pinceladas
Tuberculosis y literatura: cómo aferrarse a la vida
Reflexiones a propósito de ‘La plaga Blanca’ de Ada Klein Fortuny
Beñat Sarasola 17/04/2022
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De un tiempo a esta parte, dentro del ámbito de la filosofía y de la crítica cultural se habla a menudo de “nuevos materialismos”. Esta vía, que ha sido profundizada decisivamente por pensadoras feministas, nos ha empujado a tomar conciencia de la vulnerabilidad del ser humano. En contraposición con la idea moderna de la filosofía de entender el sujeto como un ser autónomo y autosuficiente, esta línea de pensamiento subraya que los individuos estamos esencialmente ligados a nuestro cuerpo y nuestro entorno. Es decir, en lugar de pensar el sujeto como un ente casi etéreo, flotante, tratan de pensarlo como materialmente sujeto al cuerpo y al entorno natural. Ahora que parece que está volviendo también el “viejo materialismo”, sería interesante detenerse en esta cuestión. Eso pensé mientras leía La plaga blanca (original publicado en catalán por L’Altra Editorial, la traducción al castellano por Consonni) de Ada Klein Fortuny, doctora experta en enfermedades contagiosas que se esconde, en su faceta literaria, bajo un pseudónimo.
Sin duda, entre los condicionantes materiales que tenemos todos los humanos está la enfermedad, bien lo sabe cualquiera que la haya sufrido (y todos la sufriremos alguna vez, me temo). Con todo, es algo que olvidamos la mayoría de las veces; solo cuando nos golpea de improviso nos percatamos de nuestra fragilidad. La planga blanca, lleno de testimonios de escritores que padecieron la tuberculosis, nos lo enseña en detalle: la enfermedad nos condiciona, a veces incluso determina nuestras vidas; difícilmente podemos entender nuestros comportamientos, nuestras actividades laborales, sociales, etcétera, incluso nuestros caracteres, sin tenerlo en cuenta.
“La patología no banal es una crisis, un punto de inflexión que hace replantearse qué se tiene y qué no, lo que se quiere y lo que nos falta, los valores y el sentido de la vida. No es lo mismo estar enfermo que no estarlo. No se vive de la misma manera. El dolor te quita las ganas de vivir o te da ganas de vivir al máximo”.
No obstante, dentro de los estudios literarios, con la influencia tan grande que tuvo el estructuralismo y su obsesión inmanentista en la segunda mitad del siglo XX, hemos concebido la escritura y el escritor (o escritora) al margen de los condicionantes materiales, y dentro de ellos, al margen de su salud. A lo sumo se suele aludir, de forma más o menos superflua y sensacionalista, a la enfermedad mental, y así tratar de explicar de manera simplona el origen de las obsesiones y el talento de los escritores y artistas. Ni que decir si es para explicar el talento inhabitual, según el pensamiento patriarcal tradicional, de las escritoras. Histéricas, inestables, esquizofrénicas, neuróticas… cualquier denominación de este tipo ha sido válido para explicar toscamente el talento de las Virginia Woolf, Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath, Alda Merini y tantas otras.
Dentro de los estudios literarios hemos concebido la escritura y el escritor al margen de los condicionantes materiales, y dentro de ellos, al margen de su salud
Pero más allá de estas alusiones a las enfermedades mentales, que siendo tan obtusas ni siquiera consideramos relevantes, nada solemos saber sobre el estado de salud de los escritores. Una vez un escritor me habló sobre la decadencia de la obra de otro escritor, a lo que añadió, “es que, para escribir bien hay que estar en forma”. Ante mi perplejidad, prosiguió: “En forma física y mentalmente, y me parece que este lleva una mala racha larga”. Bien, acordémonos de la famosa rutina de Philip Roth: “Desayuno y voy a un gimnasio a hacer unos largos en la piscina. Me ducho, me seco, y para las 10:30 estoy en mi escritorio para empezar a escribir”.
