alpinismo literario
Víctor Catalá y la literatura de montaña
Caterina fue una novelista, poeta y autora teatral que escribió siempre en catalán y bajo un seudónimo masculino. Hoy la consideraríamos una senderista, pero crea ficciones desde una habitación y logra que el lector sude, pase hambre y tenga frío
Mario Crespo 22/04/2022
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Existe la creencia de que Petrarca fue uno de los primeros hombres que subió una montaña con un fin únicamente contemplativo, filosófico; no con la intención de salvar un accidente geográfico, de desarrollar una ruta o de establecer un objetivo militar. Su supuesta ascensión al Mont Ventoux tenía por objeto disfrutar de las vistas, experimentar la altura. Hasta entonces el hombre había vivido de espaldas a las sierras y cordilleras, consideradas lugares infranqueables, hostiles, donde las condiciones de vida eran inhumanas y sucedían cosas horribles.
San Juan de la Cruz ahonda también en la idea de alcanzar una cumbre como objetivo espiritual, la cumbre como cénit, como motivación, la cumbre como el paroxismo de la satisfacción, como metáfora: "subir hasta la cumbre del monte, que es el alto estado de perfección, que aquí llamamos unión del alma con Dios".
Dos siglos después la literatura romántica ensalzará la naturaleza como medio para alcanzar lo más elevado del alma. Será durante este periodo, en pleno siglo XVIII, cuando la Ilustración impulse las ciencias de la naturaleza hasta desarrollar verdaderos estudios sobre las montañas. Y a raíz de ello nacerá el montañismo como actividad lúdica.
Uno de sus hitos se produce en 1760, cuando Horace Bénédict de Saussure plantea, tras contemplar el macizo del Mont Blanc, que esa montaña puede ser escalada, ofreciendo a quien la alcance una recompensa económica. Jacques Balmat y el doctor Michel Gabriel Paccard lo conseguirán años más tarde en condiciones muy precarias; sin ayuda de cuerdas, ni escaleras, y con unos piolets rudimentarios. Por entonces comienzan a explorarse además otras cordilleras, como los Pirineos (el Aneto se escala por primera vez en 1842), y el alpinismo se convierte en una práctica deportiva a través de la asunción de grandes retos.
En 1760 Horace Bénédict de Saussure plantea, tras contemplar el macizo del Mont Blanc, que esa montaña puede ser escalada
A principios del siglo XX se desata una suerte de fiebre por ascender las grandes montañas del mundo, localizadas principalmente en la cordillera del Himalaya. En 1909, Amadeo de Saboya, Duque de los Abruzos, intenta sin éxito escalar el K-2, la segunda montaña más alta del planeta, alcanzando sin embargo una altura de 6.666 metros. Los británicos, por su parte, se obsesionan con el Everest y pretenden conquistarlo a cualquier precio. La primera tentativa tiene lugar en 1921, aunque con un carácter exploratorio. Un año después lo intentan con botellas de oxígeno. Y en su tercer viaje, en 1924, están muy cerca de conseguirlo durante la legendaria ascensión de la que los líderes del grupo, Mallory e Irvine, nunca regresaron.
Finalmente, en 1950, una expedición francesa compuesta por algunos de los mejores alpinistas de la época, y me atrevería a decir de la historia, alcanza por primera vez la cumbre de un ochomil, el Annapurna. Y apenas tres años después, en 1953, sir Edmund Hillary y Tenzing Norgay consiguen vencer por fin la resistencia del Everest y alcanzar los 8.849 metros de su cumbre.
Aproximadamente en esa época, se desarrolla también el fervor por relatar y dejar constancia por escrito de todas estas hazañas, aunque no siempre con la misma calidad, la misma técnica y el mismo gusto. Esta vena literaria había comenzado unas décadas antes, con las escaladas alpinas, pero asciende al género de epopeya con las aventuras por la cordillera asiática.
Herzog dictó desde el hospital, tras perder los dedos de las manos, “hay otros annapurnas en la vida de los hombres”
Tras la conquista del Annapurna, el líder de la expedición, Maurice Herzog, escribe una obra que, a pesar de su sobriedad estilística y su escaso ritmo, ha pasado a la historia de la literatura de montaña por su significado: Annapurna primer ochomil, un texto dictado por Herzog cuando se encontraba en el hospital tras perder los dedos de las manos por las congelaciones producidas durante el descenso de la montaña y cuyo final dejaría una frase clave para entender el himalayismo: “hay otros annapurnas en la vida de los hombres”.
