de las ignominias: “Es su geopolítica y hay que respetarla”. No hay una moral y comportamientos inmorales: solo geopolítica. Y llega a no importar que Putin reprima también a los comunistas contemporáneos de Rusia; a aquellos que, leyendo a Marx, a Gramsci y al por Putin denostado Lenin, y extrayendo de tales lecturas la obligación de alzarse contra el régimen, reciben los porrazos y llenan las mazmorras de la nueva Ojrana. Terminan pareciéndose estos comunistas a Iona Sysóyevich, arzobispo metropolitano ortodoxo que impulsó una suerte de régimen teocrático en la ciudad de Rostov en el siglo XVII, y en quien el orden, el mantenimiento del orden, era una preocupación tal que llegó a decir que “los judíos hicieron bien al crucificar a Jesús por su rebeldía”.
Creyó presenciar Hegel en una ocasión al Espíritu Absoluto cabalgando, con la forma de Napoleón Bonaparte, bajo su ventana de Jena. En los últimos años ha habido quien lo halla en Vladímir Putin a lomos de un oso. Confesada o inconfesada, explícita o subterfugiada en patadas discursivas hacia arriba (“condenamos...
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Pablo Batalla Cueto
Es historiador, corrector de estilo, periodista cultural y ensayista. Autor de 'La virtud en la montaña' (2019) y 'Los nuevos odres del nacionalismo español' (2021).
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