Obviamente, sería estúpido pensar que la enfermedad (o la salud) determina la producción literaria; los gimnasios están llenos de cuerpos musculosos y las piscinas de espaldas rectangulares y uno no encuentra a muchos Roths por ahí. O al revés, tarde o temprano todos caeremos en la enfermedad (como dice Marina Garcés en el prólogo del libro de Klein, “nadie está vivo sin estar o haber estado enfermo”) y hay muy pocos Éluards, Salvat-Papasseits, Kafkas, Mansfields, Chéjovs y Orwells.
Pero lo interesante de La plaga blanca es que vemos de forma casi física las penurias que puede pasar una persona cuando estamos hablando de una “patología no banal” como la tuberculosis. Mientras leía el libro me acordaba de otro escritor más reciente, Roberto Bolaño, con un hígado gravemente enfermo apurando los últimos meses de su vida para avanzar en su colosal 2666. En La plaga blanca Klein nos cuenta el caso de Katherine Mansfield, tratando de aferrarse a la vida como sea, escribiendo un cuento tras otro, hasta que su cuerpo no da más de sí y no puede seguir haciéndolo.
Sería estúpido pensar que la enfermedad determina la producción literaria; los gimnasios están llenos de cuerpos musculosos y uno no encuentra a muchos Roths por ahí
A menudo hablamos del lugar de enunciación, de la necesidad de situar el yo en su materialidad, en su vulnerabilidad. Pues bien, el cuerpo enfermo es bien consciente del lugar de enunciación. Conoce no solo sus limitaciones físicas, también las consecuencias del aislamiento o, a veces, incluso la exclusión a la que le somete la sociedad. Vivimos en una sociedad pensada para personas sanas; para gimnasios y piscinas. Con todo, hay veces que los enfermos se rebelan, y la escritura puede ser una gran aliada: “Nadie da voz a los enfermos, pero a veces los enfermos la toman” dice Klein. Esa toma de la palabra la hacen a través de un escribir particular, que creo que es lo que ha fascinado a la escritora, la ha empujado a escribir el libro y termina fascinando también al lector.
Y es que escribir no es algo ajeno a la cuestión de la vulnerabilidad y la enfermedad. La plaga blanca es también un libro sobre la escritura; es decir, sobre cómo, de qué forma, toman la palabra los enfermos. Ahí es donde brillan especialmente los documentos personales de estos escritores: cartas, notas, diarios, etc. Klein ha quedado hechizada por el aura de estos documentos, por la forma en que te unen a personas enfermas casi como si las tuvieras aquí y ahora, pegadas al cuerpo. Por eso es casi un escribir que se hace cuerpo; más que representar un estado, son textos que se hacen carne, cuerpo enfermo.
“Las novelas y los cuentos te explican la vida filtrada; los documentos personales encapsulan el tiempo. Y aunque pueden embellecer su contenido, tienen una mundanidad difícil de imitar en otras obras, porque siempre acaba saliendo la humanidad”.
Escribir sin filtros, con esa mundanidad, es lo que emerge en el libro y, en cierta forma, se homenajea. Pero ojo, no se trata de un formalismo caprichoso; en ese lazo literal y casual entre los términos, el libro es también un elogio a la humanidad. Seis personas, seis grandes escritores, harto diferentes entre sí en muchos sentidos, “unidos por el hilo invisible de la enfermedad”, unidos, al fin y al cabo (podríamos añadir), por cierta forma de humanidad.