Sin embargo, es Lionel Terray, otro miembro de la expedición, quien firma, unos años antes, la obra cumbre –nunca mejor dicho– de la literatura de montaña: Los conquistadores de lo inútil, un libro cargado de grandes reflexiones y cuya narración de las escaladas alpinas te hace sentir el frío, palpar el miedo, mirar la muerte a los ojos: "En el alpinismo cada progreso exige otro y cada ascensión una más difícil; si se quiere conservar intacto el entusiasmo, se deben buscar sin cesar problemas nuevos."
Si se quiere conservar intacto el entusiasmo, se deben buscar sin cesar problemas nuevos
Pero para encontrar el origen del género tal y como lo conocemos hoy debemos retroceder hasta la década de los treinta. Dino Buzzati, periodista, escritor y alpinista escribe crónicas deportivas para Il Corriere de la Sera que se revelarán a la postre como el germen de la literatura de montaña. Buzzatti, además, es el primer autor en arrebatarle al alpinismo su carga romántica para bajarlo al campo base de la sensatez y exponer en él sus peligros. De hecho, se muestra muy crítico con la primera conquista del Everest, y también con la figura del legendario escalador Walter Bonatti, acusado de insolidaridad tras una expedición en la que falleció un compañero y tras la que legó la frase: “No me perdonan el error de haber vuelto vivo”
Con el paso de las décadas los libros del género proliferan hasta alcanzar su apogeo con una obra que se convertirá en un best seller internacional: Mal de altura (Desnivel, 2008), de Jon Krakauer, basado en uno de los episodios más populares de la historia del montañismo. Aunque el acercamiento al gran público se lo debemos al estreno de la película Everest, en el año 2015; una versión de los hechos acontecidos el 10 de mayo de 1996 en la montaña más alta del planeta cuando dos expediciones comerciales decidieron unirse para coronar la cumbre. Durante el descenso, una serie de fatalidades unidas al mal tiempo y a ciertos errores de planificación se llevaron cinco vidas en la cara sur y tres en la cara norte. Pero podrían haber sido más si no hubiera tenido lugar la heroica actuación de uno de los guías, el kazajo Anatoli Boukreev.
En una de aquellas expediciones comerciales implicadas en la tragedia, Adventure Consultants, se había enrolado el periodista y escritor Jon Krakauer, autor de la afamada novela Hacia rutas salvajes, que había sido enviado por la revista Outside, para la que trabajaba, con objeto de escribir un reportaje sobre este tipo de expediciones en las que los clientes pagan alrededor de sesenta mil dólares para que un guía especializado les ayude a cumplir su sueño de hacer cumbre en el techo del mundo. Tras su regreso de Nepal, traumatizado aún por el síndrome del superviviente, Krakauer escribiría el texto para Outside. Sin embargo, la pieza ya no era la crónica que se suponía que debía escribir, sino un reportaje cuyo argumento, basado en los sucesos acaecidos, poseía una magnética tensión narrativa, unos personajes de no ficción y una trama digna de una novela negra. En el texto, el autor relataba con detalle, y mucho pulso, la tragedia del Everest, pero también hacía un análisis crítico de todo lo que falló y todo lo que debía mejorar en las por entonces incipientes expediciones comerciales, que anteponían la rentabilidad económica y la consecución de objetivos a la seguridad de los clientes. Además, criticaba con vehemencia algunas de las decisiones tomadas por los guías de la otra compañía a la que se unieron los miembros de Adventure Consultants aquel fatídico día para compartir recursos, Mountain Madness, y cargaba especialmente contra el gran alpinista Anatoli Boukreev por haber decido subir sin oxígeno a fin de maximizar la escasez de bombonas (otro de los fatales errores de planificación), lo que provocó que tuviera que adelantar el descenso abandonando a los clientes.
El artículo de Krakauer se transformaría a la postre en un libro de no ficción, Mal de altura, y no tardaría en convertirse en un best seller. Meses después, Anatoli Boukreev, ayudado por el escritor G.W. DeWalt, decidió replicar con su versión de los hechos a través de otro libro titulado Everest, 1996 (Desnivel, 2015), donde enumeraba los riesgos de la montaña, cuestionaba, al igual que Krakauer, el alpinismo diletante creado por las expediciones comerciales y argumentaba en su propia defensa la imposibilidad de llevar a cabo un rescate eficiente en aquellas condiciones.
Estos dos títulos, y otros entre los que yo destacaría Bájame una estrella, de Mirian García Pascual, Bajo los cielos de Asia, de Iñaki Ochoa de Olza, el ya citado Los conquistadores de lo inútil, de Lionel Terray o La montaña desnuda, de Reinhold Messner, representan, bajo mi punto de vista, algunos de las mejores obras del género. Libros que brillan entre la insustancialidad literaria de otras obras escritas por alpinistas, que se lanzan a relatar sus vivencias con la misma osadía que desafían las montañas.