La pandemia en la que vivimos actualmente y que para muchos es la primera que nos ha tocado sobrellevar, nos ha enseñado bien cuál es la dimensión real de una crisis sanitaria: observar que gente cercana se enferma, y a veces, desgraciadamente, fallece. No se trata de pacientes infectados que aparecen en los noticiarios; se trata de personas de las que su piel no nos es ajena. Algo así sucedió con la tuberculosis hace más de 100 años: “A principios del siglo XX toda Europa estaba enferma”. Y efectivamente, aquellos tampoco son pacientes anónimos que aparecen en los noticiarios, gente casi amiga de tanto leer de y sobre ellos. Éluard, Salvat-Papasseit, Kafka, Mansfield, Chéjov, Orwell; pero también sufrieron la peste blanca Gustavo Adolfo Bécquer, las hermanas Brönte, Charles Bukowski, Albert Camus, Maxim Gorky, Guy de Maupassant, Novalis, Molière, Laurence Sterne, Simone Weil…
Esta cercanía un tanto ficticia, por qué negarlo, se acentúa al leer sus documentos personales: cambios de residencia, sanatorios, nuevos médicos, vendemilagros y vendehumos… Son grandes nombres, grandes mujeres y hombres, pero los vemos tan frágiles en estas páginas, tan dependientes, con tanto miedo de que su vida esté a punto de consumirse, que hay algo tierno, profundamente humano, en su empeño.
Como aprendimos de Susan Sontag, todas las enfermedades tienen sus metáforas, y ellas, a su vez, su capacidad de contagiar y enfermar
Como aprendimos de Susan Sontag, todas las enfermedades tienen sus metáforas, y ellas, a su vez, su capacidad de contagiar y enfermar. Las metáforas petrificadas, las formas de escribir convencionales, institucionalizadas, conforman también, de alguna manera, la propia enfermedad, son indisociables. En ese sentido, la búsqueda de otras metáforas, otras escrituras, es un acto resistente frente a la enfermedad. Un acto habitualmente ingenuo, insuficiente y frustrante, pero cualquier otra alternativa suele ser aún peor. Son búsquedas para aprehender, mirar y convivir con las enfermedades de forma distinta a la que nos ofrecen los discursos banales y repetidos hasta la saciedad por todos los altavoces homologados. El tipo de escritura de este libro también apunta hacia ello, ya que rehúye de toda forma estandarizada, prefijada y previsible. Al contrario, invita al lector a navegar a través de unas palabras que parecen que están siendo escritas simultáneamente: a veces dubitativas, a veces mordaces, a veces retroceden, dan un salto, a veces son comentarios al margen. Se trata de un texto que no esconde su mismo proceso de elaboración, o al menos, lo simula. Sucede con los buenos libros que uno tiene la sensación de que no podía haber sido escrito de otra forma: esto mismo ocurre con La plaga blanca. La escritora negocia constantemente con los escritos de grandes figuras de la literatura; la misma configuración particular de los textos personales, que son intrínsecamente fragmentarios –a veces inconexos, como pequeños rastros y apuntes de una vida que no ha sido contada ni puede ser contada en su totalidad–, invita a escribir sobre ellos de una forma que no puede ser la homologada. Es por eso que los documentos personales de estos escritores y el estilo vivo, audaz, suelto, brillante de Klein se engarzan perfectamente en el libro.
En un pasaje, la autora habla del placer de leer la correspondencia de solo uno de los dos que se cartean. El lector debe imaginar, a partir de las cartas que están a su disposición, la otra serie que ha quedado perdida. Este libro puede entenderse también como una correspondencia mutilada, como las cartas de solo uno de los conversadores: la otra parte, las que escribirían Éluard, Salvat-Papasseit, Kafka, Mansfield, Chéjov y Orwell a Klein tenemos que imaginarla los lectores. ¿Y si no estarían interesados en conversar con ella?, podría preguntar algún escéptico. Como doctora en enfermedades infecciosas que es, seguro que estarían interesados. ¿Quién no quiere aferrarse a la vida?
De un tiempo a esta parte, dentro del ámbito de la filosofía y de la crítica cultural se habla a menudo de “nuevos materialismos”. Esta vía, que ha sido profundizada decisivamente por pensadoras feministas, nos ha empujado a tomar conciencia de la vulnerabilidad del ser humano. En contraposición con la idea...
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