De acuerdo con mi experiencia lectora, parte de la literatura de montaña adolece de falta de pulso narrativo, de estilo y, sobre todo, de capacidad para crear imágenes que describan las dantescas situaciones vividas, experiencias con buenos mimbres literarios que, sin embargo, se narran muchas veces de manera insulsa. Algo que contrasta con el hecho de encontrar grandes obras de la literatura universal ambientadas en montañas sin que sus autores sean montañeros. Es el caso de Thomas Mann, de Robert Walser o de Pío Baroja. Aunque existen ejemplos más representativos y mucho menos populares.
Parte de la literatura de montaña adolece de falta de pulso, de capacidad para crear imágenes que describan las situaciones dantescas
Veamos: a principios del siglo XX, una autora desconocida fuera de Cataluña y que ha pasado prácticamente desapercibida para la historia de literatura europea, firmaba una de las obras que mejor describen las montañas y que mejor narran las sensaciones que su visión y su desafío representan para el ser humano. Un libro que resume con precisión y acierto, sin proponerse siquiera hacer literatura de montaña, sin intención de contar una gesta, la contemplación del espectáculo montañoso y la sublimación del entorno pirenaico. Me refiero a Soledad firmada por Víctor Catalá, seudónimo de Caterina Albert.
Caterina fue una novelista, poeta y autora teatral que escribió siempre en catalán y bajo el seudónimo masculino de Víctor Catalá. Tras la muerte de su padre heredó las tierras que este tenía en propiedad y casi toda su obra se centró en el medio rural. Este entorno está ligado de modo inseparable al estilo de novela que practicaba y que algunos definen como romanticismo catalán y que a mí me parece, sin embargo, que cumple todas las características del naturalismo, en el sentido que pretende trasladar al lector el mundo tal y como es; un realismo exacerbado de sensaciones y percepciones, con descripciones certeras que quienes subimos a menudo montañas podemos identificar sin necesidad de saber a qué montañas se refiere –si es que se refiere a alguna en concreto–: “La cima parecía un alipterio. De vez en cuando, nubes invisibles que venían cargadas con un sinfín de salutíferos aromas revoloteaban en torno a ellos, invadiendo sus sentidos deliciosamente enloquecidos ¿De dónde procedían esos aromas? De la montaña entera”
También destaca en Soledad la creación de sensaciones con las que cualquiera que haya escalado o subido montañas puede identificarse: “el cansancio que traían y que el momento de reposo había hecho resurgir les quitaban las ganas de conversar. Subían cabizbajos y en silencio”.
Pero, sobre todo, en la novela encontramos imágenes que describen ese estado que busca el montañero, ese momento en que se contempla lo sublime, el privilegio de poder hacerlo; el esfuerzo realizado para robarle una imagen a la naturaleza, una visión: “–¡Qué soledad!–murmuró aterrada, sintiendo de repente que su corazón devenía tanto o más umbrío que aquellas honduras”
Esto que nos lega Catalá en Soledad es lo que han intentado montañeros, alpinistas, escaladores e incluso cronistas a lo largo de las décadas con resultados técnicos y estéticos muy dispares. Pero ¿qué es lo que busca la literatura de montaña? ¿Qué pretende transmitir, qué sensaciones, qué experiencia lectora suministra? A fin de cuentas, se trata de que la lectura permita al lector subir montañas, viajar, conocer cordilleras y vivir peligros, tomar decisiones y asumir riesgos sin moverse del sofá; la literatura de montaña busca reproducir las grandes (y no tan grandes) gestas alpinas, lo cual es imposible si uno no tiene pulso narrativo, si es incapaz de crear imágenes directas, de manejar figuras literarias originales, de recrear un paisaje, de introducir al lector en un conflicto y, en resumen, de vivir lo que los personajes viven, por mucha no ficción que haya. Y para ello no hace falta haber escalado muchos ochomiles, ni ser el alpinista más veloz con los piolets, ni hacer trail running por peligrosas aristas.
De hecho, alguien que, como Víctor Catalá, tan solo daba paseos por las montañas catalanas, alguien que hoy día consideraríamos un senderista, es capaz de crear ficciones desde una habitación y lograr que el lector sude en esas subidas, que pase hambre, que tenga frío, que tiemble, que sienta el zarandeo del viento en un collado; es capaz de lograr, en definitiva, lo que solo logra un escritor, un gran escritor, con independencia de que haga ficción, no ficción o la letra de una jota aragonesa.
Existe la creencia de que Petrarca fue uno de los primeros hombres que subió una montaña con un fin únicamente contemplativo, filosófico; no con la intención de salvar un accidente geográfico, de desarrollar una ruta o de establecer un objetivo militar. Su supuesta ascensión al Mont Ventoux tenía por objeto...
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